Выбрать главу

– No me dijo nada de ti -dijo Angus, y dio una calada al cigarrillo-. Quizás se olvidó.

– Dios mío, no me sorprendería nada. Supongo que estaba sufriendo una crisis cuando te llamó, ¿no?

– Sí -contestó-. Estaba muy alterada.

– ¿Qué te dijo?

– Oh, sólo si podía venir a buscarla cuanto antes, ya sabes, cosas así. ¿Por qué has cogido el ferry a esta hora de la mañana?

– Tenía que enviar un fax al trabajo -dijo Maureen. Fue lo primero que se le ocurrió-. Se me olvidó entregar la baja.

– ¿En la isla no hay fax? Uno piensa que sería especialmente útil para una zona tan mal comunicada.

Angus estaba nervioso, Maureen nunca le había oído hablar con tanta formalidad, y saber que él la estaba cagando hizo que se sintiera infinitamente más cómoda, como si todo aquello estuviera destinado a ir sobre ruedas. Maureen saboreó la sensación y se dio cuenta de que tenía los hombros muy cargados.

– Sí -dijo Maureen, y estiró el cuello para relajar los músculos contraídos-. Hay uno en la oficina de correos pero está roto.

Metió la mano en la bolsa, asombrada de la extraña tranquilidad que sentía, y sacó el termo.

Angus frunció el ceño y apagó el cigarrillo en el cenicero.

– Bueno, ¿cómo está Siobhain?

Maureen desenroscó la tapa y mantuvo en equilibrio la taza plateada en las rodillas.

– Para serte sincera, no está muy bien. Pero, por otro lado, se pone a hablar muy deprisa y, la verdad, no entiendo demasiado bien su acento.

– Sí, es difícil.

– Supongo que tú estarás acostumbrado a su manera de hablar.

– Sí.

– Bueno, no me ha hablado de ti pero se nota que le ha ido bien tenerte como psiquiatra -dijo Maureen, y sonrió tímidamente-. Pone una expresión curiosa cuando sale tu nombre.

Angus sonrió con humildad mirando el salpicadero. Maureen utilizó la ocasión para buscar la marca de Tipp-Ex con el dedo y lo mantuvo allí para no tener que buscar más.

– ¿Tartamudeaba cuando hablasteis por teléfono? -le preguntó Maureen.

– Un poco. Pero pudo darme la dirección -dijo Angus, y metió la mano en el bolsillo, sacó un paquete de tabaco y se encendió un cigarrillo antes de ofrecerle uno a Maureen.

– Acabo de fumarme uno. Gracias -dijo Maureen. Cogió la taza con firmeza y echó el café deprisa. Por el rabillo del ojo vio que Angus la miraba con interés. Un olor a chocolate amargo del café caliente emanaba del termo. Maureen levantó la taza para llevársela a la boca y miró a Angus. Él la observaba atentamente. Maureen bajó la taza-. Te daría un poco pero le he puesto un montón de azúcar.

– Yo lo tomo con azúcar.

– ¿Sí?

– Sí -dijo asintiendo con la cabeza, y sonrió-. Lo tomo con muchísimo azúcar.

– Vaya -dijo Maureen con voz animada-, bienvenido al club de los que tomamos azúcar. No quedamos demasiados hoy por hoy, ¿verdad?

– No -dijo Angus esbozando una sonrisa ancha.

Maureen le pasó la taza. Angus se la acercó a la nariz y la olió antes de beber.

– Es café de calidad -dijo, y tomó otro sorbo.

– Es café de verdad -dijo Maureen, y giró el termo hasta que tuvo la marca blanca delante de ella-. Lo trajimos con nosotras -dijo, e inclinó el termo cuarenta y cinco grados, con la esperanza de que Angus no se diera cuenta de que lo que bebía Maureen era aire. Él le ofreció la taza medio llena-. No, tranquilo -dijo ella, y alzó el termo-. Acábatelo.

Maureen observó a Angus mientras éste levantaba la taza y se bebía hasta la última gota de café. Alargó la taza para devolvérsela. Maureen no quería tocarla. Puso la tapa y le acercó el termo a Angus. Él enroscó la tapa, girándola hasta que estuvo bien cerrada. Le sonrió.

– Me alegro de verte -dijo.

Maureen le devolvió la sonrisa.

– Sí, yo también me alegro de verte, Angus.

Notaron que la parte inferior del barco rozaba la pendiente de la rampa de hormigón y que el casco bajaba enfrente de ellos como si fuera un puente levadizo. Los pasajeros salieron delante de ellos, corriendo por la rampa hacia el autobús que ya les esperaba.

Angus puso el coche en marcha, condujo a través del casco del ferry, subió la rampa de hormigón, giró a la izquierda para coger la carretera y siguió los indicadores hacia Millport. Fueron por la parte este de la isla, pasando por delante de la roca del león, que se veía magnífica con los primeros rayos de la mañana tras ella, atravesaron Kames Bay y llegaron al paseo marítimo de Millport. Angus miraba a la carretera y leía los números de los portales.

– ¿Cuál es? ¿El número seis? -preguntó.

– Sí -contestó Maureen-. El número seis.

– El último piso -dijo Angus sonriendo para él.

Aparcó el coche enfrente de la cafetería, puso el freno de mano, abrió la puerta y salió. Las tiendas estaban abriendo, las persianas de la tienda de alquiler de bicicletas estaban medio subidas y un hombre con barba y una gran barriga cervecera sacaba bicicletas de colores y triciclos, que iba colocando en filas en la acera. La panadería estaba abierta: en el escaparate había expuestas bandejas llenas de pastas y bollos, barras de pan recién hechas y pasteles helados. La papelería estaba abierta. Paulsa le había dicho que quizá tardaría una hora en hacer efecto y sólo hacía quince minutos más o menos que Angus se había bebido el café.

Maureen se bajó del coche con la mochila y cerró la puerta. Rodeó el capó para unirse a Angus. Un Land Rover conducía despacio por el paseo, seguido de cerca por el autobús verde y metalizado.

Retrocedieron hacia el Jaguar y esperaron que pasaran el coche y el autobús. Llevaba una cartera Gladstone larga hasta los pies, que tenía el fondo plano y se cerraba con una hebilla. Estaba hecha con una piel marrón oscura impecable.

– Qué bolsa más bonita -dijo Maureen mientras pasaba el Land Rover-. Hoy en día no se ven muchas.

– Me la hicieron por encargo. Para sustituir a otra que ya estaba vieja.

El autobús del ferry pasó delante de ellos y Maureen alargó la mano enguantada hacia Angus.

– ¿Me la dejas ver?-le preguntó.

– ¿La cartera?

– Sí.

Angus agarró con más fuerza el asa de piel.

– Es que llevo mis notas y todo.

Maureen sonrió inocentemente.

– Oh, vamos, Angus, difícilmente voy a robártela, ¿no crees?

– No -dijo estúpidamente-. Pero es mi deber profesional no dejártela.

Se volvió y cruzó la carretera. Maureen le observó. Su chaqueta de tweed estaba rota por detrás, la costura de debajo del brazo se estaba deshaciendo y estropeaba la forma. Los zapatos estaban hechos a mano.

Maureen salió trotando tras él.

– Oye, ¿puedes esperarme un minuto? Tengo que comprar algo.

Hubiera querido que Angus se quedara fuera pero entró en la papelería con ella. Como no quería que la vieran con él, se fue hacia el estante de las revistas y dejó a Angus solo junto al expositor de los libros. Quizá consiguiera salir de la tienda sin hablar con él. Cogió una tableta de chocolate y una botella de leche de la nevera y comprobó la fecha de caducidad para perder tiempo. Angus estaba al otro lado de la tienda. Tampoco quería que nadie le viera con ella: se había bajado el sombrero y miraba algunos pósters. Junto a él, una cola ordenada de pensionistas esperaba pacientemente bajo un cartel rojo. De repente, Maureen vio el cartel y se dio cuenta de que estaban en la oficina de correos. Se dirigió deprisa a pagar, le dio el dinero del chocolate y de la leche al hombre barbudo de la caja y salió de allí.

Angus la siguió hasta la calle y la cogió del codo para hacer que se volviera hacia él.

– Sí que tienen fax -le dijo mirándola con los ojos medio cerrados.

– Sí, y ya te he dicho que estaba roto.