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– De acuerdo, no tiene que decirlo, ya lo he captado.

– Bien -dijo él-. Bueno, hasta que procedamos al arresto, está usted en peligro. Quiero que se quede en casa. Si es posible no salga, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Y ciérrese con llave.

– Muy bien, Joe.

McEwan se inclinó por delante de ella para abrir la puerta, pero Maureen levantó la mano y le detuvo.

– Siento haber estado tan maleducada el otro día, cuando le dije… lo que le dije, pero es difícil dejar a un lado tu propia vida y que otros se encarguen de solucionarla, ¿sabe? Supongo que la mayoría de la gente no reacciona con naturalidad.

McEwan se recostó en su asiento y la miró.

– En eso se equivoca. La mayoría de la gente sí que reacciona con naturalidad -dijo McEwan con un tono de reproche en su voz que Maureen nunca hubiera imaginado en él-. ¿Todavía tiene el busca?

– Sí -dijo dándose una palmadita en el bolsillo-. Lo tengo.

– Utilícelo a la más mínima sospecha. ¿De acuerdo?

– Sí.

McEwan le cogió el cigarrillo a Maureen y le dio una calada.

– Joe, ¿usted fuma o no?

– Lo he dejado -dijo, se lo devolvió y se inclinó para abrir la puerta.

– Sé que esta mañana estaba fingiendo -le dijo Maureen-. Sé que ha aparentado ser simpático. Le habría dado la lista de todas formas, no tenía por qué hacerlo.

McEwan parecía sorprendido, pero no dijo nada.

– Ha sonreído cuando me ha ayudado a ponerme el abrigo -le explicó Maureen-. Eso le ha traicionado. Ahora ha estado mejor, la forma en que me ha tratado.

McEwan tosió.

– No la estoy tratando de ninguna forma -dijo, y miró por la ventanilla.

Se quedaron allí sentados en un silencio sepulcral.

– Muy bien -dijo Maureen con dificultad-. Bueno, de todas formas, así es mucho mejor.

Maureen se bajó del coche, dio cuatro pasos y se le cayó la bufanda. McAskill se adelantó y la recogió del suelo.

– El armario del recibidor -le susurró-. Sus huevos. Se los cortó y los puso allí dentro.

McAskill volvió a sentarse en el asiento del conductor y Mc-Mummb detrás, junto a McEwan. El coche bajó de la acera, recorrió el callejón sin salida y salió a la carretera principal. Maureen les observó mientras doblaban la esquina. McEwan le decía algo serio a McMummb.

– Y diles que no la pierdan de vista ni un segundo -dijo McEwan.

– Sí, señor -dijo McMummb, y anotó la orden en su libreta.

– Tenías razón -le susurró Maureen a Leslie-. Lo hizo un hombre.

– ¿Cómo lo sabes? -le preguntó Leslie.

– A Douglas le cortaron los huevos. Eso es lo que había en el armario.

– ¿Y por eso tuvo que hacerlo un hombre?

– Una mujer le habría cortado la polla. Para nosotras, los huevos no tienen una carga simbólica especial, ¿no crees?

– No lo sé -dijo Leslie-. No puedo hablar por todas las mujeres. ¿Crees que se trata del violador del Northern?

– Sí.

– ¿Se lo dijiste?

– No.

– Y entonces, ¿qué vas a hacer?

– Voy a ir a por ese cabrón -dijo Maureen, se puso el casco y se lo ató fuerte.

Maureen se sentó en el asiento trasero de la moto y cerró los ojos mientras Leslie la llevaba al centro. Se agarró a su cintura y sintió el ronroneo del motor debajo de ella y el aire frío en su rostro. La nuca le escocía. Oyó el ruido lejano del tráfico a través del casco.

En otros tiempos, su cara caliente descansaba sobre el muslo húmedo de Douglas. Él le acariciaba el pelo con suavidad. La polla todavía mojada le colgaba a un lado y se le contraía involuntariamente; sus huevos se encogían y adoptaban la forma de un corazón.

29. El niño

La pelota de fútbol rebotaba con fuerza contra la pared. Diez, once, ocho, siete, diez, once, ocho, tres, cuatro, y seguía. El hombre llevaba unos zapatos muy caros. Pasó a su lado y subió las escaleras. Dentro de un minuto, la cena estaría lista, la tele encendida y la casa, caliente. Los golpes en el piso de arriba sólo eran alguien que llamaba a la puerta.

Pensó en el dinero. ¿Qué era, otra libra si el hombre intentaba pegarla o aunque no lo intentara? No se acordaba pero el ruido venía de arriba.

Dejó la pelota en el suelo con cuidado, asegurándose de que no se iba rodando hacia fuera. No le dejaban salir y si la pelota se iba rodando tendría que esperar a que mamá la fuera a buscar. Subió las escaleras sigilosamente a cuatro patas y sacó la cabeza por la barandilla lo justo para verle los pies. El hombre estaba en la puerta. Oía unos arañazos. Al hombre le temblaban las piernas. El niño subió un poquito más las escaleras y vio que con las manos movía algo en la cerradura. Lo metía y lo sacaba deprisa. Pero no estaba aporreando la puerta como si fuera a darle una paliza a la mujer. El niño bajó al vestíbulo y miró fuera, con los pies dentro y sujetándose a la pared. Se asomaba para buscar a su madre. Pasaba gente todo el rato pero ella no estaba ahí fuera. Sólo era gente que volvía de trabajar o de hacer recados.

No era fuerte, pero lo oyó. Era una mujer con voz asustada. Conocía el sonido a la perfección. Venía del piso de arriba.

Se asomó fuera, abrió la boca y se puso a gritar. Se inclinó hacia adelante por el esfuerzo que estaba haciendo. Gritaba mucho y tan fuerte como podía y la cara se le puso roja. No decía nada, sólo gritaba.

Algunas mujeres que pasaban por la calle se acercaron corriendo y le sujetaron la cara entre sus manos. Le acariciaban e intentaban que se calmase pero no iban a poder consolarle. No paró de gritar hasta que el hombre de los zapatos caros pasó por detrás de las mujeres y salió a la calle. No se calló hasta que él se hubo marchado. De repente, dejó de gritar. La señora Hatih le dio un caramelo. Su padre le decía que no aceptara nada de los paquistaníes pero lo necesitaba porque le dolía la garganta de tanto gritar.

Leslie dejó a Maureen en el centro y volvió a casa de Siobhain. Duke Street, la carretera que va hacia el este, estaba colapsada. Se quedó en el carril exterior, serpenteando entre el tráfico inmóvil y disfrutando del balanceo y la energía de la moto.

Un niño pequeño estaba jugando con una pelota de fútbol en el vestíbulo del piso de Siobhain. Dejó de jugar cuando Leslie entró, sujetó la pelota con el brazo delgaducho y la miró.

– Hijo -le dijo Leslie-, ¿una mujer te ha dado una libra hace un rato?

– Sí -contestó el niño sonriendo-. Y he gritado muy fuerte.

– ¿Ha venido un hombre?

– Sí -dijo con una sonrisa ancha-. Se ha puesto a hacer algo en la puerta.

Leslie le dejó allí y subió corriendo los peldaños de las escaleras de dos en dos.

Aporreó la puerta de Siobhain y la llamó a gritos. El niño la siguió hasta el rellano. Miraba la puerta y agarraba el pantalón de piel de Leslie por la parte de atrás de las rodillas. La placa metálica de la cerradura tenía unos arañazos recién hechos, como si alguien hubiera intentado meter algo puntiagudo en el ojo.

– ¡Siobhain! -gritó Leslie-. Soy Leslie, la amiga de Maureen, nos vimos anoche. ¡Déjame entrar! ¡Abre la puerta!

Oyeron unos arañazos nerviosos mientras Siobhain descorría el pestillo. La puerta se abrió un centímetro y Siobhain miró fuera cuando vio que era Leslie quien llamaba, retrocedió y dejó que la puerta se abriera sola. Tenía los ojos vidriosos. Leslie entró en el recibidor, rodeó a Siobhain con sus brazos y le dio unas palmaditas en la espalda. El niño miró a Siobhain de arriba abajo.

– No le ha pegado, ¿no? -le preguntó a Leslie negando con la cabeza.

– ¿Cómo?

– Que no le ha pegado, ¿verdad?

La pregunta desconcertó a Leslie.

– No, hijo, no le ha pegado -dijo ella, y le cerró la puerta en las narices.