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El ferry viró y atracó en Cumbrae. Esperaron a que todo el mundo saliera, levantaron a Siobhain y la llevaron hacia la puerta. Al final se encontraron con el grupo de peatones en lo alto de la rampa de hormigón empinada que salía del ferry. Se reunieron todos en la parada de autobús que estaba junto a la carretera. Las luces de los coches que desembarcaban pronto fueron desapareciendo a medida que se perdían por la carretera a Millport. El ferry levantó el casco y se alejó para pasar la noche en el muelle principal. Delante de ellas se alzaba una montaña escarpada y cubierta de hierba. Estaba muy oscuro.

Un destello de luz apareció tras la falda izquierda de la montaña abrupta y oyeron que el autobús se acercaba. Dobló la esquina, cegándolas unos segundos, realizó una maniobra experta de cambio de sentido en la estrecha carretera y se detuvo delante de la multitud que esperaba. Era un autobús muy viejo, pintado de verde y beige, de techo redondeado y refuerzos metalizados. La puerta se abrió y los pasajeros se agruparon para subir con sus equipajes. Los residentes en la isla le dijeron hola al conductor y éste les devolvió el saludo. Mientras Maureen compraba los billetes, Leslie ayudó a Siobhain a subir los escalones y fueron a sentarse en la parte de atrás. Los mochileros se tomaron tiempo para acomodar sus bolsas debajo de los asientos y en los compartimientos situados encima de sus cabezas. Las mujeres que volvían a casa de su trabajo en la isla mayor colocaron las bolsas de la compra en el compartimiento que había en la parte delantera del autobús.

Cuando todos los pasajeros se hubieron sentado, el conductor se dio la vuelta y dijo:

– ¿Ya están todos listos?

La multitud contestó al conductor con un coro desigual de «listos» y «síes».

– Entonces, vamonos -dijo, y puso el motor en marcha. El autobús dejó el arcén traqueteando y se incorporó a la carretera vacía.

– Mira -dijo Leslie, y le dio un codazo a Siobhain-, la roca del león.

A un lado de la carretera surgía un afloramiento alto de piedra arenisca que se había ido erosionando hasta adquirir la forma vaga de un león. Sólo parecía un león si uno lo miraba desde un ángulo concreto y con buena luz. Estaba oscureciendo y el autobús ya había pasado de largo cuando Leslie lo señaló. Siobhain miró por la ventana.

– ¿La has visto? -le dijo Leslie. Siobhain asintió con la cabeza pero parecía ligeramente perpleja. Maureen pensó que quizá fuera una buena señaclass="underline" hacía días que Siobhain no parecía nada ni siquiera ligeramente.

El autobús se detuvo en Kames Bay para que se bajara una señora que llevaba tres bolsas del supermercado Asda. El conductor cerró la puerta, arrancó y siguió camino a Millport.

– ¡Eh! -dijo Leslie-. ¡La roca del cocodrilo!

En la playa había una roca alargada y plana a la que le habían pintado unos ojos grandes y alegres y una boca de cocodrilo. Siobhain la vio y sonrió.

– ¿A que es genial? -dijo Leslie con ternura, y se dio la vuelta para volver a mirarla.

– Leslie -dijo Maureen-: Es una roca grande y vieja con una boca pintada.

– Ya lo sé. Me gusta.

El autobús recorrió el paseo marítimo de Millport. Hacía tiempo que había pasado la temporada vacacional y aún quedaban dos meses para que llegaran las Navidades, pero bombillas de colores pasteles descoloridos todavía colgaban de los hilos colocados de farola a farola. La marea estaba baja y las barcas de madera, pintadas de colores brillantes, estaban embarrancadas en la orilla, esperando.

El autobús las dejó en el Hotel George, un edificio de tres pisos enjalbegado, con ventanas de bordes negros y con un cartel escrito con letras góticas.

– Vaya -dijo Leslie-. Qué bonito.

Tenían que pagar el alquiler de los pisos y recoger las llaves en una cafetería de comida rápida. Maureen entró y pagó uno de los apartamentos. Envió a Leslie a que pagara el otro.

– Dale este dinero al hombre -dijo Maureen, y le alargó un sobre, pero Leslie dijo que ella lo pagaría-. Es de Douglas -le dijo Maureen-. Cógelo. Y no levantes la cabeza. Que no te vea la cara.

El número 6 del edificio Paseo Marítimo era un bloque de pisos construido encima de la tienda de artículos de broma «El emporio de la risa». El vestíbulo estaba descubierto y las escaleras eran estrechas y empinadas. Siobhain se agarró a la barandilla de madera y subió los peldaños uno a uno. Maureen cogió las bolsas de plástico.

– Voy pasando -dijo, y subió corriendo las escaleras de dos en dos hasta que llegó al último rellano. Se peleó con los guantes de piel de Leslie antes de conseguir meter la llave en la cerradura y abrir la puerta.

El piso era pequeño y disponía del mínimo número legal de muebles: mesa, camas, sillas y sofá. Las paredes del recibidor y del salón estaban recubiertas de un papel horroroso de color rosa con flores, pero el piso era acogedor y el propietario les había dejado una bandeja de galletas rellenas de mermelada. A Maureen le embargó un sentimiento de culpa.

Se aseguró de que la televisión funcionara, encendió la calefacción al máximo para que el piso pareciera habitado, corrió las cortinas y cerró la puerta con dos vueltas cuando salió. Se quitó los guantes mientras bajaba corriendo dos tramos de escaleras. A Siobhain y a Leslie les faltaba otro tramo para llegar al rellano de su piso.

– Éste es el nuestro -dijo Maureen, y metió la llave en la cerradura y abrió la puerta.

– Es el piso en el que nos quedamos cuando saliste del Northern -dijo Leslie, y subió las escaleras deprisa, dejando que Siobhain salvara los últimos peldaños ella sola.

– El mismo -dijo Maureen.

Lo habían redecorado desde la última vez que estuvieron allí: Maureen recordaba que el papel de las paredes del recibidor era de mala calidad y que tuvo que resistir una y otra vez el deseo de arrancarlo. Ahora las paredes estaban pintadas de un azul pálido. El salón tenía una moqueta azul nueva y las paredes estaban recubiertas de un papel con remolinos rosas y grises. Habían hecho una chapuza: las esquinas se estaban levantando y los bordes superpuestos amenazaban un deterioro inminente.

– Me acuerdo de este sofá -dijo Leslie, y se dejó caer en él-. Nos peleábamos para ver quién tenía que dormir aquí, ¿te acuerdas?

– Sí.

Era de terciopelo gris con bandas en relieve en diagonal. Debajo de la ventana había una mesa de madera de pino con sillas a juego. En el dormitorio había dos camas individuales, separadas por una mesita de madera oscura que tenía una lámpara de pantalla roja y un cenicero encima. Siobhain entró por la puerta.

– Vale -dijo Leslie-. Me importa una mierda a quién le toca. Esta noche yo duermo en una cama.

– Siobhain -dijo Maureen-. Tú dormirás en la otra. Yo tengo que levantarme pronto mañana.

Tendría que estar lista a las seis para coger el primer ferry que llegaba a la isla.

Parecía que Siobhain había recobrado un poco el ánimo. Miró por la ventana las bombillas de colores y asintió cuando Maureen le preguntó si quería pescado para cenar.

Cuando Leslie bajó a la cafetería, Maureen sacó algunos platos del armario de la cocina y le encendió la televisión a Siobhain. Leslie volvió con distintos platos de comida para compartir entre las tres. Siobhain se comió toda la tripa de cordero rellena sin ofrecerles nada a ellas y luego engulló todo lo demás que le pusieron delante, acompañando la comida con una taza gigante de té dulce.

– Debías de tener hambre -le dijo Leslie a Siobhain mirándole la parte de delante del jersey, que estaba cubierta de manchas de comida y de rebozado.

Siobhain se sonrojó.

– Sí -susurró, y Maureen podría haberse echado a llorar al oír su voz.

En la tele ponían la versión original de El planeta de los simios, con Charlton Heston. Leslie y Siobhain querían verla, así que, encorvadas por el peso, llevaron el televisor al dormitorio y lo colocaron encima de la cajonera que había al pie de las camas. Se turnaron para ir al baño, se lavaron los dientes y se pusieron el pijama.