Leslie cogió una bolsa de plástico de la cocina y metió dentro unas braguitas, un cepillo de dientes y un jersey. Fue al tocador y echó dentro los botes de pastillas. Se aseguró de que Siobhain tuviera la llave del piso y le puso un abrigo grueso.
– ¿Has ido en moto alguna vez, Siobhain?
Ella no respondió. Leslie le abotonó el abrigo.
– Tú relájate y no te pasará nada, ¿vale?
Leslie puso las manos en las caderas de Siobhain y las movió de un lado a otro.
– Relájate y no nos pasará nada, ¿vale? Deja que sigan los movimientos de la moto.
Ayudó a Siobhain a bajar las escaleras.
– Ven aquí, hijo. La mujer me pidió que te diera esto.
Leslie le dio una libra.
– He hecho que parara-dijo con una expresión culpable en su mirada.
Leslie le dio un beso en la cabeza.
– Ya lo sé, hombretón -le dijo Leslie-. Ya lo sé.
Le ató el casco a Siobhain y la ayudó a pasar la pierna por encima del asiento. Siobhain estaba tan asustada que tenía el cuerpo rígido. Sería como llevar una nevera en la moto.
30. Paulsa
Maureen llamó a casa de Leslie por si había llevado allí a Siobhain. Leslie contestó casi de inmediato. Le contó que habían intentado forzar la cerradura pero que el hombre no había entrado y que el niño le había dicho que le había asustado con sus gritos.
– Dios mío -dijo Maureen-. Creía que se trataba de un recuerdo.
– No, estuvo allí, a no ser que el niño sea un pequeño timador.
– Entonces, ¿parecía que habían intentado forzar la cerradura?
– Sí -contestó Leslie-. Y a juzgar por el estado en que se encuentra Siobhain, estoy segura de que él ha estado en el piso. No habla y no sé si es capaz de ver bien. Iría a buscarte pero me da miedo dejarla sola.
– No te preocupes. Estaré en tu casa dentro de un par de horas.
– De acuerdo, y trae algo de beber.
– ¿Qué?
– Algo barato y fuerte.
De camino a casa de Paulsa, Maureen se detuvo en un cajero automático e insertó su tarjeta. Sacó doscientas libras del dinero de Douglas y se las metió en el bolsillo de atrás de los pantalones para guardarlas aparte. No tenía la sensación de que ese dinero fuera suyo en absoluto. Todavía no sabía por qué se lo había dado.
Paulsa vivía en Saltmarket. El piso estaba al lado de un pub unionista que tenía la bandera inglesa pintada en una de las ventanas. Maureen nunca había estado en casa de Paulsa, ni en casa de cualquier otro camello aparte de la de Liam, y no sabía qué esperar. Pero la gente entraba y salía de las casas de los camellos continuamente, se dijo a sí misma, y no la mataban o violaban en el umbral. Y, de todas formas, era la hermana pequeña de Liam y Paulsa necesitaba aliados.
El piso tenía portero automático. Supuso que el timbre más sucio sería el de Paulsa y lo pulsó. El altavoz hizo un ruido y oyó una voz distante.
– ¿Sí? -contestó la voz.
– ¿Está Paulsa? -dijo Maureen, bajando el tono e intentando poner una voz áspera.
– ¿Paulsa? ¿Quién es Paulsa?
– Soy la hermana pequeña de Liam O'Donnell.
La puerta soltó un zumbido emocionado. Maureen la abrió de un empujón y subió al primer piso. Cuando estaba en el rellano, una de las puertas se abrió despacio. Paulsa la miró de arriba abajo. Tenía la cara de un color amarillo pálido, incluso el blanco de los ojos tenía un matiz amarillento. Llevaba unos vaqueros azul oscuro, unas zapatillas Nike último modelo y una camiseta Adidas naranja con una mancha marrón de comida. Tenía el aspecto de ser la última persona en el mundo que necesitara llevar ropa deportiva: no parecía que fuera a estar mucho tiempo entre los mortales. Sonrió despacio con la mandíbula abierta y Maureen le vio los dientes, los cuales, por cierto, estaban en muy mal estado: tenía el esmalte picado con manchas negras a intervalos regulares. Maureen se sintió como una de esas mujeres bienintencionadas de las parroquias que van a ayudar a los pobres.
– Eres la hermana pequeña de Liam -dijo Paulsa arrastrando las palabras.
– Sí.
– Te vi en el periódico. La camiseta que llevabas era muy elegante.
Paulsa volvió a sonreír a cámara lenta y su cabeza describió un círculo pequeño. Probablemente intentaba asentir. A este paso iban a pasarse toda la noche en el rellano. Maureen se acercó y él retrocedió despacio para dejarla entrar en el piso.
El salón tenía las paredes pintadas de un bonito color verde claro y un sofá y dos sillas marrones que parecerían nuevos, si no fuera por las quemaduras de cigarrillos que tenían en los brazos. Había una mesita de cristal llena de paquetes de papel de fumar, trozos de papel de aluminio, cerillas y cajetillas de tabaco vacías y rasgadas. En medio de aquel caos, como si fuera un centro de flores, había un encendedor de mesa de ónice cursi y absurdo. En el suelo y junto a un inmenso y llenísimo cenicero, había un par de cajas de pizza.
Paulsa entró en el salón cautelosamente de puntillas como si fuera un enfermo de Parkinson. Se dejó caer en el sofá, levantó la cabeza y le sonrió.
– Te vi en el periódico -repitió-. Tu hermano es un buen tío.
– Sí -dijo Maureen-. Lo es. Te la jugaste por él, Paulsa. Gracias, tío.
– De nada, colega.
Maureen no sabía si decírselo pero pensó que quizá no lo haría nadie más.
– ¿Te encuentras bien, Paulsa? No lo parece. Estás súper amarillo.
Paulsa hizo una mueca cómica y soltó una risita contagiosa.
– Me estoy volviendo japonés -dijo cantando-. Creo que me estoy volviendo japonés, sí, lo creo de verdad…
Levantó las manos y movió los dedos mientras cantaba la vieja canción de los Vapor y dirigía una mirada angelical hacia el techo. Se confundió y se puso a recitar la letra de «Echo Beach» de Martha and the Muffins. Estuvo cantando demasiado rato, se saltó la estrofa divertida, cantó la parte triste y se detuvo de repente justo antes de que llegara otra vez la estrofa divertida. Volvió a soltar una risita y se tapó la boca con la mano.
– Bueno -le dijo-, ¿en qué puedo ayudarte?
– Quiero comprar algo.
Paulsa lo meditó. Le llevó un rato.
– ¿Por qué no se lo pides a Liam?
Maureen se sonrojó.
– La verdad es que no puedo -dijo en voz baja-. Es para algo nefario.
– ¿Para algo nefario? -repitió Paulsa, disfrutando de cómo sonaba esa palabra desconocida-. ¿Qué es lo que quieres?
Maureen se lo dijo.
– ¿Qué vas a hacer con eso?-le preguntó él.
Ella empezó a contárselo pero Paulsa la interrumpió tras haber entendido de qué iba el asunto.
– No me cuentes más -le dijo, y parecía inquieto.
Se fue de puntillas a la cocina y volvió con una bolsa de plástico con lo que Maureen le había pedido.
– Puede que tarde una hora en hacer efecto.
Maureen le dio tres billetes de veinte del dinero de Douglas.
– No tengo cambio -dijo Paulsa, preocupado por si quizás ella quería quedarse allí hasta que lo tuviera.
– Tranquilo, Paulsa -le dijo Maureen, y se dirigió hacia la puerta-. Ya me lo darás otro día.
Paulsa la adelantó deprisa de puntillas y abrió la puerta, ansioso por que Maureen se marchara de su casa.
– Siento haberte asustado, Paulsa.
– Ojalá no me lo hubieras contado.
– Lo siento.
Maureen salió al rellano y Paulsa cerró la puerta deprisa. No tendría que habérselo dicho: había supuesto que a Paulsa no le afectaba nada. Se metió la bolsa de plástico en el bolsillo interno del abrigo y se lo abotonó.
Mientras subía en dirección a Argyle Street, donde paraban los autobuses hacia Drum, pasó por delante de una cabina y decidió llamar a Liz sólo para ver cómo le iba.
Contestó Garry
– Voy a buscarla -le contestó cuando Maureen le dijo que era ella.