– No habían puesto ningún cartel ni nada.
Maureen pensó en el día en que había vuelto a la Clínica Rainbow, en el momento en que Angus la había llamado Helen y había fingido no acordarse de ella. La había reconocido en el mismo instante en que ella había abierto la puerta y le había dado el café; sabía que había sido así, pero Maureen había disimulado su inquietud, creyendo que lo que había sentido era desconcierto provocado por el hecho de que Angus se hubiera olvidado de ella. Había fingido que no se acordaba de ella cuando sólo unos días antes se había paseado por su casa con un impermeable ensangrentado, había dejado pisadas y le había cortado sus suaves huevos a Douglas.
– ¿Tienes que enviar un fax? -le preguntó Maureen aparentando estar confusa.
– No.
Se quedaron mirándose.
– ¿Entonces? -dijo Maureen.
Angus giró la cabeza y miró a la bahía.
– Nada -dijo-. Es sólo que… No lo sé.
Maureen miró la hora. Sería mejor que se marcharan de allí antes de que empezara a sentir los efectos.
– Lo siento, Angus, no sé qué quieres decir. ¿Tienes que ponerte en contacto con alguien? Arriba tenemos teléfono si necesitas llamar a una ambulancia para Siobhain.
– De acuerdo -dijo indeciso-. Entonces, no pasa nada.
– Estamos en el número seis -dijo Maureen, y echó a andar. Le llevó por las escaleras empinadas sin atreverse a mirar la puerta del primer piso por si Angus la veía. Cerró los ojos con fuerza, deseando que Siobhain y Leslie se quedaran dentro. Angus la siguió hasta el último piso.
Esperó a tenerle a su lado en el rellano de arriba antes de sacar las llaves. Se colocó perpendicularmente a la puerta, con la espalda pegada a la pared, mientras introducía la llave en la cerradura, la giraba y le indicaba que entrara primero. Angus retrocedió caballerosamente y le hizo un gesto para que pasara ella delante. Maureen no podía insistir sin levantar sospechas. Entró en el recibidor de paredes rosas con flores. Angus la siguió y cerró la puerta con cuidado, sin hacer ruido. Maureen oyó que corría el cerrojo, lo que les dejaba encerrados juntos allí dentro. Maureen se dirigió a la puerta del salón. Angus iba tras ella, se le acercaba demasiado. En un intento apresurado de alejarse de él Maureen abrió de un empujón la puerta del salón, que golpeó la pared, y una ola de calor asfixiante invadió el recibidor.
– Dios mío -dijo Angus palideciendo-. ¿Qué pasa aquí?
– Hace mucho calor -dijo Maureen.
Ella entró en el salón como si estuviera buscando a alguien.
– Sí, pero, ¿por qué hace tanto calor?
– Es la calefacción. ¿Hola? -dijo dulcemente.
– ¿Dónde está Siobhain?
– Me parece que no está.
Angus dejó caer la cartera y el sombrero en el suelo, se quitó la chaqueta y la sostuvo con el brazo. Se le estaban formando dos redondeles debajo de los sobacos. Se secó la frente reluciente con la mano.
Maureen le miró y sonrió. Él le devolvió la sonrisa, un poco confuso, jadeando levemente por culpa del calor insoportable. Movió un poco la cabeza y se recobró, recordándose a sí mismo que tenía la cartera en el suelo.
– Maureen -dijo Angus, y se deslizó hacia ella atravesando un quilómetro de moqueta-, me gustas.
Angus fue a cogerla por la cintura pero Maureen se apartó de él rápidamente.
A Angus le quemaba la piel, el calor intentaba salir de su cuerpo como fuera, notaba que granos de sangre del tamaño de monedas se le reventaban en la espalda. Eran de un rojo intenso y quemaban. Un torrente de sudor ardiente le entró en el ojo izquierdo. Se quitó las gafas y levantó el brazo para secarse el párpado pero tenía algo en la manga de la camisa que se movía. Lo miró. Se estaba quemando. Pequeñas llamas deformadas bailaban en su brazo, llamas de dibujos animados con ojos rojos y sonrisas perversas de dientes afilados. Se fijó con más atención. Eran llamas de verdad, naranjas por abajo y azules por arriba, como salidas de un soplete. Intentó respirar. El aire caliente le secó la garganta y la boca y le quemó la tráquea. Intentó tumbarse y rodar sobre sí mismo para apagar el fuego, pero no podía moverse bien. Se cayó de rodillas y apoyó pesadamente la cabeza y los hombros en la pared roja.
Maureen le tiraba del pelo ardiente, le cogía por el pelo, arrastrándole hacia algún lugar. Le puso un brazalete de metal alrededor de la muñeca. Ahora estaba sujeto a la cama y tiraba con todas sus fuerzas pero la cama le seguía, pellizcándole la muñeca y haciendo que le brotara sangre caliente alrededor de las esposas.
– Me estoy quemando -dijo llorando.
Maureen recogió la chaqueta, el sombrero y las gafas de Angus del suelo y los puso sobre una silla. Le desató los zapatos y se los quitó, le desabrochó los pantalones, dejó que le cayeran y se los quitó por los pies vestidos con unos calcetines. Le examinó rápidamente los bolsillos y encontró su cartera. No cogió el dinero y sacó cualquier cosa que pudiera identificarle: carnés de bibliotecas, resguardos de cajeros automáticos, tarjetas de crédito. Metió la nota que había escrito para McEwan en la cartera, que guardó en el bolsillo de los pantalones de Angus. Los dobló y los dejó pulcramente sobre la silla.
– Sabes… -dijo Angus en voz baja-, lo sabías.
Maureen llevó el televisor portátil del salón al cuarto, lo dejó en el suelo, lo enchufó y lo encendió.
– ¿Dónde está Siobhain? ¿Por qué no puedo verla? -dijo Angus mientras las lágrimas resbalaban por su rostro-. Suéltame.
– Eras el psiquiatra de Benny, ¿verdad? Le chantajeaste por el robo de las tarjetas de crédito. Le amenazaste con chivarte a la policía y arruinar su carrera.
– Sí. Haz que pare, por favor.
– ¿Hiciste que fuera al piso a dejar el cuchillo?
– Sí. Por favor… haz que pare.
– ¿Te contó él lo del armario?
– Sí… -Angus murmuraba tonterías. La cabeza le colgaba sobre el pecho.
– Quiero que sepas -dijo Maureen despacio para que Angus recordara sus palabras-, que esto es por Siobhain, por Yvonne, por Iona y por todas las demás. Y por Douglas y por Martin.
– No sé quién es Martin -dijo con un tono inocente.
Maureen se quedó quieta y le miró. Era un hombrecillo encorvado que sudaba en ropa interior. Un hilo de saliva gruesa le colgaba a un lado de la boca abierta y aterrizó despacio en su camisa.
– Martin es el tipo al que mataste en el Northern.
– El portero.
– Sí, el portero.
Angus levantó la cabeza. Tenía los ojos muy abiertos, demasiado abiertos.
– Lo sabías -gritó, recuperando la coherencia de repente. Tenía la cara roja y la voz tensa y ahogada, como si estuviera cagando-. Por eso tenías esos sueños. Me dijiste que su uña te había cortado pero te folló. Lo sabes. Te folló.
Maureen avanzó dos pasos corriendo y le pateó la cabeza. Más que oír el crujido, lo sintió. Retrocedió. Angus tenía la boca abierta y llena de sangre y la nariz se le estaba hinchando rápidamente.
– Te folló -dijo arrastrando las palabras con dificultad y balbuceando entre la sangre.
Maureen le dio otra patada. Angus cerró los ojos y, de repente, se calmó.
– ¿Vas a matarme?
– Sí.
– ¿Me estoy quemando?
– Sí, Angus, te estás quemando.
Angus recobró el aliento y soltó un grito de lamento. Maureen subió el volumen del televisor al máximo y esperó a que dejara de chillar. Abrió la puerta y bajó las escaleras.
Siobhain y Leslie estaban sentadas a la mesa que estaba junto a la ventana comiendo cereales con leche. Detrás de ellas el sol brillaba sobre la bahía como en una postal y barcas azules y rojas de madera se balanceaban sobre el agua.
– Hola -dijo Siobhain-. ¿Dónde estabas?
– Tenemos que irnos de aquí ahora mismo -dijo Maureen, y fue a la cocina. Cogió una bayeta de debajo del fregadero y la utilizó para limpiar cualquier cosa que hubiera podido tocar los cartones de ácido.