El olor a brezo no era tan penetrante como recordaba Maureen: estaría acostumbrándose a él. Le preparó a Siobhain una taza de té mientras oía el golpeteo rítmico de la pelota del niño contra la pared del vestíbulo de abajo. Sacó la bolsa de té de la taza y le añadió tres terrones de azúcar.
Siobhain bebió un buen trago.
– Azúcar -dijo.
– Es bueno para cuando una sufre un shock -dijo Maureen, y agarró la taza por la base y la acercó a la boca de Siobhain.
Con la vista fija en la moqueta, Siobhain se bebió el té rápido, tomando largos tragos. Esbozó una sonrisa. El té le había dejado una mancha marrón en la comisura de los labios. Maureen cogió la taza y la dejó en el suelo.
– Siobhain, de verdad creo que tendrías que ir a casa de Leslie, no deberías quedarte sola. Lo único malo es que tendrías que subirte a la moto…
– No -susurró Siobhain, sacudiendo despacio la cabeza-. No.
– Siobhain, no puedo quedarme contigo todo el día y creo que ahora no deberías de estar sola.
– Quédate.
– No puedo, de verdad. Tengo que hacer unas cosas.
Siobhain apretó los labios, volvió la cabeza hacia Maureen y se quedó mirándola con una expresión dolida y enfadada en sus ojos.
– Quédate.
– No puedo quedarme, Siobhain. ¿Puedo llevarte a casa de Leslie?
Siobhain volvió la cabeza hacia el otro lado.
– Quédate.
– Siobhain, puedo quedarme un par de horas pero no todo el día.
La cara de Siobhain se volvió roja y empezó á temblar de rabia e impotencia. Tenía el cuello tenso y abrió la boca para soltar un grito sordo y terrible. Se levantó y caminó arrastrando los pies mientras tiraba del brazo de Maureen, sacudiéndolo para que se levantara. Arrastrándola, empujándola y dándole codazos, obligó a Maureen a ir hacia el recibidor. Abrió la puerta y la empujó hacia el rellano. Cerró la puerta y Maureen se quedó quieta, sorprendida de estar en el descansillo frío. Oía a Siobhain respirar al otro lado de la puerta.
– Siobhain, al menos enciérrate con llave, joder.
Siobhain corrió el pestillo y se apoyó contra la puerta.
– Esperaré aquí fuera, ¿vale? -dijo Maureen en dirección a la puerta-. ¿Vale?
Siobhain no respondió. Maureen oyó que volvía hacia el salón arrastrando los pies. Abajo, el niño pequeño dejó de jugar y subió los tres primeros peldaños. Miró a Maureen a través de la barandilla. Esbozó una sonrisa ancha. Se le habían caído los dos dientes de delante. Maureen le devolvió la sonrisa y el niño bajó los escalones y se puso a jugar otra vez.
Maureen se sentó en el último peldaño y se fumó un cigarrillo para calmarse. En el piso de Siobhain no se oía nada. Llamó a la puerta, sin hacer mucho ruido para no asustarla, y abrió la ranura del correo.
– Siobhain, ¿estás ahí?
El recibidor oscuro estaba en silencio. La luz procedente del salón, y que se reflejaba en la moqueta, estaba quieta. Siobhain no se movía
– ¿Estás ahí?
El niño pequeño dejó de jugar de nuevo y volvió a mirarla a través de la barandilla. Le sonrió. Maureen inclinó la cabeza.
– ¿Estás bien, enano?
El niño levantó la pelota de fútbol para que Maureen la viera.
– Qué chula. Ahora baja las escaleras y sigue jugando un ratito.
El niño volvió a desaparecer. Maureen abrió la ranura del correo otra vez.
– ¿Siobhain?
Oía que Siobhain decía algo. Hablaba en voz muy baja en el salón, casi susurraba. Pegó la oreja a la puerta y tuvo que concentrarse mucho para entender lo que decía. Siobhain estaba recitando la programación televisiva del sábado.
Maureen llamó a Leslie al trabajo.
– Cielo -le dijo-, soy yo. Ha habido una emergencia de la hostia. Siobhain ha tenido un ataque de pánico. Cree haber visto al hombre del Northern. No sé si se trata de un recuerdo o qué. Necesito que me lleves a casa de Benny y que te quedes con Siobhain mientras yo me ocupo de unos asuntos. ¿Puedes escaparte?
– ¿Dónde estás?
– En la cabina de debajo de casa de Siobhain. Quizá no te deje ni entrar. Puede que tengas que quedarte sentada en las escaleras. A mí me echó.
– ¿Cuánto tiempo estará así?
– Días, semanas, un mes. No lo sé.
Leslie se quedó pensando en ello unos momentos.
– Voy para allá -dijo, y colgó.
Maureen salió de la cabina. Tenía que irse con Leslie unos veinte minutos y no quería dejar sola a Siobhain, por si se daba la posibilidad remota de que no se tratara de un recuerdo del pasado. Pensó en el niño pequeño. Cruzó deprisa la carretera y echó un vistazo al vestíbulo. Todavía estaba allí.
– Eh, coleguita -le dijo-. ¿Cuánto rato vas a estar aquí?
– Hasta la hora de la cena -le contestó.
– ¿Y a qué hora cenas?
El niño la miró sin entenderla. Tendría seis o siete años, por Dios, no sabría ni decir la hora.
– Oye, no importa -le dijo Maureen, y sacó un billete de una libra del bolsillo y se lo puso delante-. Si ves a un hombre que entra y sube a casa de la chica e intenta echar la puerta abajo, sales fuera y empiezas a gritar para que venga gente. ¿Podrás hacer eso, hombretón?
– Mi mamá no me deja salir de aquí -dijo el niño mirando el billete.
– ¿Y podrías quedarte dentro y gritar desde aquí? -le preguntó Maureen y señaló la parte alta de las escaleras.
– Sí -le contestó el niño-. Eso sí puedo hacerlo.
– Recuerda, si un hombre sube y aporrea la puerta, tienes que quedarte aquí y ponerte a gritar muy fuerte, ¿vale?
– Sí. ¿Por qué tengo que hacerlo? ¿Su marido va a pegarle?
– No lo hará si lo impedimos.
El niño miró el billete y luego a Maureen con los ojos muy abiertos, sorprendido.
– ¿Puedes impedir que un hombre le pegue a mi mamá?
Alzó la vista hacia ella; su mirada vieja y perpleja esperaba la respuesta.
– Puedes llamar a la policía -le contestó Maureen. El niño botó la pelota una vez, sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa cínica-. O puedes contárselo a la gente. Eso hará que se sienta incómodo.
El niño volvió a botar la pelota.
– Vale -dijo mientras asentía con la cabeza y pensaba en ello-. Muy bien.
– De todas formas, ¿sabes la chica de arriba? Si viene un hombre, te pones a gritar muy fuerte y te daré otra libra cuando vuelva.
Sonrió a Maureen como si ella le hubiera concedido la vida eterna.
– Gritaré muy fuerte -dijo el niño.
– Y haz que la gente suba, ¿vale?
– Muy, muy fuerte -dijo, y se puso a jugar con la pelota otra vez. Maureen subió corriendo las escaleras y abrió la ranura del correo. Siobhain seguía susurrando los horarios y los programas para sí misma.
Leslie estaba aparcando frente al portal cuando vio que Maureen se le acercaba.
– ¿Cómo conseguiste escaparte del trabajo? -le preguntó Maureen.
– Dije que mi madre se había puesto enferma. ¿Así que vamos a casa de Benny?
– Sí, tengo que coger el papel de la baja y enviarlo o me echarán, Luego tendrías que venir y quedarte con Siobhain o llevarla a tu casa. Eso sería lo mejor.
Leslie sacó el casco de sobra del compartimiento del asiento, se lo dio a Maureen y cruzaron la ciudad. Pasaron por delante de la catedral, subieron por la Great Western Road y atajaron por una calle secundaria para ir a Maryhill.
28. Huevos
Leslie pasó entre los postes del final de Scaramouch Street y paró la moto. Normalmente la calle estaba vacía pero aquel día estaba llena de cochazos nuevos. Se quitaron los cascos y miraron a su alrededor. Eran coches de empresa.
Oyeron un ruido. Venía de uno de los vestíbulos de los bloques de pisos. De repente, apareció una avalancha humana que caminaba hacia atrás, tambaleándose. Los hombres, que habían salido del portal de Benny, sacaban fotos por encima de sus cabezas, hacían preguntas a gritos y daban instrucciones. Maureen se puso el casco otra vez y se rascó la nuca al presionar hacia abajo la áspera bufanda escocesa, lo que provocó que le saltara la costra de la herida y le escociera la piel. Leslie también se puso el casco y se lo abrochó por debajo de la barbilla.