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– Chiflado de mierda -murmuró.

Maureen le preguntó qué quería decir con eso.

– Quiero decir que quienquiera que haya matado a Douglas le ató y lo hizo. Sin amenazas, sin avisos. Quiero decir que no le tembló el pulso.

4. Elsbeth

En cuanto Joe McEwan apareció en lo alto de las escaleras, Maureen vio que aún seguía enfadado con ella. La miraba fijamente a medida que bajaba con firmeza los escalones e iba directo al mostrador. Se acercó demasiado a ella, con una actitud amenazadora, y Maureen tuvo que torcer el cuello hacia atrás para poder verle bien.

– ¿Se ha puesto en contacto con su hermano? -le espetó.

– Sí -contestó Maureen-. Aquí está.

Liam dio un paso al frente y sonrió. McEwan vio que era el tipo desaliñado que había estado esperando en el vestíbulo, el mismo que había llevado a Maureen O'Donnell en su Triumph Herald rojo hasta Maryhill. La miró frunciendo el entrecejo. Se abrieron las puertas de vaivén junto a las escaleras y aparecieron Inness y el hombre pelirrojo, que saludaron a McEwan con un movimiento de cabeza conspirador.

McEwan miró a través de las puertas de cristal.

– Usted irá con ellos -ordenó.

Ni Maureen ni Liam sabían a cuál de los dos se refería. El hombre pelirrojo le dio a Liam un golpecito en el hombro y moviendo la cabeza señaló la puerta junto a la escalera para indicarle que fuera hacia allí. Liam se giró para mirar a su hermanita, que todavía estaba junto al mostrador y parecía frágil y desnutrida a la sombra de ese policía tan alto. Liam alzó nervioso el pulgar hacia Maureen y ésta, con un gesto estúpido, le dijo adiós con la mano.

– Usted viene conmigo -dijo McEwan refunfuñando. Subió las escaleras con fuertes pisadas y la llevó de nuevo por el estrecho pasillo.

El sol radiante del mediodía entraba por la ridícula ventana de la sala de interrogatorios y chocaba contra la pared por encima de la grabadora, formando una mancha de luz amarilla. Un agente joven y desgarbado les esperaba sentado a la mesa. Sonrió a McEwan cuando éste entró en la sala. McEwan le devolvió la sonrisa con un gruñido. Desconcertado por el humor de perros que mostraba McEwan, el joven agente se dirigió con timidez hacia Maureen y se presentó. Habló con voz tan baja que no pudo descifrar su nombre. Le pareció que decía No-sé-qué McMummb. Tenía el pelo castaño oscuro y, haciendo juego, un lunar del mismo color en la mejilla izquierda, del que salían tres pelos desagradables como si fuesen las patas de un minúsculo taburete para ordeñar. Llevaba un flamante traje.

Maureen tomó asiento al otro lado de la mesa, lejos de la puerta. McEwan se sentó y extrajo de su bolsillo una libreta fina con tapas de cuero, la puso sobre la mesa y sacó un lápiz delgado del lomo. Encendió la grabadora y se inclinó hacia ella para decir quién estaba presente en esta ocasión en el interrogatorio. Maureen estuvo atenta al nombre de McMummb pero McEwan bajó la entonación al final de la frase y ella se quedó sin entenderlo.

– ¿Han comprobado la calefacción de la casa? -preguntó.

McEwan levantó la libreta y empezó a hojearla.

– La calefacción se enciende mediante un temporizador -dijo.

– Sí, pero no lo había programado hacía…

McEwan la interrumpió.

– ¿Estaba bebida cuando llegó a casa anoche, señorita O'Donnell?

– Bueno, sí -dijo, sorprendida por el tono de confrontación de la voz de McEwan.

– Ahora no parece estar muy segura. Esta mañana sí lo estaba cuando dijo que no vio el cuerpo porque se había ido directa a la cama. ¿Estaba o no estaba bebida?

– ¿Qué tiene que ver el hecho de que estuviera bebida con la calefacción central?

– ¿Es posible que la encendiera al llegar a casa?

– Sé que no lo hice -contestó dócilmente.

McEwan no le hizo caso y anotó algo en su bloc de notas. Maureen decidió intentarlo de nuevo.

– Cuando llego a casa borracha, tengo cosas mejores que hacer que perder el tiempo con la calefacción.

– ¿Como qué?

– No sé -sonrió en un intento por llevarles a un terreno más amistoso-. Como desmayarme.

McEwan la miró, ocultando levemente su desaprobación.

– Estaba bebida, ¿verdad?-preguntó.

La conversación no iba a ser amistosa, ahora lo sabía. McEwan apoyó los brazos en la mesa y entrelazó los dedos. La miró fijamente y se pasó la punta de la lengua por la muela del juicio.

– Nos contó que Douglas trabajaba en la clínica Rainbow -dijo de repente-. ¿Era su psiquiatra?

– No -negó Maureen con contundencia para defender el honor de Douglas, insultado implícitamente-. Nunca lo fue.

– Bueno -dijo con un tono de enfado en su voz-, su madre nos ha dicho que ha estado en tratamiento psiquiátrico.

– Bueno, sí -dijo Maureen incómoda. Sabía que McEwan iba a abordar sus problemas psicológicos para desarmarla y le estaba funcionando. La mayoría de la gente que no tiene experiencia con las enfermedades mentales no las tratan como algo que forma parte de un conjunto. Su punto de vista es ellos y nosotros, los chiflados y el resto de la gente-. Estuve ingresada en el Hospital Northern cinco meses en el noventa y uno -dijo- y he ido al psiquiatra. De hecho, por ninguna razón en especial. Sólo por si acaso.

McEwan no habló ni apartó la mirada. Se le daba mucho mejor que a Inness. Maureen centró su atención en el caballete de la nariz de McEwan.

– Por si acaso, ¿qué? -preguntó McEwan al fin.

– Tuve una crisis. Por eso me ingresaron en el Northern. El psiquiatra sólo formaba parte de un seguimiento, por si volvía a suceder. No es que vaya a… Sólo por si acaso… Ya sabe.

– No, no lo sé -dijo McEwan en un tono nada amistoso-. ¿Para qué necesitó tratamiento?

Maureen los miró. No-sé-qué McMummb parecía fácil de impresionar, probablemente era un novato. Observaba a McEwan atentamente, su expresión reaccionaba a las respuestas de Maureen como si él mismo llevara el interrogatorio y miraba a McEwan de vez en cuando, desesperado por obtener alguna señal que demostrara su aprobación. Y McEwan estaba ahí sentado entre los dos, con las manos juntas y el gesto orgulloso y confiado. Era una lucha para la que se buscaba un campo de batalla. «Que le jodan», pensó Maureen, «si es tan listo, que lo descubra él sólito».

– Para la depresión -contestó. No era exactamente una mentira, era más bien una verdad a medias y no compartir toda la información con él hizo que se sintiera más fuerte y confiada, como si todavía llevara las riendas de su vida por mucho que McEwan estuviera autorizado legalmente para inmiscuirse en ella. Puso las manos sobre la mesa y empezó a jugar con un billete de autobús que había encontrado en el bolsillo del pantalón de chándal de Jim Maliano.

– ¿Y a qué psiquiatra va ahora?

– No voy a ninguno -dijo y disfrutó sintiendo que tenía el control de la situación.

McMummb parecía sorprendido.

– Su madre nos ha dicho que va al psiquiatra -dijo McEwan.

– Mi madre bebe demasiado, y demasiado a menudo. Está en la luna casi todo el tiempo.

Una pequeña sonrisa afloró al rostro de McEwan.

– Si sufriera una crisis, ¿cómo lo sabría?

– No voy a tener ninguna, si es a eso a lo que se refiere. Cuando los depresivos tenemos una crisis, resulta evidente. No funcionamos, no podemos salir de casa. Si tuviera una crisis, lo sabría al momento.

McEwan miró a McMummb, que debía de haber asistido a un cursillo de psicología en dos días. Asintió con la cabeza a modo de confirmación y McEwan se volvió hacia Maureen. McMummb se recostó en la silla y el placer que le provocó la deferencia de McEwan hizo que se sonrojara.

– Bien -dijo McEwan, sin notar la alegría de su protegido- ha dicho que Douglas trabajaba en la clínica Rainbow.

– Sí.

– ¿Y no estuvo nunca allí?

– Fui un par de veces a verle, pero nunca como paciente.