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La doctora Eckhardt volvió a ponerse las gafas y examinó el informe.

– Otra cosa que deberíamos investigar son violaciones o intentos de violación previos que hayan quedado sin resolver. Puede ser que nuestro asesino haya cometido ataques sexuales en el pasado como preludio a la acción principal.

– ¿Hemos investigado ataques recientes como los que ha descrito la doctora Eckhardt? -preguntó Van Heiden. Werner miró a Fabel; su expresión decía: «¿Por qué no se nos ha ocurrido?». Otra mirada de advertencia.

– Sí, Herr Kriminaldirektor -contestó Fabel-. Hemos interrogado a todos los delincuentes sexuales que encajan con el perfil. Nada; aunque hubo diversos ataques a mujeres en el área de Harburg y Altona el año pasado que quedaron sin resolver. Estamos interrogando de nuevo a las víctimas, por si acaso.

– Muy bien, Kriminalhauptkommissar Fabel -dijo Van Heiden-, manténgame informado. Mientras tanto, tenemos una cita. -Miró la hora-. ¿Nos vemos arriba dentro de diez minutos?

– De acuerdo.

Fabel se acercó a la pared que estaba cubierta con las fotos de las víctimas tomadas en las escenas de los crímenes. El flash confería a las imágenes una intensidad artificiaclass="underline" colores nauseabundos que estallaban en el papel brillante. Parecían irreales, goyescas. Sin embargo, eran reales: hacía cuatro largos meses, un día frío y ventoso, Werner y Fabel fueron a Lüneburg Heath, con los cuellos de los abrigos subidos para protegerse de un viento cortante nacido en Siberia que había recorrido la llana planicie báltica sin hallar ningún obstáculo. Era como un paisaje lunar; el resplandor severo de las lámparas de arco portátiles iluminaba la noche; el aire frío chisporroteaba con el parloteo sibilante de las radios de la policía. Se quedaron mirando el cuerpo mutilado de la primera víctima, Ursula Kastner, una abogada de veintinueve años que había salido de su despacho y había entrado directamente en el infierno. Yacía delante de ellos en el brezal con un vacío negro en mitad del pecho. Al día siguiente, había llegado el primer mensaje de correo electrónico para Fabel.

Se percató de la presencia de Maria Klee a su lado.

– ¿Por qué lo hacen? -Fabel habló tanto para sí mismo como para ella. Pasó la vista por las imágenes.

– ¿Por qué hacen el qué?

– ¿Por qué acceden? Parece que la primera víctima quedó con el asesino. Encontramos su coche aparcado y cerrado en un área de descanso de la autobahn, y no había señales de forcejeo o de rapto con violencia. Y esta segunda víctima… es como si hubiera invitado a entrar al asesino; o éste tuviera llave. No hay señal de que forzaran la entrada, o de un forcejeo en la puerta o cerca de ella. Supongo, en cierto modo, que uno puede entender que una prostituta sea, bueno, acogedora. Pero Ursula Kastner era una joven inteligente que se preocupaba por su seguridad. ¿Por qué ambas accedieron a ver a un completo desconocido?

– Si es que era un desconocido -dijo Maria.

– Si sigue el perfil típico del asesino en serie, como sabes, no elige a víctimas que ya lo conozcan… -Susanne Eckhardt se unió a Fabel y Maria.

– Entonces, ¿por qué Kastner se fue con él y Monique lo dejó entrar? -Fabel repitió su pregunta. Maria se encogió de hombros.

– Quizá tenía algo que invitaba a confiar en él. -Susanne hizo una pausa, como si sopesara sus propias palabras-. ¿Recordáis el caso de Albert DeSalvo?

Maria y Fabel se miraron sin comprender.

– Albert DeSalvo. El estrangulador de Boston. Asesinó a doce mujeres en Boston a principios de los sesenta…

– ¿Qué pasa con él? -La confusión de Fabel era auténtica.

– La policía de Boston se hizo exactamente la misma pregunta: «¿Por qué las víctimas lo dejaban entrar en su casa?».

– ¿Por qué?

– DeSalvo era fontanero de profesión. Llamaba a la puerta y decía que el administrador del edificio le había pedido que se pasara. Si la víctima sospechaba o protestaba, DeSalvo simplemente decía «vale» y se marchaba como si no le importara. Como las víctimas no querían buscarse problemas con los caseros, como DeSalvo obviamente llevaba las herramientas auténticas de su profesión con él, y como no insistía, volvían a llamarlo y abrían la puerta.

– ¿Qué quieres decir, entonces? -preguntó Maria-. ¿Que deberíamos buscar a un fontanero?

Susanne suspiró con impaciencia.

– No. No necesariamente. Pero es posible que se haga pasar por algo similar. Por alguien que invite a confiar en él, aunque para la víctima sea un desconocido.

Maria se golpeteó los dientes con el bolígrafo.

– Sabemos que este tipo tiene, como él mismo ha admitido, un aspecto anónimo. Quizá, antes de asesinar, disfrute vistiéndose como alguien que tiene autoridad…

– Vaya, Herr Fabel -Susanne Eckhardt dejó ver sus dientes perfectos con una gran sonrisa-, la psicología amateur de Maria es mucho mejor que la suya.

Fabel paseó la mirada por las imágenes de la pared.

– Supongamos que adorna su ritual vistiéndose como una figura que tiene autoridad. ¿Qué profesión proporciona autoridad sobre las víctimas además de ganarse su confianza absoluta?

Maria Klee se quedó mirando a Fabel un momento. Cuando habló, lo hizo casi en un susurro.

– Mierda.

– ¿Informo yo al Kriminaldirektor o lo haces tú?

Antes de subir al despacho de Van Heiden, Fabel hizo una llamada al LKA7, la división especial del Landeskriminalamt dedicada a la lucha contra el crimen organizado. Pidió una cita para ver al Hauptkommissar Buchholz, quien estaba al frente del equipo que investigaba a la organización Ulugbay. Había algo en el tono de Buchholz que hizo que Fabel tuviera la sensación de que esperaba su llamada, pero que no la recibía de buen grado. Buchholz accedió a ver a Fabel a las dos y media de la tarde. Después de llamar a la división, Fabel sacó la carpeta azul de Klugmann, la que contenía su hoja de servicios en la policía de Hamburgo. Ahí estaba, tal como había esperado: Klugmann había trabajado seis meses -de hecho, los seis meses inmediatamente anteriores a su salida del cuerpo- a las órdenes directas de Buchholz como miembro de uno de los Mobile Einsatz Kommandos.

Fabel justo había acabado de recoger sus papeles para dirigirse al despacho de Van Heiden cuando Werner asomó la cabeza ovalada y calva por la puerta del despacho.

– Jan, el profesor Dorn ha dejado otro mensaje. Pide de nuevo si puede verte.

– ¿Tienes su número? -Fabel no levantó la vista y siguió recogiendo sus carpetas.

– Sí. Dice que puede ayudarnos con este caso. Se muestra muy insistente, Jan.

Fabel no levantó la vista.

– Vale. Concierta la cita.

Werner asintió con la cabeza y desapareció. Fabel se colocó las carpetas debajo del brazo y salió del despacho para dirigirse al ascensor. Mientras lo hacía, notó que el estómago se le revolvía de un modo desagradable al recordar la cara de su viejo tutor. La vio con bastante nitidez. Luego, intentó recordar otra cara, una cara que también asociaba con el apellido Dorn, pero no pudo.

El despacho de Van Heiden estaba en la cuarta planta del Polizeipräsidium de la policía de Hamburgo. Al salir del ascensor, Fabel se encontró de inmediato con una joven recepcionista atractiva y sonriente de paisano. Llevaba el pelo rubio claro peinado hacia atrás en una coleta y vestía una sobria blusa blanca y un traje de chaqueta y pantalón negro. Fabel podría haber entrado en un banco, sólo que sabía que aquella joven recepcionista hermosa era una Polizistin y tendría una SIG-Sauer PG automática de 9 mm en la cintura de la falda. Tras confirmar la cita, la recepcionista condujo a Fabel por un pasillo hasta una gran sala de reuniones: un rectángulo largo con grandes ventanas a un lado que daban, como la sala de información de abajo, a la Hindenburgstrasse. Una larga mesa de cerezo estaba flanqueada a cada lado por sillones de piel negros. Tres de las sillas, hacia el final de la mesa, estaban ocupadas: Van Heiden estaba sentado entre un hombre achaparrado de constitución fuerte con el pelo negro y corto y entradas, a quien Fabel no reconoció, y un hombre obeso y rubio y de tez ligeramente rubicunda al que parecía como si le hubieran fregado la piel recientemente. Fabel vio que era el Innensenator Hugo Ganz, ministro del Interior de Hamburgo. Junto a la ventana había un cuarto hombre, de espaldas a Fabel, que miraba el tráfico de la calle. Era muy alto y llevaba un traje elegante que no era alemán, sino seguramente italiano. Los tres hombres de la mesa estaban enzarzados en una discusión y hacían referencias continuas a las notas que había sobre la mesa.