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Maureen se aseguró de que estuvieran instaladas en el dormitorio antes de poner el agua a calentar. Sacó el termo y la caja de cartón de la bolsa de plástico y abrió la caja con reverencia. Puso el filtro en el cono y dio unos golpecitos en la bolsa de papel del café para que éste fuera cayendo dentro. Colocó el cono en el termo y echó el agua hirviendo dentro, mientras escuchaba cómo las burbujas espumosas se secaban y estallaban a un lado del filtro. Era fundamental que sólo hubiera café para uno, así que midió la cantidad llenando la taza de rosca del termo hasta el borde con café humeante y tiró el resto por el fregadero.

Con muchísimo cuidado pintó con el Tipp-Ex dos diminutas líneas paralelas en el borde interior plateado. Cuando se secó, rascó los extremos para que quedaran lo más delgados e invisibles posible. Sería su señal, la parte que podía tocar con los labios sin correr ningún peligro.

Sujetando los guantes de goma por la apertura, los puso a contraluz para comprobar que no tuvieran ningún agujero. Se los puso y sacó la bolsa de Paulsa del bolsillo, la abrió rompiéndola imprudentemente. Dobló la hoja perforada bastante holgadamente, echó su contenido en el termo y contempló cómo el cartón poroso flotaba en el café, cómo se empapaba en el líquido y se volvía marrón hasta que se hundió por el peso y desapareció bajo la superficie negra. Enroscó la tapa bien fuerte y guardó la envoltura rasgada y los guantes de goma en una bolsa de plástico.

El armario de debajo del fregadero estaba lleno de productos de limpieza. El optimista propietario los había puesto ahí para recordar a los inquilinos que limpiaran. Maureen apartó los botes, colocó el termo al fondo y se lavó las manos obsesivamente antes de acostarse.

Se tumbó en el incómodo sofá y miró hacia la bahía bañada por la luz de la luna. Estaba sudando y oía los comentarios de Leslie sobre la película en la otra habitación. Sustituía las frases de los personajes poniendo voces estúpidas. Maureen recordó que Leslie había hecho lo mismo cuando ella había estado enferma.

34. Fuego

Todavía estaba oscuro cuando sonó el despertador de bolsillo, que la sacó de su sueño con su sonoro pitido. Lo cogió, se incorporó y recordó al instante por qué lo había puesto. Fue a la cocina, se encendió un cigarrillo y se hizo una taza grande de café bien cargado con agua tibia. Se lo bebió todo a pesar de lo mal que sabía. Se agachó junto al fregadero, cogió el termo y sacó los guantes de goma de la bolsa de plástico. Se los puso con mucho cuidado para evitar tocar la parte externa con las manos desprotegidas. Cuando sacó el termo y desenroscó la tapa vio que había pequeños trozos de papel sin disolver flotando en la superficie. Desdobló un filtro nuevo y lo puso en el cono. Sujetando el cono encima de una sartén, le dio unos golpecitos al termo. Mezclados con el café salieron fragmentos de papel empapados, que se quedaban pegados a las paredes del filtro. Cuando el café se hubo filtrado, lo calentó a fuego lento en el fogón de gas, y lo vigiló con atención para asegurarse de que no lo calentaba demasiado. No sabía si el calor podía estropear el ácido. Añadió un poquito de leche y los tres sobres de azúcar.

Después de verter el café otra vez en el termo, echó lejía diluida en la sartén y limpió la encimera. Puso todos los restos de envoltorios y filtros en la bolsa de plástico gruesa, la enrolló y la metió en el fondo de la mochila.

Se puso los vaqueros negros, las botas y un jersey, el gorro de lana, los guantes de Leslie y el abrigo. Dejó en el piso la bufanda escocesa porque la delataría. Revisó el bolsillo para ver si llevaba el peine-navaja y se dijo a sí misma que se trataba de él, que ella tenía razón. No haría falta llegar a ese extremo. Con el termo sería suficiente.

El autobús verde llegó justo cuando el ferry daba marcha atrás despacio para acercarse a la rampa de hormigón, removiendo el agua sucia debajo de él. El grupo de pasajeros que esperaba se echó a caminar deprisa, temían perder el ferry y les dieron golpes y empujones a las pocas personas que desembarcaban. Bajaron tres coches. Era poca la gente que llegaba a la isla por la mañana: la mayoría de pasajeros lo utilizaba para ir a trabajar a la isla mayor. Acostumbrando los ojos a la tenue luz, consiguió echar un buen vistazo a las personas que bajaban del ferry y esperó hasta el último momento antes de subir para que no se le escapara nadie.

Subió la empinada escalera de metal hasta la cubierta superior, observando el oleaje y los remolinos del agua negra iluminada por las luces blancas del barco. Al otro lado de la bahía, la brisa del amanecer balanceaba sin parar la hilera de luces de la central eléctrica. Maureen tenía la nariz entumecida por el frío. Se apretó fuerte el abrigo y encendió un cigarrillo. Era uno de los de Leslie, de una marca más fuerte que los que ella compraba.

El ferry cruzó la bahía y arribó a Largs. Aquí no hubo empujones vergonzosos: el hombre que cogía los billetes contuvo a todo el mundo hasta que no quedó nadie en el ferry. Maureen se quedó detrás de un bote salvavidas de la cubierta superior y bajó la vista para mirar a los pasajeros que subían a bordo. Si él cogía este ferry, no iba a pie.

Sólo subió un coche, un Astra conducido por una mujer. Cuando el ferry estaba a medio camino de vuelta a Cumbrae, Maureen bajó a la cubierta de los coches, se quedó detrás de la escalera de metal y observó a la mujer. No la conocía.

A medida que el ferry llegaba a Cumbrae y volvía a partir por segunda vez hacia Largs, un sol magnífico fue alzándose sobre la bahía. La luz amarillenta doraba las crestas de las olas grises y picadas. Un grupo mayor de pasajeros y ocho coches esperaban en Largs para embarcarse en la segunda travesía. Los rayos del sol que empezaba a salir chocaban en diagonal contra los techos de los coches, proyectando sombras oscuras sobre los rostros de los conductores a medida que iban frenando para entregar los billetes al revisor. No pudo distinguir a nadie con claridad, pero estaba lista: agarró el peine-navaja por la parte de las púas, por si acaso.

Tuvo que esperar a que el ferry se pusiera en marcha y se adentrara otra vez en la bahía para bajar las escaleras y echar un vistazo. Estaba en la penumbra, examinando a los conductores, cuando le vio sentado pacientemente en un Jaguar blanco. Llevaba guantes y descansaba las manos sobre el volante. Con la mano derecha sujetaba un cigarrillo. Llevaba una chaqueta verde y un sombrero de pescador. A la luz del sol sus gafas de montura metálica destellaban.

Antes de cruzar la cubierta para dirigirse al coche, Maureen soltó el peine, respiró hondo y tocó la bolsa para asegurarse de que todavía llevaba el termo.

Dio unos golpecitos en la ventanilla del pasajero. Él se inclinó sobre la tapicería de piel blanca y miró a Maureen. Su semblante no se alteró. Tocó la puerta y la ventanilla bajó automáticamente.

– Hola, Maureen.

– Oh, Angus, gracias a Dios. ¿Te ha llamado Siobhain?

Angus pestañeó.

– Sí -dijo sin mucha convicción, y se reclinó en su asiento, por lo que Maureen no podía verle bien los ojos.

– No me creo que hayas venido -dijo ella-. Ha sido muy amable de tu parte. ¿Puedo subir? -Angus tragó saliva y miró a los lados-. Siobhain está conmigo. Vinimos juntas.

– Oh, bien -dijo él, y sonrió. No era una sonrisa demasiado buena. Maureen había imaginado que lo haría mejor. Angus abrió la puerta del pasajero y dejó sus dedos enguantados en el tirador, como si se resistiera a soltarlo. Maureen puso la bolsa en el suelo y subió al coche antes de que Angus tuviera tiempo de poner alguna objeción.

– ¿No te dijo Siobhain que yo estaba con ella? -le preguntó. Maureen recorría con los ojos las facciones de Angus, levantaba las cejas cada dos palabras, arrugaba la frente y hablaba demasiado rápido. Se frenó-. Me sorprende que no te lo haya dicho porque sabe que nos conocemos.