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El olor agradable a chocolate de la tienda le llenaba la cabeza y Maureen no quería que esa sensación desapareciera. Miró la calle y vio el letrero de la tienda de productos excedentes del ejército. Necesitaría un termo y quizás allí los vendieran baratos. Se subió el cuello del abrigo y se dirigió a la tienda. De los estantes pegados a la pared colgaba ropa de camuflaje y de deporte del ejército. Una estantería circular con artículos rebajados estaba justo al lado de la puerta, como si estuvieran desesperados por librarse de ellos.

Una mujer rolliza de unos cuarenta y cinco años estaba detrás del mostrador. En los estantes que tenía detrás se encontraban los artículos más pequeños, los que prefieren los ladronzuelos: gorros, guantes, manoplas y mini bombonas de camping gas.

– ¿Qué desea? -le preguntó en un acento áspero y nasal propio de la zona del río Kelvin. Su voz sonaba como la de Elsbeth.

– Quiero un termo barato -dijo Maureen, y sacudió las gotas de lluvia del gorro de lana.

La mujer dobló las piernas y se inclinó para coger los termos del fondo del mostrador.

– Me temo que ahora sólo tenemos dos modelos. Éste -dijo, y puso un termo de plástico rojo sobre el mostrador-, y este otro.

El segundo era de un color plateado mate y tenía la base y el asa de plástico negro. Maureen desenroscó la taza y la tapa y miró dentro. El borde era suave. Metió el dedo en el termo y golpeó las paredes con la uña. Parecía bastante resistente.

– ¿Cuánto vale?

– Ocho libras.

– Vale, sí, me lo quedo.

Mientras la mujer metía el termo en su caja, Maureen echó un vistazo a la calle llena de coches. Shan Ryan estaba detrás del escaparate, mirándola. Llevaba un abrigo de piel negro largo hasta los pies. Le hizo una señal con la mano y desapareció.

– Ocho libras.

– Oh, sí -dijo Maureen, y le dio a la dependienta un billete de diez.

La mujer le devolvió el cambio y le entregó una bolsa con el termo.

– Gracias por la compra -le dijo mientras Maureen salía.

Shan cogió una calle secundaria. Maureen se quedó un momento en la puerta de la tienda y se tocó el bolsillo para comprobar que llevaba el busca. Metió el termo en la mochila y sus dedos se encontraron con el mango metálico y frío de su peine-navaja. Se relajó un poco. Deslizó el arma en el bolsillo de su abrigo con la punta afilada hacia abajo. Quizá tendría que sacarla rápido y utilizarla.

Cuando llegó a la esquina, Maureen se detuvo y miró a su alrededor. Las luces de un Mini Clubman se encendieron dos veces. Se dirigió hacia él. Shan se inclinó sobre el asiento del pasajero y abrió la puerta. En la radio del coche sonaba bajito una cinta de bebop. Maureen se encorvó y miró a Shan. Él miraba el salpicadero con el ceño fruncido.

Se había quitado la bata blanca y llevaba unos vaqueros azules gastados y un jersey negro de algodón de cuello redondo sin nada debajo. Maureen vio la marca del vello de su pecho aplastado contra el jersey y que del cuello le salían pelos negros rizados como la ola de Hokusai.

Shan se inclinó sobre el asiento del pasajero y alzó la vista para mirarla.

– Entra -le dijo.

Maureen soltó un suspiro y dio una palmadita en el techo del coche.

– ¿Vas a entrar? -le preguntó Shan como si pareciera no entender su reticencia.

– ¿Por qué iba a subirme a un coche con un hombre al que no conozco? -dijo Maureen.

Shan frunció el entrecejo. Parecía dolido.

– No intento raptarte. Creía que querías hablar conmigo. Me marcharé si es eso lo que quieres, no quería asustarte -le dijo, y se inclinó para cerrar la puerta pero Maureen la sujetó con el pie-. No, en serio. Preferiría que no entraras si te he asustado -dijo con firmeza.

– No pasa nada -dijo Maureen, que sentía que le había ofendido-. Entraré.

– He salido del trabajo para hablar contigo. No quiero hacerte daño.

Maureen abrió la puerta y subió al coche. Shan fue a ponerlo en marcha pero se detuvo.

– Todavía puedes bajarte si quieres -dijo, y miró el desfile lento del tráfico que circulaba delante de ellos.

– No -dijo Maureen apretando el peine de su bolsillo-. De verdad.

Shan se adentró en el tráfico y el Clubman avanzó despacio por la calle principal. Se paraban en los semáforos cada trescientos metros. Shan torció a la izquierda en dirección a la autopista.

– ¿Adonde vamos?-preguntó Maureen.

– Lejos de aquí -dijo Shan-. Donde nadie nos vea juntos.

– ¿Por qué?

Shan le dirigió una mirada como diciendo «ya sabes por qué».

– ¿Crees que soy policía?

– Sé exactamente quién eres -dijo, y subió el volumen de la música.

Estaban en la autopista en dirección a la llanura de Renfrew y al aeropuerto. Había dejado de llover y se estaba haciendo de noche rápido, como ocurre a mediados de otoño en Escocia. De repente, el cielo se había convertido en una gran mancha rosada.

Pasaron por delante de la fábrica de bombillas, el edificio de Glasgow que más le gustaba a Maureen. La base y las primeras plantas no prometen mucho: son de hormigón y rectangulares y las ventanas, cuadradas y anchas. Pero luego, la construcción se eleva hacia un ático de ladrillos de cristal y termina en una torre. Muchas de las ventanas están rotas pero aun así es un edificio bonito, como si se tratara de un secreto místico de la geometría. Shan vio que Maureen miraba la fábrica cuando pasaron por delante.

– ¿Te gusta? -dijo sonriendo como si fuera suya.

– Sí -contestó Maureen.

– A mí también.

Más adelante, Shan tomó el desvío hacia el aeropuerto, pasó por debajo del puente de la autopista y entró en un aparcamiento enorme y vacío. Aparcó en un espacio que estaba justo delante de las puertas de la terminal.

– ¿Por qué hemos venido hasta aquí? -le preguntó Maureen.

– ¿Un paki de ojos verdes con una blanca? No hay muchos sitios en Glasgow donde pasaríamos desapercibidos.

Shan cerró el coche y cruzaron el paso de cebra de la carretera vacía hasta la terminal del aeropuerto. Las puertas automáticas se abrieron y ellos entraron. Los carteles y señales luminosos daban al edificio un aspecto omnipresente de melancolía amarillenta. Justo delante de ellos estaban los mostradores de facturación, atendidos por azafatas que iban muy pintadas y llevaban unos gorritos estúpidos. Por encima de sus cabezas, había pantallas que indicaban el número y el destino del siguiente vuelo. Un grupo de chicos altos que llevaban mochilas con pegatinas de Scandinavian Airlines esperaban, sin saber muy bien a qué, delante de uno de los mostradores. Un hombre gordo que llevaba un mono de trabajo pasó conduciendo un carro eléctrico de la limpieza muy ruidoso.

Maureen siguió a Shan, que giró a la izquierda y cogió las escaleras mecánicas hacia la primera planta, donde estaba la cafetería. Era un local grande con unas cincuenta mesas dispuestas en torno a un área bien provista que estaba en el medio. Las mesas estaban separadas en cómodos espacios por mamparas de cristal de las que colgaban parras de plástico. En el centro había un mostrador de autoservicio de forma oval que ofrecía desayuno, almuerzo y cena a la vez. El local estaba casi desierto.

Shan pagó el café de Maureen y se compró una lata de soda. Ella se fijó en que Shan no había mirado a la mujer de la caja.

Se sentaron a una mesa junto a la ventana que daba al aparcamiento y al puente de la autopista. Shan abrió la lata y bebió un trago.

– Me llamó Jill McLaughlin -dijo.

– Ya -dijo Maureen.

– Me contó que la habías llamado el domingo.