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– Entonces, ¿las huellas de Angus coinciden con las que encontraron en el cuerpo de Martin?

– Sí, completamente. Incluso llevaba uno de esos enormes cuchillos.

– ¿Dónde?

– En la cartera de piel.

Maureen miró hacia arriba y soltó un suspiro.

– Joder.

McAskill suspiró con ella.

– Ha tenido mucha suerte, ¿lo sabía?

Maureen asintió con la cabeza.

– Ya lo creo. ¿Por qué sabe McEwan que fui yo?

– Bueno, despistó a los policías que la vigilaban y sus huellas estaban por toda la nota. Aunque estaban bastante borrosas. La enfermera del hospital local cogió la nota de unas cincuenta formas distintas antes de llamarnos.

McAskill le sonrió y Maureen pensó que quizá podía arriesgarse.

– ¿Puedo preguntarle algo, Hugh? ¿Algo sobre el caso?

Estaba indeciso.

– Depende.

– ¿Por qué dejaron de buscar a alguien que no tuviera coartada para el día? ¿Por qué empezaron a pensar que había ocurrido por la noche?

McAskill se quedó perplejo.

– ¿Cómo sabe todo eso?

– Bueno, simplemente lo sé.

Parecía ofendido.

– ¿Ha hablado con alguien más?

– No, es sólo que… advertí que primero preguntaron por el día y luego, la segunda vez que McEwan interrogó a Liam, empezaron a hacer preguntas sobre la noche.

– Oh -dijo McAskill, estudiando sus palabras-. Tiene razón. -Parecía abatido-. ¿Se acuerda de lo que había en el armario?

– Sí.

– Se estaba descomponiendo a un ritmo distinto del resto del cuerpo. Había un desarreglo en las horas.

– Oh -dijo Maureen, y deseó no haber hecho la puta pregunta-. Entiendo.

– De todas formas -dijo Hugh-, McEwan cree que usted lo hizo para tomarle el pelo.

– Sí. Todo lo que hago tiene que ver con Joe McEwan.

McAskill le dirigió una mirada de seria admiración.

– Lo hizo por ella, ¿verdad? ¿Por su amiga?

A Maureen no le apetecía hablar de sus motivos en ese instante. Lo había hecho por Siobhain y por las otras mujeres hasta el momento en que había corrido hacia él y le había pateado la cabeza.

– Sí. Un poco. Bueno -dijo rascándose la cabeza, clavándose las uñas en el cuero cabelludo-, Joe está enfadado pero no va a ir a por mí ni nada, ¿no?

– No, no tenemos pruebas. El tío está hecho un lío, tiene LSD por toda la boca y por la garganta. No podemos decir que no lo tomase por voluntad propia. Lo único que tenemos es a un borracho de una cafetería que dice haber visto a tres mujeres que no eran de allí. Las huellas de las notas no nos sirven. No podemos hacer nada.

– Dios mío, he tenido suerte -dijo Maureen casi para sí misma.

– Sí, así es -dijo Hugh-. Por cierto, se cayó y se rompió la nariz.

Una ola de calor le subió por la nuca.

– Siento oír eso -dijo Maureen con indiferencia.

– ¿Quiere una galleta? -le preguntó McAskill, y se inclinó para arrebatarle la bandeja al chico y le ofreció las galletas a Maureen. El chocolate negro era amargo y tan grueso que cuando sus dientes se hundieron en él causaron un vacío.

– Virgen santísima -dijo Maureen-. Están buenísimas.

– Sí -dijo McAskill mirando tiernamente su galleta-. Las comemos cada semana.

– ¿Dónde está ahora?

– ¿Quién? ¿Joe?

– No, el tipo del destino turístico exótico.

– En Sunnyfield.

– ¿El hospital psiquiátrico?

McAskill sacudió la cabeza con solemnidad.

– No es un hospital psiquiátrico. Es un hospital psiquiátrico penitenciario.

– ¿Qué diferencia hay?

– Que las personas que están en un psiquiátrico normal tienen quien se preocupe por ellas.

– No pensaba que los efectos durarían tanto. Ya han pasado cinco días.

– Sí -dijo McAskill-. Nunca se sabe cuánto tardarán en pasar los efectos del LSD. De todas formas, está detenido, así que no va a ir a ninguna parte.

La mujer inglesa del traje chaqueta negro abrió una pequeña puerta de la pared que conducía a una escalera de caracol de madera.

– Es nuestro turno -dijo-. Son las ocho.

El grupo de personas que esperaba cogió sus tazas y subieron las escaleras en fila india.

– ¿Seguro que no quiere venir?

– No, Hugh. Otro día.

– Quizá lo pasaría bien.

– Ya. Tengo problemas con mi familia… Si subo, tendré que pensar en ello y me estallará la cabeza.

McAskill la miró respetuosamente.

– No sé por qué, pero lo dudo. Vuelva, ¿vale? Aunque sólo sea por las galletas.

Maureen le dio un golpecito en las costillas.

– Volveré para verle.

McAskill sonrió.

– Hágalo.

La miró mientras Maureen salía al callejón bien iluminado y cerraba la puerta tras ella.

38. Angus

Siobhain había ido de compras con el fajo de dinero de Douglas y había comprado un televisor de treinta y dos pulgadas. Llevaba incorporado un reproductor de vídeo, altavoces desmontables con sonido estéreo y su propio mueble color negro mate a juego. Empequeñecía el resto de cosas que había en su salón. Incluso la estufa de gas que estaba junto a la pared parecía un juguete al lado de la gigantesca tele. Leslie desenrolló el cable y la enchufó. Maureen dio un paso hacia, adelante para encenderla.

– No -dijo Siohain-. Mira.

Sacó el mando a distancia de una bolsa de plástico, puso las pilas y apretó un botón. El enorme televisor despertó a la vida. Retrocedieron y se quedaron mirándolo.

– Guau -dijo Leslie-. No es que la tele me vuelva loca pero es la hostia.

– No digas palabrotas -dijo Siobhain, que leía las instrucciones del mando a distancia.

– ¿Cómo?

– He dicho que no digas palabrotas, no en mi casa. No hace falta hablar mal.

Siobhain se puso a jugar con el mando, haciendo zapping y subiendo y bajando el volumen y el color en cada canal, inconsciente de que Leslie le estaba haciendo muecas de burla detrás de ella.

– Y va rápido como un cohete -dijo Maureen, intentando que se calmaran los ánimos. Miró a Siobhain sin saber si era el momento adecuado. Metió la mano en su bolso y sacó la esquina de una cinta de vídeo para que Leslie la viera. Leslie asintió con la cabeza.

– Me voy un ratito -dijo alegre, y desapareció tras la puerta del baño.

– Siobhain -dijo Maureen-, quiero que veas una cinta. Es algo que grabé anoche de la tele. ¿Quieres verlo?

– Vale.

Maureen sacó la cinta y la introdujo en el vídeo.

– Son imágenes de Angus -le dijo Maureen.

– ¿Qué Angus? -preguntó Siobhain, todavía absorta en el mando.

– Angus Farrell.

– Oh.

Maureen había esperado una reacción mayor como lágrimas o un silencio completo, pero no aquel signo de indiferencia. De todas formas, puso la cinta.

– ¿Está rebobinada? -preguntó Siobhain.

– Sí, sólo tienes que ponerla en funcionamiento.

Siobhain puso el canal del vídeo y le dio al botón de reproducción. En la enorme pantalla, la mujer de las noticias parecía recién salida de la década de los ochenta. Las imágenes mostraban, a cámara lenta, el momento en que Angus era trasladado de un gran portal de piedra a una furgoneta de la policía que le estaba esperando. Iba esposado a un policía. Tenía la nariz aplastada hacia un lado como la de un boxeador y no llevaba las gafas. La boca le colgaba. La voz en off dijo que le habían acusado de la muerte de Douglas Brady y de otro hombre. Iban a recluirle en el Hospital Psiquiátrico Sunnyfield por un tiempo para que recibiera tratamiento. Carol Brady apareció en la pantalla y dijo llorando que agradecía a la policía su excelente labor y que ahora quería que la dejaran a solas con su familia. El reportaje acabó y una línea negra cruzó rápidamente la pantalla, borrando la imagen.