– Entonces, ¿no cree que participarían en algo así?
– De ningún modo -respondió Buchholz-. Nunca ha sido su estilo, pero menos ahora. En cualquier caso, este tipo ya ha matado antes, ¿no?
– Sí. Una vez, que nosotros sepamos.
– ¿Y la víctima anterior no está relacionada con la organización de Ulugbay?
– Que nosotros sepamos, no.
Buchholz se encogió de hombros y levantó las manos, las palmas hacia arriba. Al cabo de un rato, señaló distraídamente la carpeta que Fabel tenía en la mano.
– ¿Tiene una copia del informe para nosotros?
Fabel le entregó la copia que había traído para Buchholz.
– Es para usted, Herr Hauptkommissar.
Buchholz se la entregó directamente a Kolski.
– Estaremos en contacto, Herr Fabel. Y, por supuesto, le agradeceríamos que nos lo notificara si decidiera investigar directamente a cualquier persona de la organización de Ulugbay.
– Por eso estoy aquí, Herr Hauptkommissar.
– Y se lo agradezco -dijo Buchholz-. Naturalmente, no podemos pedirle participar en su investigación, pero sí que podemos evitar pisarnos los unos a los otros.
– Espero que así sea y que podamos ayudarnos mutuamente, Herr Buchholz.
Miércoles, 4 de junio. 16:30 h
Pöseldorf (Hamburgo)
A media tarde, Fabel introdujo la llave en la puerta de su piso. Recogió el correo y lo revisó mientras cerraba la puerta con el codo. Fabel lanzó el correo y las carpetas que se había llevado a casa sobre la mesa de café y fue hasta la cocina, una habitación luminosa de acero y mármol que daba al espacio principal de la casa. Llenó la máquina de café y la encendió; luego se dirigió al cuarto de baño, se desnudó y metió la camisa y la ropa interior en la lavadora, que estaba en un cuartito junto al baño. Se afeitó antes de meterse en la ducha. Se quedó inmóvil, echó la cabeza hacia atrás para dejar que el chorro a presión chocara contra la piel de su rostro y dejó que los riachuelos de agua bajaran por su cuerpo. El agua estaba un poco demasiado caliente, pero no lo corrigió: quería que se llevara la contaminación de la noche.
Fabel pensó en las últimas once horas. Intentó centrarse en los hechos, en la escena que estaba reconstruyendo en su mente; pero no pudo borrar la imagen que le helaba el cerebro cada pocos segundos: la imagen del cuerpo de la chica. Dios santo, le había arrancado los pulmones… ¿Qué clase de monstruo haría una cosa así? Si se trataba de algo sexual, ¿que mutación indescriptible de la sexualidad humana podía obtener satisfacción con un acto como ése? Fabel pensó en Klugmann, en cómo alguien tan corrompido por la avaricia, las drogas y la violencia se había distanciado con tanta claridad y tranquilidad de un hecho tan indescriptible. Klugmann representaba todo aquello que Fabel no era, y viceversa. Eran dos extremos de la humanidad unidos por una atrocidad que negaba cualquier forma de humanidad.
Desnudo en la ducha, envuelto en una cortina de agua demasiado caliente, Fabel aún sentía un escalofrío en su interior que le provocaba un nudo helado en el estómago. Era un escalofrío que surgía de una seguridad que tenía encerrada muy dentro en su interior: así como el sol saldría mañana, aquel asesino volvería a actuar.
Después de ducharse, Fabel se puso un suéter de cuello vuelto de cachemira negro, se enganchó la automática en el cinturón de cuero negro de los pantalones deportivos de color pálido, y se enfundó su chaqueta Jaeger. Se sirvió un café solo y se acercó a los ventanales. El piso de Fabel se encontraba en Pöseldorf, en el barrio de Rotherbaum de la ciudad. Estaba en el ático de un sólido edificio de finales del siglo XIX que se erigía con una confianza no exenta de austeridad, como sus vecinos, a una manzana de distancia de la Milchstrasse. La transformación del edificio en apartamentos había incluido, en el piso de Fabel, la instalación de unos ventanales que iban casi del suelo al techo y que daban a los tejados de la Magdalenenstrasse y más allá a la zona ajardinada del Aussenalster. Desde sus ventanas, Fabel veía cómo los transbordadores rojos y blancos zigzagueaban por el Alster, recogiendo pasajeros -turistas, trabajadores, amantes- en una orilla y dejándolos en la otra; recoger, dejar, recoger, dejar, con una regularidad alegre que daba un ritmo a la vida de la ciudad. Cuando el sol estaba en el ángulo justo, podía ver el resplandor turquesa suave de la mezquita iraní en el Schóne Aussicht al otro lado de la lejana orilla del Alster. Cada vez que Fabel devoraba aquella vista, bendecía al arquitecto desconocido que había ordenado colocar aquellas ventanas.
Fabel llevaba años en aquel piso. Le encantaba. Su apartamento estaba donde el barrio estudiantil colisionaba con el rico y moderno Pöseldorf; se podía ir a la universidad a pie. En una dirección, Fabel podía recorrer las innumerables tiendas de libros y discos de la Grindelhofstrasse, o ver a medianoche una oscura película extranjera en el Abaton Kino; en la otra dirección, podía sumergirse en la prosperidad chic de la Milchstrasse, con sus bares especializados en vino, clubes de jazz, boutiques y restaurantes.
Las nubes por fin habían entregado el cielo al sol. Fabel se quedó mirando la vista perplejo, lleno de una ansiedad apagada que le provocaba náuseas y le roía el estómago. Fabel volvió a mirar hacia el Aussenalster, intentando ávidamente absorber su calma. El Hamburgo panorámico que se abría ante los ventanales del piso no parecía ni panorámico ni abierto. Fabel escudriñó el horizonte y luego pasó la mirada como un reflector por la vista que tan familiar le era: el enorme espejo del Aussenalster que reflejaba el cielo acerado; el verde que lo bordeaba y salpicaba la ciudad, y los pisos y oficinas metódicos que aparecían como burgueses seguros de sí mismos y comedidos supervisando cómo se desarrollaba el día. Hoy, la vista no lo tranquilizó. Hoy no era «otro» Hamburgo, distinto de la ciudad donde trabajaba. Hoy, mientras escudriñaba la vista, era consciente de la fusión entre la ciudad que amaba y la ciudad que vigilaba. Ahí fuera, en algún lugar, había algo monstruoso; algo maligno; algo tan violento y malévolo que costaba imaginar que fuera humano.
Fabel volvió a la cocina y se sirvió otro café. Al pasar por delante del contestador automático, le dio a la tecla de reproducción. La estéril voz electrónica anunció que tenía tres mensajes. El primero era del Hamburger Morgenpost, y le pedían un comentario sobre el último asesinato. ¿Cómo coño había conseguido aquella gente el número de su casa? Bueno, tendrían que saberlo; deberían esperar a la declaración oficial. Los dos últimos mensajes eran de otra periodista, Angelika Blüm: el nombre que Maria le había mencionado antes. Tenía un tono de voz raro, insistente. En lugar de pedirle a Fabel algún comentario, en su último mensaje había dicho: «Es de suma importancia que hablemos…». Era un enfoque nuevo. No le hagas caso.
Se acabó el café y se dirigió hacia el teléfono. Hizo dos llamadas. La primera, a Werner al despacho: estaba hablando por lo otra línea, y Fabel le dejó el mensaje de que iba de nuevo para la comisaría. En la segunda llamada, sujetó el auricular entre el hombro y la oreja mientras pasaba las hojas de su agenda de bolsillo para buscar el número. El teléfono sonó un buen rato antes de que contestaran.
– ¿Sí?