Se miraron y Maureen vio que la tristeza se insinuaba en los ojos verdes de Shan. Eso no se podía fingir, pensó Maureen, ese nivel de empatia. Ni De Niro podría hacerlo.
– ¿E Iona no sonreía?
– No -dijo Shan en voz baja, y apoyó el codo en la mesa y descansó la frente sobre ella-. Iona no sonreía.
– ¿Cuándo fue eso?
– Hace dos o tres años.
Shan estaba encorvado sobre la mesa con la cabeza apoyada en la mano y se separaba los mechones gruesos de su pelo negro con las uñas de los dedos. Douglas tenía el cabello grueso y castaño oscuro con mechas rojizas. Al final, Shan se reclinó en su asiento.
– ¿Qué vas a hacer? ¿Vas a contárselo a la policía?
– No -dijo Maureen-. No se lo voy a contar. Ya han interrogado a una de las mujeres y casi le dejan el cerebro hecho una mierda.
Shan asintió con la cabeza.
– ¿En qué piensas? -le preguntó Maureen.
– He hablado con las mujeres a las que violó y me gustaría darle una paliza pero creo que no debería hacerlo.
– ¿Porqué?
– No sé si podría parar.
Shan cogió la primera salida de la autopista y se detuvo frente a la fábrica de bombillas. Se bajaron del coche, se sentaron en silencio en un bloque de hormigón al otro lado de la carretera, bajo el puente, y miraron el edificio de cristal, iluminado intensamente por los focos de la autopista. Rayas rojas recorrían a toda velocidad el cristal reluciente; eran el reflejo de las luces traseras de los coches que pasaban sobre sus cabezas. Maureen encendió un cigarrillo. Le ofreció uno a Shan pero éste rehusó con un gesto.
– ¿Le echas de menos? -le preguntó.
– No me hagas de psiquiatra -dijo Maureen sin ningún tipo de entonación.
Volvieron a mirar un rato el edificio.
– Salgamos una noche a coger un buen pedo -le dijo Maureen.
– Estaría muy bien -dijo él-. Voy al Variety casi todos los lunes.
– Quizá cuando volvamos a vernos tenga noticias magníficas acerca de nuestro amigo común -dijo en voz baja, y levantó la vista para mirar con inocencia la torre de ladrillos de cristal.
Shan volvió la cabeza hacia ella y examinó su rostro unos segundos.
– Me encantaría tener noticias magníficas acerca de ese cabrón -dijo suavemente.
32. La familia
Shan la dejó a dos manzanas de casa de Winnie. Todavía era pronto. Enfrente de un pub secesionista de Pollokshaws Road encontró una cabina telefónica que funcionaba. La calle larga y ancha conducía al centro de Glasgow y era la ruta principal que utilizaban coches y autobuses. Por encima del tráfico ruidoso apenas oía el tono de marcado. Llamó a Leslie.
– Estamos bien -le dijo ella gritando para que Maureen la oyera-. Llevamos todo el día viendo la tele y hemos cenado en la terraza.
– ¿Ha comido? -preguntó Maureen también gritando.
– Joder si ha comido. Todo lo que le he puesto delante. ¿Cómo te ha ido por Levanglen?
– Para serte sincera, no lo sé. Lo sabré mañana. ¿Siobhain ya habla?
Saltó la señal de fin de llamada y Maureen introdujo otra moneda de diez peniques.
– No, no ha dicho nada -gritó Leslie-. Bueno, ¿dónde estás?
– En el South Side. Esta cabina se traga el dinero -dijo Maureen, y vio un Ford azul aparcado bastante lejos al otro lado de la carretera. Era el único coche que estaba aparcado en la calle de denso tráfico. Tenía las luces apagadas pero dentro había dos hombres con la mirada fija al frente. Era el coche al que se había subido la mañana anterior con Joe McEwan.
– ¿Qué haces en el South Side? -le preguntó Leslie. -Voy a ver a mi madre. ¿Estarás bien mientras tanto?
– Debería. ¿Por qué vas a ver a Winnie?
– Voy a decirle lo que pienso de ella.
– ¡Vaya, bien hecho! ¿Vas a decírselo todo?
– Sí, todo, joder.
– ¿Incluso lo del hospital?
– Sobre todo lo del hospital.
Uno de los hombres del coche aparcado miró a Maureen. Ella le vio y le devolvió la mirada. El hombre se puso nervioso, apartó la vista y le dijo algo a su compañero.
– Pero, ¿crees que deberías hacerlo hoy, Mauri?
– Quiero hacerlo hoy -dijo ella, y escribió su nombre con el dedo en el cristal sucio-. Hoy estoy muy cabreada.
El coche grande y elegante de Una estaba aparcado fuera. Desentonaba enfrente de la pequeña casa de protección oficial. Las luces del salón estaban encendidas y las cortinas, descorridas. George estaría solo ahí dentro; Winnie nunca dejaba las cortinas descorridas cuando estaba en el salón, fuera de día o de noche. Decía que los vecinos eran unos fisgones. Las ventanas del piso de arriba estaban oscuras. Debían de estar sentadas a la mesa de la cocina, en la parte trasera de la casa.
Maureen le llevaba una botella de whisky a Winnie para engatusarla. La agarró con las dos manos y cruzó con pasos decididos la pequeña porción de césped hacia la puerta. Tocó el timbre e irguió la espalda unos centímetros. Abrió George. Parecía sorprendido de verla y con la mano le señaló el pasillo que conducía directamente a la cocina. Estaba un poco pálido y Maureen se imaginó que no podía tener una mala resaca a menos que Winnie también la tuviera. Su madre estaría relativamente acobardada y Maureen se alegraba.
La puerta estaba abierta, sujetada con un calentador de cama antiguo, y Maureen veía el interior de la cocina. Marie estaba sentada a la mesa con Una y Winnie, con las manos juntas delante de ella sobre la mesa. Winnie volvió la cara hacia Una para preguntarle algo y Marie miró con nerviosismo la taza de su madre. Entonces vio a Maureen y se levantó. Sus ojos asustados hacían que su sonrisa fuera decepcionante.
– Creía que vendrías mañana -dijo Una.
– Estaba impaciente por ver a Marie -dijo Maureen.
Marie dio un paso hacia adelante y abrazó a Maureen con rigidez. La ropa cara que llevaba se estaba desgastando por el exceso de uso. Maureen no había pensado en ello antes, pero cuando Marie iba a visitar a su familia, debía de vestirse como si fuera a una entrevista de trabajo difícil. Por la fuerza de la costumbre, Maureen le preguntó cómo le había ido el vuelo. Marie se sonrojó.
– Vine en autocar -dijo, y se sentó.
Por las miradas nerviosas y culpables que se lanzaban, Maureen adivinó que habían estado hablando de ella.
– ¿Cómo estás, mamá? -preguntó Maureen.
– Tengo gripe otra vez -dijo Winnie, que tenía los ojos tristes y rojos.
Maureen se inclinó hacia adelante para darle un beso y olió el aroma a vinagre de alguna tremenda juerga de alcohol. Se sentó a la mesa con la esperanza de poder ocultar su enfado hasta que hubiera dicho lo que necesitaba decir.
– Te he traído un regalo -dijo, y le alargó la botella de whisky a Winnie.
Una se quedó de piedra cuando la vio. De niños siempre habían intentado restringir con cuidado el acceso de Winnie a la bebida con pequeños trucos y engaños. Y ahora Maureen le suministraba botellas de whisky. Winnie estaba encantada. Sacó cuatro vasos de vino del armario y echó una buena cantidad de whisky en cada uno.
– Mamá -dijo Una con tristeza-. No puedo beberme eso.
– ¿Por qué? -le preguntó Winnie que parecía sorprendida, pero las chicas hacía años que la conocían.
– Tengo que conducir -contestó Una.
– Oh, vaya -dijo Winnie-. Ahora ya lo he servido.
Puso los vasos sobre la mesa, colocó el que sobraba cerca de ella y se sentó mientras sonreía a Maureen, a quien, erróneamente, ya tenía por su nueva amiga. Se bebió de un trago el whisky sujetando con habilidad el vaso y sonrió a Marie aguantando la mirada para que su hija no bajara la vista.
– Este whisky está muy bueno -dijo, y dejó caer la mano junto al vaso huérfano-. Pruébalo, Marie.