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Liz no se molestó en decirle hola ni en preguntarle cómo estaba.

– ¿Has recibido la carta que te ha enviado? -le preguntó.

– No.

– Quizás aún no te ha llegado. Te ha echado, Maureen.

– Mierda.

– ¿Has enviado la Baja?

– No -contestó Maureen-. No sé ni dónde la dejé. Bueno, ¿tú cómo estás, Lizbo?

– Bien.

Maureen quería tener una conversación reconfortante y normal, pero Liz notaba que la voz de Maureen estaba algo tensa y no quería hablar de cosas triviales con ella. A la mañana siguiente se iba a Tenerife y todavía tenía que preparar las maletas. Quedaron que irían a comer juntas algún día en un futuro incierto. Se despidieron con un adiós más diplomático que definitivo.

Maureen se paró en una tienda de bebidas alcohólicas y compró una botella de licor de melocotón. Hasta que sacó el dinero para pagar no reparó en que ya no tenía trabajo y que el viernes no cobraría su sueldo. No le parecía bien coger el dinero de Douglas. «A la mierda, -pensó-, ya me preocuparé luego», y también compró tabaco.

Mientras se dirigía a la parada del autobús, la imagen de los huevos de Douglas hizo que le doliera la garganta. Se quedó fuera de la marquesina, apoyada en el cristal de plástico, y encendió un cigarrillo. Apretó con fuerza los labios contra el filtro al darle una calada, empujando el dolor hacia su estómago, dejándolo para más tarde.

Leslie estaba sentada sola en el salón viendo la televisión. Estaba nerviosa y tenía una risa tonta.

– ¿Por qué estás tan alegre? -le preguntó Maureen.

– Bueno -sonrió Leslie-. Acabo de pasar todo el día con la Reina de la Tristeza. Ahora mismo me pegaría un tiro en el pie con tal de poder reírme un rato.

– Sí -dijo Maureen-. ¿Dónde está?

– En mi cama -contestó Leslie-. Tendremos que volver a dormir en el suelo -dijo, e intentó hurgar en el bolso de Maureen-. Un trago -le dijo-. Dame un trago.

– Espera, tranquila -dijo Maureen. Hizo que Leslie se sentara en el sofá y le contó que iba a llevar a Siobhain a Millport a pasar un par de días-. ¿Puedes venir con nosotras?

– No vamos allí a divertirnos, ¿verdad, Mauri?

– No -le contestó Maureen-. Voy a intentar hacer que salga, que nos siga, y arreglar este asunto de una vez por todas. ¿Vendrás?

– Te dije que estaría contigo -dijo convencida-. Iré.

Maureen encendió un cigarrillo.

– Al final me han echado -dijo-. Me tiene que llegar una carta a casa.

– ¿Por lo de la Baja?

– Sí. No me importa estar sin trabajo y puedo tirar del dinero de Douglas si las cosas se ponen difíciles, pero no puedo quedarme todo el día en casa pensando. Me volvería loca.

– ¿Por qué no haces de voluntaria un tiempo en la Casa de Acogida? Necesitamos ayuda extra con urgencia. Bueno, el comité tendría que aprobarte y todo ese rollo pero no creo que hubiera ningún problema.

– Sería genial -dijo Maureen.

– Puede que no trabajemos los mismos turnos y quizá sólo dure un par de meses más, ya lo sabes, ¿no?

– Sí. Quería decir que sería genial hacer algo importante.

Leslie la miró pensativa.

– He estado pensando -dijo-. Los miembros del comité presupuestario se reunirán dentro de un par de semanas. Si consiguiéramos que la gente escribiera cartas de protesta, quizá cambiarían su decisión.

– Sí, ¿y?

– Que me acordé de lo que hicieron las Guerrilla Girls en Nueva York.

Maureen esbozó una sonrisa larga y pedante.

– ¿Quieres organizar una campaña y pegar carteles?

Leslie levantó una ceja.

– Quizá funcione. ¿Tú qué crees?

– Podría pagarla con el dinero de Douglas: Me gustaría hacerlo. No sé en qué otra cosa podría gastármelo.

Cuando Maureen sacó del bolso la botella de licor de melocotón, Leslie salió corriendo hacia la cocina y trajo una botella de dos litros de limonada y un par de vasos. Se acomodaron en el salón para ver la tele y cogerse una buena cogorza. La programación no era muy buena así que Leslie puso una copia antigua de Enemigo público en el vídeo. La vieron mientras se bebían los dulces chupitos y se reían del peinado acartonado de Jean Harlow y de la actitud de machito de James Cagney. Cuando éste le pegó un puñetazo en la barbilla a su madre, Leslie se echó a reír tanto que se cayó del sofá. Fue hasta el baño a cuatro patas.

– Joder, tía -se rió-, estoy hecha polvo.

– ¿Quieres que le dé a la pausa?

– No, no quiero seguir viéndola.

Volvió con dos sacos de dormir.

– Hace dos días que no me lavo los dientes -confesó Maureen.

– Eres una cerda -le dijo Leslie, y puso los cojines en el suelo.

– Hoy tampoco me los voy a lavar.

– Qué guarra -dijo Leslie, y se metió en el saco de dormir. Maureen se quedó en bragas y camiseta, dejó el busca a su lado en el suelo y apagó la luz. Se entregó al sueño, borracha y confusa.

31. Shan Ryan

Maureen se dio la vuelta incómoda y sintió que tenía contracturas y moratones por todo el cuerpo como resultado de haber pasado otra noche durmiendo en el suelo. Siobhain la vigilaba de cerca y la miraba desde arriba como un coloso.

– Siobhain -la llamó Leslie con voz dulce desde la puerta de la cocina-. Sal de ahí, cielo. Le vas a dar un susto de muerte.

Siobhain se dio la vuelta y se fue andando como un pato a la cocina. Maureen se frotó la cara y se incorporó. Tenía los ojos llenísimos de legañas. Leslie le trajo un café y se sentó en el sofá a ver cómo se lo bebía.

– Bueno, ¿cuál es el plan para hoy, cariño?

– Quédate aquí con Siobhain y no abras la puerta sin mirar antes quién es. Cuando lleguemos a Millport, lo único que tendrás que hacer será quedarte sentadita y yo me ocuparé de todo.

– De acuerdo -dijo Leslie en voz baja-. Maureen, no vas a apuñalarle, ¿verdad?

– Qué va -contestó Maureen. Salió del saco de dormir y lo enrolló-. Si todo va bien, ni tendré que tocarle.

Leslie asintió con sobriedad y se dio una palmada en las rodillas.

– ¿Te estás acojonando, Leslie?

– Sí -contestó-. Para serte sincera, creo que sí.

– ¿Porqué?

– No lo sé. Sólo es que ahora mismo no me apetece atacar a nadie. ¿Tú no estás acojonada?

– No -contestó Maureen con seguridad-. No lo estoy. Estoy enfadada.

– Maureen, ¿qué vas a hacerle?

No quería contárselo. Sería mejor que nadie lo supiera y, aparte, no quería tener un debate ético al respecto.

– Voy a detenerle -dijo, y cogió la guía telefónica.

– Pues antes, limpíate los dientes, ¿vale?

Maureen encontró el número que buscaba y llamó a la Oficina de Turismo de la isla de Cumbrae para pedir información sobre apartamentos para tres personas en Millport. El hombre que le contestó tenía un acento raro, como norteamericano, y hablaba lenta y pesadamente. Intentó llevar la conversación al terreno personal y le preguntó si había estado allí antes. Maureen, en un intento por cortar la conversación, le contestó que no, pero el hombre le soltó un discurso sobre los sitios que podía visitar en la isla. Al final consiguió que le diera los números de contacto de cinco apartamentos. Dos de ellos estaban en el mismo bloque de pisos en donde se habían quedado la última vez que estuvieron en Millport, cuando Liam y Leslie la llevaron allí, cuando le sacaron la fotografía que había aparecido en el periódico. Sería mejor alquilar dos pisos que estuvieran en el mismo edificio por si él las encontraba antes de que Maureen le encontrara a él.

Llamó a uno de los números de contacto y alquiló uno de los pisos durante una semana a partir del día siguiente. No lo tenía planeado pero cuando la joven que contestó al teléfono le preguntó el nombre y un número de contacto, Maureen se los inventó. Mintió con tanta fluidez que sintió que controlaba perfectamente la situación. Ni tan siquiera vaciló cuando la mujer le pidió que deletreara el apellido falso. Luego llamó a Liam, le dio el teléfono del otro piso y le pidió que lo alquilara por ella.