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Joe McEwan estaba en el centro de la multitud, con la cabeza gacha, y luchaba por abrirse paso entre la gente. McAskill le seguía. Los periodistas extendieron los brazos para intentar retenerles mientras seguían empujándoles y gritándoles. Maureen y Leslie se quedaron donde estaban y vieron cómo McEwan pasaba entre los periodistas con decisión y se dirigía a un Ford azul.

Ellas se subieron de nuevo a la moto.

– Sigúele -dijo Maureen.

El coche de McEwan salió por el otro extremo de la calle. Leslie bajó el pie, arrancó la moto en la dirección contraria, se dirigió a Maryhill Road por la calle peatonal y torció a la derecha.

– ¡No! -gritó Maureen por encima del ruido de la moto-. Sigúele.

Leslie no reaccionó. A Maureen le entró pánico. Se gritaron mientras subían Maryhill Road hacia un semáforo en rojo y en dirección contraria al coche de McEwan. Maureen le dio un golpe a Leslie en el muslo.

– Sigue al Ford azul.

Leslie paró la moto con brusquedad. La rueda de detrás se levantó unos centímetros de la carretera y Maureen se despegó de su asiento.

– El Ford, joder. Que sigas al Ford azul -gritó.

Leslie señaló el carril exterior vacío que había junto a la moto. Justo en ese momento, el Ford azul pasó a su lado y se detuvo. McAskill conducía y McEwan y McMummb iban en el asiento de atrás. Leslie dio un golpecito en la ventanilla del coche y señaló detrás de ella. McEwan miró hacia fuera y reconoció la bufanda escocesa de Maureen. Con la mano, les indicó impaciente que les siguieran. El semáforo se puso verde y el Ford arrancó con la moto tras él.

Unos tres quilómetros más arriba, el coche se detuvo en una calle lateral. Leslie hizo lo mismo y aparcó a tres metros de distancia.

– Lo siento -le dijo Maureen-. Por unos instantes he perdido la cabeza.

– No pasa nada, cariño.

McMummb y McAskill bajaron del coche y se dirigieron hacia Maureen y Leslie, que estaban junto a la moto. McAskill parecía contento: llevaba el abrigo desabrochado y el viento lo hacía ondear. Caminaba a paso ligero y contoneándose. Se acercó a ellas con una sonrisa ancha que dejaba al descubierto sus dientes separados.

– Quiere verla en el coche -le dijo a Maureen.

– ¿Por qué está tan contento? -le preguntó ella mientras se bajaba de la moto y se quitaba el casco.

– Tenemos buenas noticias -dijo McAskill y se dio la vuelta como para indicarle que la conversación ya había terminado.

Maureen se dirigió hacia el coche y dejó a Leslie con McMummb y McAskill. McEwan abrió la puerta del pasajero cuando vio que ella se acercaba y le hizo un gesto con la mano para que se sentara junto a él.

– Quería hablar con usted -le dijo McEwan.

– ¿Por eso fue a casa de Benny? -le preguntó Maureen mientras se quitaba la bufanda, que le escocía en la nuca, y sentía que la herida le sangraba.

– No. Fuimos a buscar a Brendan Gardner.

– ¿Van a interrogarle?

– Quizá -contestó-. Queremos tomarle las huellas dactilares. No parece sorprendida.

Maureen se encogió de hombros.

– ¿Por qué había periodistas?

– Brady les dijo que usted se estaba quedando allí. Creen que pueden sacar una gran historia de todo esto. Brady les dijo extraoficialmente que se estaba intentando encubrir un escándalo.

– Imagino que yo seré la razón de ese encubrimiento.

– No lo dijo con esas palabras pero los periodistas captaron el mensaje. También les habló sobre su hermano.

– ¿Y así se supone que me protege usted?

McEwan esbozó una sonrisa burlona.

– Sí, y estoy poniendo mi carrera en juego porque usted me gusta demasiado.

Maureen no le devolvió la sonrisa.

McEwan hizo rechinar los dientes mientras pasaba los ojos por el respaldo del asiento del conductor.

– Hemos encontrado huellas en la escena del crimen en el Hospital Northern.

– ¿Coinciden con las de alguien?

– Con las de nadie que tengamos fichado.

Maureen miró por la ventanilla. Estaban en un callejón sin salida de un barrio de las afueras de chalecitos muy monos.

– Encontramos las huellas en la nuca de Martin Donegan -dijo McEwan.

– ¿En la nuca?

– Sí. El asesino le agarró de la nuca mientras le acuchillaba. Le observaba, a 30 centímetros como mucho de él, mientras le destrozaba la cara.

– ¿Por qué me cuenta todo esto? -le espetó Maureen, asqueada poc los detalles-. Nadie me ha contado nada durante semanas y ahora, de repente, me cuenta todo esto.

– Se lo cuento porque sé lo que está haciendo y quiero que lo deje.

Maureen abrió la puerta del coche y le gritó a Leslie que le diera un cigarrillo. Leslie se acercó a ella, se quitó el pitillo encendido de entre los labios, se lo pasó a Maureen por la puerta abierta y regresó donde estaba la moto. McEwan la miró mientras se marchaba.

– ¿Entonces fue ella quien recogió la lista en el Northern?

Maureen le dio una calada al cigarrillo.

– Creo que está intentando encontrar al tipo que cometió los asesinatos y creo que está poniendo en peligro la vida de mucha gente inocente.

– Eso es ridiculo -dijo, y se sonrojó-. No soy estúpida, Joe. Nunca haría eso. Lo que ocurre es que tengo mala suerte, eso es todo.

Maureen vio cómo a McEwan se le contraían los huesos de la mandíbula al apretar los dientes, molesto.

– Hemos seguido todos y cada uno de sus pasos, Maureen. Incluso si no hubiera sido así, habríamos sabido lo que tramaba. ¿Le suena el nombre de Jill McLaughlin? Acabamos de llamarla. Nos dijo que usted la telefoneó y le hizo todo tipo de preguntas.

Maureen clavó la mirada en una marca pegajosa que había en el respaldo del asiento del pasajero.

– Le hice preguntas sobre ella -dijo Maureen malhumorada.

– Le preguntó por la sala Jorge I.

– De todas formas, no me contó nada.

McEwan la miró un instante.

– ¿Y qué me dice de Daniel House? ¿Qué me contesta a eso?

– ¿Daniel House?

– Estuvo allí para preguntar por Douglas, ¿verdad? La vimos entrar y salir. Anoche una de las enfermeras vio una foto de Douglas en la televisión. Nos llamó y nos dijo que él había estado allí, que nos lo contaba por si era importante, y que alguien había ido hasta allí para preguntar por él, una mujer joven de ojos azules.

Maureen no quería mirarle. Hablaba con una voz tan dulce que estaba convencida de que McEwan se estaba preparando para gritarle.

– Maureen -le dijo McEwan en voz baja-, extraoficialmente, ese tío es un hijo de puta depravado. No he visto nada parecido desde hace mucho tiempo. Tiene que dejarlo. Es una locura, no sabe lo que hace.

Maureen le miró. McEwan no estaba enfadado, sino preocupado.

– Ahora ya sabemos lo que ocurrió en el Northern y estamos siguiendo la pista de los hombres que estuvieron ingresados allí, así como del personal médico masculino que tenía acceso a las salas. Estamos vigilando a un firme sospechoso de los asesinatos, así que lo tenemos todo bajo control.

– ¿Se trata de Benny?

McEwan le dirigió una mirada de desaprobación.

– Déjelo. ¿Me promete que va a dejarlo?

McEwan se lo estaba pidiendo y lo hacía con buenas maneras.

– De acuerdo -le contestó ella fingiendo que lo decía de mala gana-. Está bien, lo dejaré. Sólo dígame si se trata de Benny o no sabré si tengo que pulsar la alarma si viene a verme.

McEwan sacudió la cabeza despacio. Se tomaba su tiempo para considerar las consecuencias que tendría decírselo. No habría tardado tanto en contestar si no se tratara de Benny.