Leslie levantó la vista, miró a Maureen y su expresión furtiva se vino abajo.
– Sí, estoy acojonada -dijo, y dejó ruidosamente el whisky en la mesita, se volvió hacia Maureen y habló entre susurros por si despertaba a Siobhain-. Me he pasado todo el día con Siobhain y no sé lo que le hizo pero no quiero que me lo haga a mí. Nunca he tenido tanto miedo. Ni Charlotte estuvo nunca tan asustada como Siobhain. Al menos a ella le quedaba un poco de personalidad, joder, y su marido la había sometido a todo tipo de prácticas quirúrgicas.
– Pero Siobhain ya estaba enferma antes de que sucediera todo. Probablemente lo ocurrido agravó su estado. No sabemos cómo es cuando está bien.
– Me apetece hacer las maletas, pillar la moto y largarme de aquí.
Maureen soltó un suspiro.
– Puedes hacerlo si quieres. Lo entenderé.
Leslie cogió su vaso y miró dentro en busca de una respuesta.
– Pero si él no ve a Siobhain subiendo al ferry de Millport, no irá, ¿verdad? Y no puedes hacer que ella le vea, ¿no? Si tú vas, yo tengo que ir.
Leslie miró a Maureen y dejó la cuestión en el aire para que Maureen le dijera que ella tampoco iría.
– Estas mujeres no pueden aportar pruebas, Leslie, no tienen nadie que las defienda aparte de nosotras. No puedo detenerme ahora.
Le contó a Leslie lo que Shan le había dicho, lo de Iona, lo de las violaciones, lo de Douglas llorando en el baño.
– ¿Estás segura de todo esto, Mauri?
– No lo sé -contestó-. Me he enterado de todo por la misma persona y no sé hasta qué punto puedo confiar en sus palabras.
Leslie resolló.
– Pues a mí no me parece muy probable -dijo-. ¿Es que el bueno de Douglas no veía un deje de ironía en vuestra relación?
– Creo que él debía de ver una ironía vergonzosa en ella -susurró Maureen-. No volvió a tocarme cuando Iona se suicidó y creo que por eso ingresó el dinero en mi cuenta.
– ¿Así que te folló y te pagó?
– No he dicho que lo que hiciera estuviera ni bien ni mal.
– Es un gran cambio de sentimientos para atribuírselo a un capullo como él.
– Pero yo creo que lo estaba intentando.
– Ese tío era un gilipollas de primer orden. Que él supiera que era un gilipollas no hace que deje de serlo.
Maureen levantó la mirada y sonrió a su amiga. Así era siempre con Leslie. La mala gente hacía cosas malas y la buena gente hacía cosas buenas; no cambiaba de opinión, no tenía momentos de comprensión, no aceptaba puntos de vista intermedios, todo era o blanco o negro. Leslie era el juez más severo.
– Bueno, sea lo que sea, no voy a dejarlo -dijo Maureen-. Voy a cogerle.
– ¿Cómo sabes que cogerás al tipo correcto?
– Lo sabré. Si va tras nosotras, seguro que es él.
Leslie soltó un suspiro.
– No quiero ir a la cárcel, Maureen. Me gusta mi vida.
– No iras a la cárcel. Ni siquiera estarás allí cuando ocurra, te lo prometo.
– No sé lo que le vas a hacer.
– Lo sé, creo que es lo mejor. Si no sabes lo que va a pasar y la policía se mete por medio, no te acusarán por ser cómplice de nada, ¿verdad?
– Quizá debería saberlo.
– No -dijo Maureen-. Creo que no.
Se quedaron en silencio un minuto. Leslie levantó el vaso.
– A la mierda, entonces.
– Que se adense mi sangre -dijo Maureen, y se acabó el whisky de un golpe pero antes de tragárselo dejó que le pasara entre los dientes hasta que le quemaron las encías.
– Necesito dormir -dijo Leslie, y sacó los sacos de dormir de detrás del sofá y los desenrolló-. ¿A qué hora quieres levantarte?
– Antes de las tres de la tarde.
33. Millport
Maureen se levantó con el cuerpo más dolorido que la mañana anterior. El suelo duro se le había clavado en el hueso de la cadera y lo tenía entumecido. Se levantó deprisa, contenta de dejar el suelo. Por el ventanal vio que Leslie estaba fuera, sentada en una tumbona en la terraza, bebiendo café y comiendo una tostada. Siobhain estaba a su lado, apoyada en la barandilla, mirando abajo a la explanada.
Eran las doce y media. Maureen llamó a Lynn a la consulta.
– Hola -le dijo-. Soy la ardillita. ¿Sabes algo?
– Sí -dijo Lynn-. ¿Para el viernes? Me parece que sí que podrá ser.
– ¿Puedes hablar? ¿Te llamo más tarde?
– ¿Me dice su nombre? -dijo Lynn, y se quedó un momento callada-. ¿Puede deletreármelo? -Y Lynn empezó a deletrear un nombre familiar como si estuviese repitiendo el que le decían desde el otro lado de la línea. Perfecto-. ¿Lo ha entendido todo bien?
– Me has dado el nombre del médico de Benny ¿verdad?
– Sí, por supuesto.
– Lynn, te debo una.
– Sí, así es -dijo Lynn-. Hasta entonces. Adiós.
– Adiós, Lynn.
Maureen colgó y se vistió. El jersey mostaza empezaba a oler mal y la frescura de sus vaqueros era un recuerdo lejano, pero se dijo a sí misma que pronto estaría en casa y que podría hacer la colada, y que si no volvía a casa dentro de dos días, no importaría demasiado si llevaba la ropa limpia o no.
– Leslie -la llamó Maureen desde dentro del piso-. ¿Tienes una bolsita o una caja donde pueda poner algunas cosas?
Leslie miró dentro del salón.
– ¿Qué has dicho?
– Tengo unas cosas que quiero guardar aparte. ¿Tienes una bolsita o algo así?
– Mira debajo del fregadero.
Maureen hurgó entre las bolsas. Buscaba una que fuera gruesa. En el suelo, al fondo, encontró una caja hexagonal de cartón color azul marino que ponía «Boothy and Co». Levantó la tapa. En una esquina había trozos mellados de caramelos polvorientos. Cogió una bolsa pequeña de plástico grueso, metió el resto en el armario y fue hacia la terraza.
– ¿Puedo coger esta caja?
– Claro -dijo Leslie-. Hace años que la tengo. No me decido a tirarla porque es muy bonita pero tampoco le he encontrado un uso.
– Bien -dijo Maureen, y entró otra vez.
Puso la bolsa de café de Colombia dentro de la caja junto con los sobres de azúcar que había cogido en la cafetería del aeropuerto la tarde anterior. Cogió tres filtros de café del armario de Leslie y encontró un despertador de bolsillo y un bote de Tipp-Ex en un cajón lleno de chucherías. Leslie entró en la cocina, dejó su taza vacía y puso agua a calentar.
– ¿Quieres un café? -le preguntó.
– Sí, por favor.
– ¿Qué estás haciendo?
– Preparo algunas cosas.
Leslie cogió una taza limpia del armario y observó a Maureen mientras ésta doblaba los filtros de café y la bolsa de plástico y los guardaba en la caja de cartón.
– ¿Este despertador funciona, Leslie?
– Sí. Le puse pilas nuevas.
Leslie hizo café y se sirvió un poco.
– ¿Te dejo con lo tuyo entonces?
– Sí. ¿Cómo está Siobhain?
– Igual -contestó Leslie, y miró dentro de la caja de cartón-. ¿Qué estás haciendo, Maureen?
– ¿Quieres saberlo?
Leslie pensó en ello.
– No -dijo al final.
– Necesitaré tus esposas -dijo Maureen-, si me las prestas.
Leslie parecía desconcertada.
– Claro.
– Y tus guantes de piel.
– Vale -le dijo ella, y se fue a buscarlos a su cuarto.
– Y leche -susurró Maureen para sí misma-. Necesitaré leche.
Llovía a cántaros. Los niños se habían ido de la explanada y Siobhain y Leslie habían puesto las tumbonas contra la pared para no mojarse. Estaban sentadas en silencio, cogidas de la mano, y miraban cómo la lluvia erosionaba las pequeñas montañas de basura.
– ¿Puedo llevarme esto también? -preguntó Maureen.
Leslie miró los guantes de goma manchados y el cono de plástico para los filtros de café que Maureen tenía en la mano.