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– No -y se sorbió la nariz-. Sólo es un amigo.

– No te preocupes, preciosa -le dijo-. Estoy seguro de que tu amigo se pondrá bien. Aquí vemos milagros todos los días.

El ascensor se paró suavemente en la planta baja. Las puertas se abrieron a un grupo de enfermeras que esperaban para entrar en él. El portero le indicó con la mano que pasara delante de él.

– Gracias -le susurró Maureen mientras salía.

Se quedó junto al coche y se sonó la nariz antes de abrir la puerta y entrar en el coche.

– Muy bien, Liam -dijo-. ¿Qué es lo que te preocupa? Si tienes que decirme algo hazlo ahora.

Liam respiró hondo y se miró las rodillas.

– ¿Estás segura?

– Sí. Dímelo ya.

– No dijeron que habías matado a Douglas.

– Ya me lo imaginaba.

– Sí, bueno, tenía una buena razón para mentirte.

Se quedó callado y se tocó el moratón del cuello, dándole dos golpecitos con las yemas de los dedos. Dejó caer la mano sobre su regazo y miró de reojo por la ventanilla hacia la catedral.

– Dímelo.

– Sí que creen que algo pasa con tu memoria.

– Pero eso no es todo, ¿verdad?

Liam pellizcó la protección podrida de piel sintética del volante.

– Dijeron que tenías recuerdos falsos.

– Cuéntamelo todo, Liam.

Liam se aclaró la garganta.

– No quería decirte la verdad porque sabía que te comerías la cabeza.

Maureen se volvió hacia él de repente.

– ¿Por qué me dejaste ir allí y hacer el gilipollas de esa forma, Liam? -le gritó Maureen-. Si antes ya pensaban que estaba loca, ahora…

– Te dije que te alejaras de ellas -dijo malhumorado-. Te lo dije, Mauri. Te dije «aléjate de ellas».

– Por Dios, joder.

– Te lo dije.

Maureen miró por la ventanilla.

– ¿Por qué me mentiste?

– No quería que lo supieras.

– ¿No querías que supiera el qué? -le espetó. Liam volvió la cara, meneando la cabeza-. Dímelo.

– Papá ha vuelto -dijo casi sin voz-. Por eso ha venido Marie. Papá ha vuelto.

37. Hugh

Estaba en las escaleras de la iglesia e intentaba averiguar dónde estaba la entrada. Él le había dicho que estaba en Thurso Street pero St. Francis estaba en Lorne Street. Bajó la colina hasta Thurso Street y dobló la esquina. Una verja alta de barras de hierro separaba la parte trasera de la iglesia de la carretera. Subió las escaleras y echó un vistazo a través de las puertas abiertas. Habían levantado una pared de cristal un metro y medio dentro de la capilla con puertas a cada uno de los lados para resguardar el interior del frío e insonorizarlo de los niños escandalosos.

El altar mayor tenía un retablo blanco de santos tallados con colgaduras pseudogóticas detrás. Los primeros dos bancos estaban llenos de penitentes sentados esperando la confesión o arrodillados al otro lado del pasillo de los confesonarios con las cabezas agachadas inmóviles, haciendo penitencia. Justo al otro lado de la pared de cristal, en el último banco, estaba arrodillada una mujer de pelo blanco que llevaba una mantilla negra a la antigua. Rezaba el rosario y sus dedos agrietados y artríticos pasaban las cuentas de azabache envueltas en su mano y sus labios temblaban mientras recitaba el gloriapatri con la devota cabeza muy inclinada.

Maureen miró a los lados. A la derecha de la entrada había una pequeña puerta de madera oscura que estaba entreabierta. Se dirigió hacia allí, la abrió y echó un vistazo al interior. Era un pasillo largo y estrecho que corría paralelo a la capilla. Cuando llegó a la mitad se dio cuenta de adonde conducía. «No pueden estar en la puta sacristía», susurró para sí misma, maldiciéndose con insultos por estar en una iglesia y no pertenecer a ella.

Prefirió no llamar a la puerta de la casa parroquial y preguntar dónde se celebraba la reunión y decidió dar la vuelta a la iglesia y encontrar la entrada. Descubrió una callejuela oscura entre la escuela de primaria que había junto a la iglesia y la parte trasera de la capilla. Se metió la mano en el bolsillo y agarró el peine-navaja antes de adentrarse en la oscuridad. A medida que atravesaba la callejuela zigzagueante, fueron encendiéndose luces brillantes de las farolas. Fue a parar a lo alto de unas escaleras. Justo delante de ella había una portezuela vieja de madera recubierta con pintura esmalte marrón. Había luz debajo de la puerta. Bajó las escaleras y escuchó tras ella. Alguien hablaba: una mujer contaba una historia divertida o algo parecido. Otra voz la interrumpió, la voz de un hombre. Maureen llamó. Las voces callaron y la puerta se abrió. Una mujer rubia y alta que llevaba un elegante traje chaqueta negro la miró y le sonrió educadamente.

– ¿Qué desea? -le preguntó con un acento alegre de inglés de clase alta.

La habitación que había tras ella estaba en muy mal estado. El suelo de hormigón estaba desnudo y el armario de debajo del fregadero no tenía puertas. La pared tenía manchas de yeso y parecía que se sostenía gracias a la gruesa capa de pintura azul. Maureen se sintió como si hubiera tropezado con un aquelarre.

– Busco a un hombre que se llama Hugh McAskill.

La mujer sonrió amablemente y se echó hacia atrás para mirar dentro de la habitación.

– Hugh, querido, es para ti.

Hugh McAskill fue hacia la puerta y sonrió alegremente cuando la vio. Maureen le devolvió la sonrisa, contentísima de verle a él, a sus dientes separados y a su pelo de oro y plata.

– ¿Ha venido a la reunión? -le preguntó.

– No -contestó ella intentando ocultar su alegría-. Sólo he venido a verle.

– Pase y tómese una taza de té -le dijo, y Hugh entró en la habitación sombría. La mujer inglesa puso mala cara-. No pasa nada -dijo él-. Es una de las nuestras. Lo que pasa es que todavía no quiere asistir a las reuniones, eso es todo.

Maureen entró y cerró la puerta. El suelo estaba ligeramente inclinado y bajaba hacia un desagüe en el centro de la habitación; sintió que sus gemelos llevaban la carga de la pendiente. Encima de una mesa coja había varias tazas de cristal ahumado, una bandeja de galletas de chocolate caras y una tetera humeante. Otras cuatro mujeres de mediana edad estaban de pie en grupo al fondo de la habitación y miraban a Maureen con una curiosidad benigna. Dieron un paso al frente de una en una y se presentaron por sus nombres de pila.

La puerta de detrás de Maureen se abrió y entró un hombre ridiculamente alto de unos veinte años que tuvo que agachar la cabeza para pasar por el marco bajo de la puerta.

– Hola a todos :-dijo, y pasó la mirada por la habitación hasta que encontró la bandeja de galletas. Se fue directo a ellas, cogió tres y se las comió a la vez. Miró a Maureen-. ¿Quién eres?

– Me llamo Maureen O'Donnell.

– ¿Has sido víctima de incesto?

– Mm, sí -contestó ella frunciendo el ceño y deseando que el chico no se metiera donde no le llamaban. Su conducta era tan insistente y alegre que Maureen sospechó que se encontraba frente a un hombre terriblemente infeliz.

– Aquí no tienes por qué sentirte incómoda por eso -le dijo él, sonriendo con la boca llena de migajas de galletas de chocolate-. A todos nos ha follado nuestra familia.

El chico la miró, esperando algún tipo de respuesta, pero a Maureen no se le ocurrió nada que decir.

– Genial -dijo ella.

McAskill la llevó aparte, haciendo que quedara de espaldas al hombre contento y triste.

– ¿Por qué quería verme? -le preguntó dulcemente.

Maureen habló en voz baja.

– Me preguntaba si Joe McEwan habría recibido alguna llamada… de algún destino turístico exótico, quizá.

McAskill echó la cabeza hacia atrás y se rió. Maureen le vio los dientes empastados.

– No se rinde, ¿verdad? ¿Sabía que Joe McEwan quiere estrangularla? Tenemos un caso que llama la atención y a un chiflado que grita que se está quemando.