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– ¿Para qué es? -le preguntó él-. ¿Quieres alejarte de la policía unos días?

– Sí.

Unos minutos después, Liam la llamó para decirle que ya estaba.

– Me pidió el teléfono. Me lo inventé sobre la marcha, ¿he hecho bien?

– Supongo que sí -dijo ella-. A no ser que llamen para comprobarlo.

Maureen quería que Liam le hablara de algo, de lo que fuera que le contara una historia larga para poder oír su voz un rato porque cabía la posibilidad de que no regresara de Millport.

– ¿Benny se ha puesto en contacto contigo?

– No. Al final tuve que llamarle yo. Me dijo que la policía le había interrogado y que le habían tomado las huellas. Quiso saber si me habían preguntado por él.

– ¿Qué le dijiste?

– Que no. Oye, ¿sabes que Marie va a estar aquí esta semana?

– Sí, Una me lo dijo el otro día.

Liam se quedó callado.

– ¿La viste?

– Sí.

– Joder, Mauri. Te dije que no te acercaras a ellas. Te dije que…

– Lo sé, lo sé. No voy a hacerlo.

Alguien llamó al timbre de casa de Liam y su hermano tenía que dejarla.

– Aléjate de ellas.

– Lo haré, cielo, lo haré -le dijo Maureen-. Cuídate. Adiós.

El timbre de Liam volvió a sonar con insistencia.

– Oye, Maureen -le dijo Liam, desconcertado por el tono solemne de la voz de su hermana-. Cuídate tú también.

Maureen se duchó y utilizó el cepillo de dientes mojado de Leslie. Se lavó los dientes restregando con fuerza y se hizo sangre en las encías. Se miró en el espejo. Tenía un aspecto duro: la piel grisácea, los ojos rosados y ojeras malvas.

Fue a la cocina y Leslie le dio un plato de tostadas con mantequilla y otro café.

– ¿Adonde vas a ir hoy? -le preguntó.

– A la South Side. Mañana nos vamos a Millport. ¿Podrás cogerte los días libres sin problemas?

– Sí, sí, tranquila. ¿Es ahí dónde va a pasar todo?

– Sí.

– Bien -dijo Leslie, y asintió seria con la cabeza-. Bien.

Siobhain estaba sentada en la terraza, mirando las colinas peladas al fondo.

– Aún no la he oído hablar -dijo Leslie.

– Tiene una voz preciosa -dijo Maureen-. Algún día la oirás.

Maureen salió a la terraza y se sentó en una tumbona al lado de Siobhain. Le cogió la mano y le contó a qué estaban jugando los niños de abajo. Llovía y llevaban chaquetas y gorros y botas de agua. Algo que recordaba del hospital era lo importante que había sido para ella que la gente se tomara un tiempo para hablarle. Le contó que iban a irse a Millport al día siguiente y, aunque no podía asegurarlo, creyó que Siobhain le había apretado un poco la mano.

Maureen recogió el busca, se puso el abrigo, tomó prestado el gorro de lana de Leslie y bajó las escaleras para coger el autobús hacia Levanglen.

Maureen se bajó el gorro hasta la frente y siguió los carteles, que la guiaron directamente al dispensario. Era un pequeño agujero en la pared con ventanas correderas de cristal esmerilado y un timbre junto a un cartel escrito a mano que decía que había que llamar para que les atendieran. Maureen lo hizo y retrocedió. Abrió la ventana una enfermera rubia que llevaba un uniforme blanco y los labios pintados de color cereza.

– ¿En qué puedo ayudarla? -le preguntó, y esbozó la sonrisa más sencilla que Maureen había visto en años.

– Sí, espero que pueda. Busco a Shan Ryan.

– Shan está almorzando.

La enfermera se apartó para que Maureen le viera. Estaba sentado a una mesa con los pies apoyados en ella y llevaba una chaqueta de enfermero blanca y con botones, y del bolsillo a la altura del pecho le colgaba una placa identificativa. Estaba comiendo una ensalada de una fiambrera. Por el nombre, Maureen había supuesto que Shan sería medio hindú y no se había equivocado. Tenía la piel oscura y el pelo negro y brillante, pero sus ojos almendrados eran de un color verde aceituna. Cuando se levantó para ir hacia la ventana, Maureen vio que, por lo menos, medía un metro ochenta Se quedó dubitativo detrás de la enfermera rubia y miró a Maureen expectante. Tenía los dientes de delante grandes, bien alineados y blancos, y los labios anchos y de un color rojo poco habitual.

– Mm, oiga, sólo quería preguntarle si conocía a Douglas Brady.

Shan no hizo caso a la pregunta de Maureen y dejó que fuera la enfermera quien contestara.

– ¿El tipo al que mataron? -preguntó.

– Sí. Era psiquiatra en la parte de arriba.

– He oído hablar de él. Su madre es eurodiputada, ¿verdad?

– Sí -dijo Maureen-. ¿Le conocía?

– No -contestó la enfermera-. No llegué a conocerle, acabo de empezar a trabajar aquí, pero…

Se volvió hacia Shan Ryan.

– Yo tampoco -dijo él, y se dio la vuelta y volvió a su silla junto a la mesa. Cogió un tomate cherry de la ensalada, se sentó y miró a Maureen fijamente mientras lo mordía con los incisivos y lo partía en dos.

Maureen se lo quedó mirando.

– ¿Conocía a Iona McKinnon?

Shan bajó la vista hacia la fiambrera, enfadado.

– Lo siento -dijo la enfermera rompiendo así el silencio-. Tampoco la conocía. ¿Y tú, Shan?

Shan parecía ligeramente sorprendido y negó con la cabeza. La enfermera se dirigió de nuevo a Maureen.

– Lo siento -dijo con su sonrisa deliciosa-. ¿Es usted policía?

– Creo que la respuesta a esa pregunta es obvia-dijo Maureen.

La enfermera sonrió, fuera cual fuera la respuesta obvia que había interpretado.

Maureen miró otra vez a Shan antes de darle las gracias y alejarse de la ventana. Shan tenía una mirada perspicaz, como si la conociera de algo e intentara recordar de qué.

Sólo eran las dos: más valía que volviera a casa de Leslie. Había supuesto que su visita a Levanglen le llevaría más tiempo. Lo único que le quedaba por hacer era comprar algo y, aparte de eso, el resto del día lo dedicaría a esperar tranquilamente a que llegara la mañana siguiente. Entonces llamaría a Benny y tomarían el tren hacia Largs.

El autobús tardó en llegar. Maureen esperó debajo de la marquesina mirando la carretera, al igual que el resto de pasajeros mojados. La lluvia calaba hondo y se le metía por el cuello y las mangas del abrigo. El viento cortante pasó por debajo del cristal de la marquesina y le heló los tobillos. Cuando por fin llegó el 47, Maureen subió, compró el billete, fue al piso de arriba y se sentó al fondo del autobús. Hacía un poco de calor. La humedad salía de los abrigos gruesos y mojados y hacía que el ambiente fuera bochornoso y molesto. Para cuando llegaron a Linthouse, el piso de arriba apestaba.

Un Mini Clubman azul salió de su plaza de aparcamiento en el Hospital Levanglen, cruzó la verja y siguió al autobús a través de Linthouse, por el centro de la ciudad y subió la Great Western Road hasta Anniesland.

En Anniesland, Maureen tenía que cambiar de autobús y coger el 62 para ir a Drum. Se levantó cuando el autobús pasó por debajo del puente del tren y descendió las escaleras con cuidado hasta la puerta de salida.

El conductor del Clubman vio que Maureen se levantaba y se esforzaba por llegar a la puerta. Paró el coche debajo del puente, esperó a que el semáforo se pusiera en verde, torció bruscamente a la izquierda y aparcó en una calle secundaria.

El olor a ropa vieja y húmeda permaneció en la nariz de Maureen, que no podía soportar la idea de subir directamente a otro autobús. Entró en una tienda de café importado y compró ciento cincuenta gramos de café de Colombia molido. El local era acogedor y olía a chocolate. Al fondo de la tienda estaba el molinillo de café, que se alzaba como un enorme monstruo de latón; hacía que la dependienta pareciera enana. Esta tuvo que subir una escalera de tres peldaños para poner los granos del café que había pedido Maureen en él embudo. Maureen cogió la bolsa de papel, pagó y salió de nuevo a la humedad de la calle.