– Cógelos y quédatelos, si quieres.
Parecía confusa y algo más que un poco asustada.
– Sí, tendré que quedármelos -dijo Maureen, y volvió a la cocina.
Leslie no tenía ninguna bolsa de viaje así que metieron las braguitas, la caja de cartón y los jerseis por si hacía frío en bolsas de plástico mal escogidas que tenían las asas alargadas por el uso. Maureen cogió las bolsas y tomó el autobús hacia el centro, arrastrando tras de sí al Ford azul con los dos policías dentro. Se bajó frente a la estación de autobuses de Buchanan Street y esperó en la acera para cruzar, asegurándose de que el Ford azul estaba ahí. El coche se detuvo un poco más abajo y ella cruzó. El policía que ocupaba el asiento del pasajero salió del coche y la siguió a pie. Pasó por delante de la entrada estrecha de la estación y se escondió tras la puerta del aparcamiento de varias plantas. El policía pasó de largo, a no más de metro y medio de ella, y entró en la estación. Maureen dobló la esquina corriendo, bajó trotando las escaleras empinadas hacia la parada de taxis, entró en uno y le dijo al taxista que la llevara a la estación de tren.
Cuando bajaron por la carretera, Maureen echó un vistazo por la ventanilla y vio el Ford azul aparcado en el arcén. El conductor examinaba atentamente a los peatones que pasaban.
El taxi la dejó en la entrada. Se detuvo frente a la ventanilla de billetes y, como si fuera un acto de fe, compró tres billetes de ida y vuelta. En el kiosko de al lado, cogió un bloc de notas Basildon Bond, un bolígrafo Bic y se acercó a un dependiente con la cara llena de granos que colocaba tabletas de chocolate en los estantes.
– ¿Puedo hacerle una pregunta? -dijo Maureen sonriendo. El hombre alzó la vista-. Me preguntaba si estos blocs se venden mucho.
– Sí -le contestó-. Los tenemos en todas las tiendas del país. Los vendemos a cientos.
– Genial -dijo Maureen-. Gracias.
Pagó en la caja lo que había cogido y se apoyó en la mesita de la lotería para escribir la nota. Lo hizo con la mano izquierda para que no reconocieran la letra. En la parte de arriba de la página anotó el número de teléfono, con el prefijo, de la comisaría de Stewart Street y, debajo, la extensión del despacho de McEwan. «Por favor, llamen a este número en caso de emergencia. Pregunten por el Inspector Jefe Joe McEwan y díganle que soy el responsable de lo ocurrido a Martin Donegan y a Douglas Brady». Dobló la hoja hasta dejarla del tamaño de una tarjeta de crédito y se la guardó en el bolsillo trasero de los vaqueros.
Leslie y Siobhain todavía no habían llegado a la estación. Por los altavoces sonaba una versión instrumental de American Pie. Maureen esperaba en medio del vestíbulo de suelo de mármol e intentaba poner sus pensamientos en orden y calcular el tiempo del que disponía: el tren enlazaba con el último ferry a Cumbrae. Aunque alguien condujera a mil por hora todo el rato hasta llegar a Largs, no conseguiría coger el último ferry de las ocho y veinte. Sería seguro anunciar su marcha.
Se dirigió a las cabinas telefónicas junto a la salida lateral y llamó a Scaramouch Street.
– Oye -dijo cuando contestó Benny-. No encuentro a Liam. ¿Puedes llamarle y decirle que me voy a Millport con Siobhain a pasar un par de días?
– Vale -dijo Benny-. ¿Cuándo volveréis?
– Dentro de un par de días como máximo. Dile que estamos en el mismo edificio en el que nos quedamos la última vez, pero en el piso de arriba. Me dijo que la policía te había interrogado.
– Sí -dijo, y de repente pareció que se quedaba sin aire-. Querían mis huellas dactilares. Las deben de haber encontrado en tu casa, ¿no?
– Sí, supongo.
– Nos vemos cuando vuelvas. Mañana tengo el último examen.
– Sí, ya te llamaré.
– Perfecto, pásalo bien.
– Hasta luego, Benny -dijo, y colgó.
Recogió las bolsas y se dirigió despacio hacia el Bullet, un monumento conmemorativo de la Gran Guerra, que consistía en una concha de latón puesta verticalmente. Todavía no había rastro de Leslie y de Siobhain. Sólo faltaban siete minutos para que saliera el tren.
– ¡Leche! -dijo Maureen de repente, y fue corriendo a la tienda.
Cuando salió, vio a Leslie que guiaba a una Siobhain de movimientos lentos a través de la entrada principal de la estación. Quedaban cuatro minutos para que arrancara el tren. Maureen se dirigió hacia ellas, cogió a Siobhain del brazo, la llevó por el andén, la ayudó a subir el escalón del tren y la sentó en el asiento de la ventana cerca de la puerta. Leslie las siguió con las bolsas. El tren emitió un zumbido y calentó motores. Las puertas anunciaron su cierre con un pitido y el tren arrancó despacio y salió de la estación.
El revisor pasó a por los billetes mientras el tren se alejaba de la ciudad. Maureen se los entregó. El hombre los picó los tres a la vez y echó un vistazo a las bolsas.
– ¿Van de vacaciones?
– Sí -dijo Maureen.
– Me temo que no tendrán buen tiempo.
– Sí, bueno.
La negra noche apareció tras la ventana y al cabo de unos minutos se adentraron en el campo oscuro. El cristal doble reflejaba el interior del vagón como si fuera el espejo de un borracho y mostraba dos sombras temblorosas de todo.
Al cabo de una hora llegaron a la costa, donde las montañas altas se precipitaban hacia el negro mar, todavía en calma debido a la proximidad de las islas. El tren disminuía de velocidad a medida que se acercaba a Largs, adentrándose de forma rutinaria en el único andén de la estación. Leslie ayudó a Siobhain a levantarse y a bajar del tren y Maureen cogió las bolsas. Bajaron la calle principal, oscura y desierta, hacia el muelle. Al otro lado de la bahía vieron las luces del pequeño ferry amarrado en la pequeña isla de Cumbrae.
La isla es una montaña escarpada de roca arenisca que tiene una superficie llana de tierra a su alrededor. Ha sido un destino turístico desde los años cincuenta y sus mayores atracciones son el destartalado campo de golf de Millport, las extrañas formaciones rocosas, pintadas para que parezcan animales, y una carretera de circunvalación que rodea la isla y que puede recorrerse en bici en menos de una hora.
Maureen dejó a Leslie y a Siobhain con las bolsas y fue a la ventanilla a comprar tres billetes y a averiguar a qué hora salía el ferry de la mañana. Cuando volvió al muelle, el grupo de pasajeros que embarcaba a pie había avanzado un metro y medio por la rampa de hormigón y la cola de coches se movía lenta e impacientemente.
El hombre que recogía los billetes, que llevaba un anorak amarillo fluorescente y unas botas de agua verdes y grandes, siguió a los coches, se paró en el casco del barco e indicó a los pasajeros que fueran pasando. Éstos cogieron sus bolsas y bajaron hacia el ferry. Maureen entregó los billetes. El hombre los comprobó y se los metió en el bolsillo.
– Eh, que son de ida y vuelta -dijo Leslie.
– No los van a necesitar -dijo él con rapidez, y alargó la mano hacia la pareja de mochileros que aguardaba tras ellas.
Maureen tiró a Leslie de la manga.
– ¿Te acuerdas de la última vez que vinimos? -le dijo-. Sólo venden billetes de ida y vuelta. El ferry es el único modo para entrar o salir de la isla.
El ferry tenía dos cubiertas altas a cada lado de la cubierta de coches. La vista de la bahía era mejor desde allí, pero Siobhain no pudo subir la escalera de metal empinada, así que tuvieron que conformarse con quedarse dentro. Recorrieron el pasillo estrecho y se sentaron en un banco de piel sintética roja bajo las ventanas. El ferry se agitó en el agua ruidosamente y partió rumbo a la bahía. Las luces de los barcos de la armada de Dunoon pasaban despacio por delante de la ventana.
Maureen estaba segura de que había calculado bien el tiempo, pero quería comprobar que no las había seguido nadie. Dejó a Leslie y a Siobhain sentadas abajo e hizo una visita rápida a la cubierta, examinando todas las caras y mirando dentro de los coches. No reconoció a nadie.