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Fuera hacía sol. Maureen se apoyó en el marco de la ventana y contempló su vista predilecta.

– Me han despedido -dijo.

– Vaya, bueno, pronto encontrarás otro trabajo -dijo Liam-. Pero supongo que echarás de menos el arte de la venta de entradas, ¿eh?

– Sí, echaré de menos estar sentada detrás de un ventana con corriente de aire día tras día, como si fuera una puta holandesa. Bueno, ¿y qué es de tu vida, Liam?

– Bueno -dijo-, el otro día fui a la Universidad de Glasgow. Me dijeron que si quiero puedo empezar una carrera este año, siempre que pueda garantizar el pago de la matrícula.

Maureen le sonrió.

– Vaya, eso es genial. Pero, ¿tendrás que pagarla tú?

– Las primeras mil libras, sí. He llamado al Departamento de Educación y ellos pagarán el resto, pero quizá tarde un tiempo en llegarme el dinero.

– ¿Qué vas a estudiar?

– Comunicación audiovisual.

– ¿Derecho no?

– No -dijo-. Estoy harto de ir tras el dinero.

– No sabía que te interesara el cine.

– Yo tampoco.

Los cruasanes estaban calientes. Maureen los abrió por la mitad, los untó con mantequilla y mermelada y observó cómo la mantequilla se deshacía en charcos amarillos y calientes sobre la pasta. Desayunaron con calma y en silencio.

– ¿Cómo te van las cosas con las mujeres? -preguntó Maureen.

– Bueno, Maggie se ha ido de casa y se ha venido a vivir conmigo. No lo sé. Sigue haciéndome la cena y cosas por el estilo -contestó Liam. Parecía triste.

– ¿Qué hay de malo en eso?

– No lo sé-dijo, meneando la cabeza pensativamente. Le brillaba la barbilla porque la tenía manchada de restos grasientos de mantequilla derretida.

– ¿No quieres que se quede contigo?

Liam masticó y pensó en ello.

– No -contestó-. Quiero a Lynn.

– Entonces, ¿por qué no rompes con Maggie y le pides a Lynn que vuelva a salir contigo?

– Ya se lo he pedido y no quiere.

– Vaya -dijo Maureen, y bebió un poco de café y levantó la mirada hacia su hermano. Él la estaba mirando. Estaba pensativo.

– ¿Has visto a Lynn?

– No-contestó Maureen-. ¿Porqué?

– Por nada. Me dijo algo sobre tu pelo -dijo. Bebió zumo de naranja y miró hacia el recibidor-. ¿Qué vas a hacer con el piso?

– Me gustaría quedarme un tiempo. Me gusta vivir aquí.

– Puedo pagarte la hipoteca unos meses, si quieres.

– No hace falta. Douglas me dejó dinero.

Benny se recuperaba en el Hospital Albert. Liam la llevó hasta allí en su coche. Pasó por Cathedral Street cruzando el denso tráfico del centro y la dejó en la puerta principal.

– ¿No vas a subir a hacerle una visitita? -dijo Maureen.

– No quiero volver a ver a ese capullo en mi vida -susurró Liam mientras se tocaba una de las costras que tenía en la nuca. Estaba de un humor de perros y Maureen creía que no se debía sólo a los cortes y magulladuras de sus manos, pero hoy su mente no podía albergar más de una preocupación a la vez y en esos momentos sólo pensaba en Benny.

– Entonces nos vemos en unos minutos -le dijo, y salió del coche.

Cuando iba a la consulta de Louisa siempre había entrado en el hospital por la puerta lateral. Ahora estaba en la entrada principal. Esa parte del edificio tenía dos plantas y parecía más un aeropuerto pequeño que un hospital. Tenía un vestíbulo con despachos a los tres lados. Justo al lado de la puerta había una especie de kiosko-floristería y, en la pared contigua, un cajero automático del Banco de Escocia. Detrás del control de seguridad había seis ascensores de puertas de acero inoxidable, tres a cada lado del vestíbulo, que conducían a las habitaciones. Leyó el indicador que había sobre su cabeza. La habitación 4B estaba en la cuarta planta.

Maureen miró a través de las puertas de vaivén. Era una habitación anticuada con dieciséis camas, ocho a cada lado de la sala. Las paredes tenían ventanas altas con mallas metálicas. Al fondo de la enorme habitación había un televisor rodeado de butacas bajas de plástico. Era una sala de recuperación de víctimas de accidentes. Las tres primeras camas de la izquierda tenían postes de apoyo y de ellas colgaban cuerdas de tracción como si fueran las gomas elásticas con las que juegan los niños. El resto de pacientes estaban escayolados y tenían vendas que cubrían sus cuerpos en grados diversos. No veía a Benny.

En el despacho de al lado había tres enfermeras que comían empanadillas de salchicha y bebían limonada en vasos de cartón. La más joven sujetaba una tarjeta de felicitación. Miraban a Maureen, que estaba indecisa en la puerta.

– Hola. Busco a Brendan Gardner.

La hermana se levantó. Era delgada y atractiva y su toca era mayor que la de las demás.

– ¿Es pariente suya?-le preguntó.

– Sí, soy su prima.

La hermana le señaló la última cama por la izquierda de la habitación.

Maureen no le habría reconocido. Tenía los ojos cerrados e hinchados como si fueran dos labios púrpuras, la cara llena de bultos y cubierta de moratones azules y amarillos y el brazo derecho escayolado.

– Hola, Benny.

Intentó incorporarse instintivamente cuando oyó la voz de Maureen pero su espalda dio de nuevo con la cama. Estaba ahí tumbado, tenso, muerto de miedo e indefenso.

– Tienes un aspecto horrible -le dijo Maureen. Benny asintió con la cabeza durante una fracción de segundo-. ¿Puedes hablar? -Los labios le temblaron al moverlos. Intentó hablar pero no pudo y lo volvió a intentar. Maureen sólo vio los pequeños alambres que le sujetaban la mandíbula destrozada en su sitio-. ¿Te rompió la mandíbula?

Benny movió ligeramente la mano sana hacia la izquierda, abrió el puño despacio y señaló con el dedo un lápiz y un bloc que había encima de la mesita de noche. Maureen puso el bloc junto a la mano izquierda de Benny y le dio el lápiz, metiéndoselo entre los rígidos dedos.

«Lo siento», escribió. Su letra era un garabato nervioso e infantil. No alcanzaba a ver el bloc y escribía con la otra mano. Pasó la hoja. «Lo siento mucho».

Maureen había ido a verle con la intención de gritarle y decirle cosas desagradables, decirle que le devolvería todo el daño que le había hecho si tenía ocasión, pero se quedó sentada y le miró y supo que no podía censurar su comportamiento. Los ojos de Maureen se llenaron de lágrimas que no quería derramar y que le escocían. Se sentía como si le estuviera viendo morir.

– Entonces, ¿por qué lo hiciste?

Benny pasó la hoja del bloc. «Mo peso enle la espaola y lo ponel».

Maureen leyó la frase varias veces.

– «¿Mo peso enle la espaola y lo ponel?»

Benny pasó la hoja. «Me puso entre la espada y la pared».

– ¿Me traicionaste por tu carrera? Iba a matarme, Benny.

– «Me han fichado».

– ¿Porqué?

– «Allanamiento».

– Así que de todas formas te has jodido la carrera, ¿eh? -Benny estaba quieto con la mano encima del bloc. Sacó la camiseta del Dinamo Anticapitalista del bolso y la dejó en la cama-. Te he traído la camiseta -le dijo.

Benny pasó la hoja. «Quédatela, por favor».

– No la quiero -le dijo. Se levantó y se inclinó sobre la cama como si fuera a darle un beso. Juntó los dedos, le dio un golpecito en la piel hinchada de sangre del párpado y se fue.

Un hombrecito calvo esperaba el ascensor. Llevaba un mono azul con la palabra «Albert» pintada con letras blancas en la espalda. Maureen respiraba entrecortadamente incapaz de dejar de llorar. El portero le dirigió una sonrisa consoladora.

– ¿Estás bien, preciosa?

– La verdad es que no.

Maureen intentó devolverle la sonrisa pero no pudo. Su barbilla temblorosa no la dejaba.

El ascensor llegó y el hombre retrocedió para que Maureen pasara primero.

– ¿A la planta baja? -le preguntó, y Maureen asintió con la cabeza-. ¿Es tu novio? -le preguntó señalando la habitación.