– Sí.
Maureen sopló el café. Lo habían hervido y olía a plástico quemado. Por los altavoces se anunció la salida del vuelo, a París, Orly.
– Siento lo de Douglas -dijo Shan.
– Gracias.
Shan se reclinó en su asiento y la miró mientras se rascaba con suavidad el antebrazo peludo. Tenía las uñas largas y amarillentas y los dedos callosos. Debía de tocar la guitarra acústica.
– ¿No quieres que hablemos del tema? -dijo con brusquedad, torció el cuello para mirarla y consiguió que Maureen levantara la vista hacia sus ojos-. Sólo estoy aquí porque tenía la impresión de que era lo que querías.
– Sí -dijo Maureen, educada, y se preguntó quién coño era ese tío-. Lo siento. ¿Sabéis tú o Jill quién mató a Douglas?
– No voy a soltártelo todo así como así -dijo con dureza-. Esto es algo muy gordo y quiero saber quién eres.
– Creía que ya lo sabías -dijo Maureen-. Es lo que me has dicho en el coche.
– Sí. Sé cómo te llamas y ya está. Quiero que me cuentes qué sabes de este asunto antes de empezar a contarte nada.
– De acuerdo. ¿Qué es lo que quieres saber?
Shan chascó la lengua en un gesto de desaprobación y respiró hondo.
– Joder, he salido del trabajo para venir a hablar contigo, ¿vale? No tenía por qué hacerlo.
– Pero lo has hecho.
– Sí -dijo indignado-. Lo he hecho.
– Porque he preguntado por Iona.
Shan asintió con la cabeza, triste.
– Por Iona.
Shan podría haberla llevado a un lugar apartado y haberle cortado el cuello. No les había visto nadie y no tenía por qué haberla traído al aeropuerto, donde podían verles juntos. No tenía por qué hablar con ella y había sido muy dulce cuando ella no había querido subir al coche.
– Sé que Iona estuvo en el Northern -dijo Maureen-. Sé que estuvo en la sala Jorge I cuando se produjeron los incidentes…
– Fueron violaciones -dijo Shan con firmeza-, no incidentes.
– De acuerdo, no estaba segura de ello. Sé que tenía una aventura con alguien de la Clínica Rainbow. Y sé que luego se suicidó.
Shan se quedó callado esperando más información. Cuando se dio cuenta de que no había nada más, dejó la lata ruidosamente sobre la mesa.
– ¿Eso es todo lo que sabes?
– Sí -dijo Maureen tras una larga pausa-. Eso es todo lo que sé.
Shan observaba la lata mientras la hacía girar con las yemas de los dedos y daba golpecitos con las uñas largas en la fina superficie de aluminio. Le dirigió una sonrisa desagradable.
– ¿Y quieres saber con quién tenía una aventura? ¿Estabas celosa por si se trataba de Douglas?
– No. Me importa una mierda con quién se veía -dijo Maureen, cabreada porque Shan hubiera sugerido que sus motivos podían ser tan pueriles-. Sólo pensé que quizá la habían violado en el Northern y parece que hay gente que la conocía. Pensé que quizás habría dicho algo, que le habría dado a alguien una pista sobre quién era el violador. El resto de las mujeres parece incapaz de hablar.
Shan alzó la vista de repente.
– ¿El resto? -dijo con voz suave-. ¿Las has visto?
Maureen sintió que un escalofrío le subía por la nuca. No podía decirles sus nombres, no sabía quién era Shan, quizá fuera el violador, eso explicaría por qué se había tomado tiempo para hablar con ella, querría descubrir a qué mujeres había visto. Había sido dulce para que ella subiera al coche, por eso actuaba de esa forma, ya lo había hecho antes. Maureen se quedó en blanco, no se le ocurría ninguna mentira. Metió la mano en el bolsillo para tocar el busca. McEwan le había dicho que tardarían unos minutos en llegar. Quizá ya estuviera muerta para entonces. Deslizó la mano en el otro bolsillo en busca del peine-navaja. Lo encontró y miró detrás de Shan. Examinó el recinto para localizar las salidas de la cafetería y del aeropuerto. No, se quedaría allí, joder. Estaba en la oscura y solitaria llanura de Renfrew, sin coche, con poco dinero y un peine para defenderse. Miró fuera, a los coches indefinidos que pasaban a toda velocidad por el puente de la autopista y cuyas luces molestas dejaban un rastro brillante en la oscuridad de la noche. Agarró el peine con fuerza dentro del bolsillo. Sintió que una de las púas penetraba en la palma de su mano. Shan la miraba.
– No lo sé -dijo, y. apretó los dientes-. No lo sé.
Shan frunció el ceño y las cejas negras formaron una sombra oscura sobre sus ojos de mirada penetrante.
– No quieres decírmelo -dijo Shan-. ¿No quieres decirme sus nombres?
Maureen negó con la cabeza, apretó el peine y se clavó otra púa en la piel de la mano. Por los altavoces anunciaron la salida del puente aéreo a Manchester. Shan se apoyó en la mesa y acercó su cara a la de Maureen. Ella se habría apartado para distanciarse de él pero estaba tan tensa que no sabía si habría sido capaz de reclinarse con naturalidad en su silla; podría parecer que iba a largarse.
– Iona no tenía ninguna aventura -dijo Shan en voz baja-. Te lo dijo la mujer de la limpieza, ¿verdad? ¿Susan, la bocazas?
Maureen asintió. Era mentira, pero si intentaba hablar su voz sonaría alta y temblorosa y no quería que él supiera lo asustada que estaba.
– Susan vio cómo violaban a Iona. Lo vio por la ranura de la persiana. La estaban violando en el despacho de uno de los psiquiatras y sólo porque no le golpeaba ni gritaba, Susan decidió que tenían una aventura -le aclaró Shan, y todavía con el ceño fruncido, se llevó la lata a la boca, bebió un trago largo de soda y la volvió a dejar sobre la mesa-. No fumarás por casualidad, ¿verdad?
– Sí -su voz sonaba como la de una ardilla.
– ¿Tienes un cigarrillo?
– Sí.
Tuvo que soltar el peine para coger el bolso con la mano izquierda. Su palma rehuyó la superficie metálica del peine como lo harían unos muslos desnudos al sentarse en el asiento de un coche expuesto al sol. Cogió la mochila con manos temblorosas por la descarga de adrenalina que le había provocado el escalofrío. Sacó el paquete y prefirió echarlo sobre la mesa que pasárselo a Shan por si notaba que le temblaban las manos. La cajetilla se deslizó por la superficie pulida y chocó contra la taza de café, lo que hizo que el líquido marrón se vertiera sobre la mesa blanca. Shan alargó la mano rápidamente, con tranquilidad, y apartó el paquete del café derramado. Cogió un cigarrillo y lo encendió con un Zippo de latón nuevo que había sacado del bolsillo.
Los que fuman sólo de vez en cuando no tienen encendedores Zippo porque son caros e incómodos de llevar. Shan debía de tener tabaco. Quizá había visto que Maureen cogía el peine de la bolsa, quizá le había pedido un cigarrillo para que ella lo soltara y se quedara indefensa. Acercó la mano temblorosa al paquete y lo cogió otra vez. Él la miraba.
Shan le dio la primera calada al cigarrillo y retuvo el humo en los pulmones. Echó la ceniza debajo de la mesa con un gesto afectado y miró el pitillo. Shan tenía un Zippo porque fumaba mucho hachís. La miró y relajó el semblante.
– No tienes por qué tenerme miedo -le dijo-. Voy a contarte todo lo que sé y luego puedes marcharte antes que yo, después, o venirte conmigo. Lo que te haga sentir más segura.
– Bien -dijo Maureen.
– Lo siento si te he asustado, olvidé lo que te ha pasado. Ni siquiera sabes quién soy. Supongo que para ti podría ser cualquiera.
– No sé si se puede fumar aquí -dijo Maureen cambiando de tema.
– Sí, bueno, a la mierda -dijo Shan sin alterarse.
Maureen cogió el paquete y sacó un cigarrillo para ella. Shan le dio fuego con su Zippo.
– Venga, sigue.
– Sí, vale -dijo Shan, volvió la cabeza hacia la ventana para mirar la autopista y siguió con la mirada las luces de los coches que pasaban-. Lo de Iona y las violaciones de la sala Jorge I, lo hizo la misma persona…
Lo dijo en voz baja pero Maureen oyó el nombre. Hizo un esfuerzo por respirar y absorbió el humo del tabaco tan profundamente que le dolió.