– Hola, jefe. – La Kriminalkommissarin Anna Wolff se dejó caer en el asiento trasero y se movió para que su compañero, Paul Lindemann, pudiera subir al coche y cerrar la puerta-. En la Kriminalpolizei de Davidwache me han explicado cómo llegar. Te iré indicando por dónde ir.
Salieron de Davidstrasse. El falso glamour de Sankt Pauli pasaba ahora a ser pura sordidez. Las promesas libidinosas en neón estridente tenían toda la noche para ellas y se reflejaban sombríamente en las aceras inundadas. El peatón ocasional caminaba arrastrando los pies, con los hombros encorvados bajo la lluvia, rechazando o aceptando las invitaciones que con un entusiasmo desabrido le ofrecían los porteros de los clubes de striptease. Doblaron otra esquina: la decadencia continuaba. Los portales estaban ahora ocupados por prostitutas delgaduchas y de aspecto triste, algunas terriblemente jóvenes, otras indudablemente viejas, o por vagabundos borrachos. Desde un portal, un grupillo animado de harapientos compartía una botella y gritaba obscenidades a los coches que pasaban, a las prostitutas, a todo el mundo y a nadie en particular. Y detrás de las puertas, detrás de aquellas ventanas opacas, se llevaba a cabo el negocio de la carne. Aquélla era la eterna zona decadente de Hamburgo: un lugar donde podía comprarse a seres humanos para cualquier propósito y por cualquier precio; un lugar de oscura anarquía sexual al que la gente acudía para explorar los recovecos más sucios de su alma.
Como parte de una investigación, una vez Fabel tuvo que ver una película snuff. Debido a la naturaleza de su trabajo, normalmente Fabel entraba en escena cuando el acto ya estaba terminado. Veía el cadáver, las pruebas, a los testigos, y a partir de todo aquello tenía que formarse una imagen del asesinato: imaginar lentamente el momento de la muerte. En aquel caso, por primera vez, Fabel se convirtió en testigo del crimen que estaba investigando. Había mirado fijamente la pantalla del televisor, con un torbellino de miedo y asco arremolinándose en su estómago, mientras una actriz porno que no sospechaba nada de lo que iba a sucederle interpretaba su papel habitual fingiendo como de costumbre un éxtasis insípido. A lo largo de toda la penetración cruda y sin amor que realizaban tres hombres con caretas de P.V.C., la chica emitía gemidos de embeleso claramente fingidos, ignorante del desenlace de aquel drama. De repente, con un único movimiento rápido y experto, uno de los hombres le ató una correa de cuero al cuello. Fabel advirtió la sorpresa y la vaga inquietud en el rostro de la chica: aquello no estaba en el guión, si es que había un guión para estas cosas; pero les siguió el juego, fingiendo una excitación sexual aún mayor. Entonces, a medida que apretaban la correa, el éxtasis simulado se convirtió en terror genuino. Su rostro se oscureció, y la chica se revolvió con fuerza mientras le arrebataban la vida.
No habían atrapado a los asesinos, y la chica se había unido a la legión acusadora de asesinados que circulaban por los sueños de Fabel. La cinta se había grabado por allí cerca, detrás de una de aquellas ventanas tapadas. Quizá estuvieran grabando una escena similar en ese mismo momento, mientras pasaban por delante.
Tras doblar otra esquina, Fabel se encontró en una calle residencial flanqueada por edificios de cuatro pisos. Aquella normalidad repentina desorientó a Fabel. Doblaron otra esquina: más pisos, pero aquí se acababa la normalidad. Una pequeña multitud se agolpaba alrededor del cordón policial, que a su vez rodeaba un puñado de coches de policía aparcados por fuera de un edificio achaparrado de los años cincuenta.
Fabel tocó la bocina y un Obermeister de uniforme se abrió paso entre la multitud. Era la mezcla habitual de don nadies, de rostros inexpresivos y que mostraban una curiosidad triste, algunos con pijama y zapatillas porque habían salido disparados de los apartamentos vecinos, otros de puntillas o moviendo la cabeza para ver más allá de sus compañeros de morbo. Quizá porque estaba acostumbrado a estas multitudes, Fabel se fijó en el anciano. Lo vio al pasar lentamente con el coche por entre el grupo de gente: tendría casi setenta años -no mediría más de metro sesenta y cinco-, pero era de constitución fuerte. Su rostro parecía un plano acabado en ángulos marcados, sobre todo en los pómulos altos debajo de unos ojos verdes pequeños y de mirada penetrante; unos ojos que, incluso a la luz débil procedente de las farolas y los faros de los coches, parecían brillar con intensidad y frialdad. Era un rostro de la Europa del Este, de los países bálticos o Polonia o más allá. A diferencia de las demás, la expresión del anciano reflejaba algo más que un ligero interés superficial y morboso. Y a diferencia de los demás, no estaba vuelto hacia el ajetreo de la actividad que la policía llevaba a cabo por fuera del edificio: miraba fijamente a Fabel a través de la ventanilla lateral del BMW. El agente de uniforme se interpuso entre el anciano y el coche de Fabel, se inclinó hacia delante y miró dentro cuando Fabel mostró su placa de la Kriminalpolizei. El policía saludó e hizo señas a otro agente para que levantara la cinta y permitiera pasar a Fabel. Cuando el policía se apartó, Fabel intentó encontrar al anciano de ojos luminosos, pero ya no estaba.
– ¿Has visto a ese viejo, Werner?
– ¿Qué viejo?
– ¿Y vosotros? -les preguntó Fabel a Anna y a Paul mirando hacia atrás.
– Lo siento, jefe -contestó Anna.
– ¿Qué pasa con él? -preguntó Paul.
– Nada. -Fabel se encogió de hombros y condujo hacia donde los otros coches de policía se apiñaban en torno a la entrada del edificio.
Había que subir tres tramos de escaleras para llegar al piso. El hueco de la escalera estaba iluminado por el resplandor lóbrego de los apliques en forma de semiglobo, uno en cada descansillo. Mientras subían, Fabel y su equipo tuvieron que detenerse y pegarse a las paredes de las escaleras para dejar pasar a los agentes de uniforme y a los técnicos forenses. En cada ocasión, advirtieron la seriedad adusta de los rostros silenciosos, la palidez de algunos de los cuales era consecuencia de algo más que la lúgubre luz eléctrica. Fabel supo que algo bastante malo los esperaba al final de las escaleras.
El joven policía de uniforme estaba medio inclinado hacia delante en una postura parecida a la de un atleta que acaba de finalizar un maratón: la rabadilla apoyada en el marco de la puerta, las piernas ligeramente dobladas, las manos sujetándose las rodillas y la cabeza gacha. Respiraba despacio y pausadamente, mirando fijamente al suelo como si absorbiera cada arañazo y rozadura del hormigón. No advirtió la presencia de Fabel hasta el último momento. Fabel le mostró la placa oval de la Kriminalpolizei, y el joven policía se irguió con rigidez. Cuando echó para atrás el pelo rubio rojizo e indisciplinado, reveló un semblante pálido tras una constelación de pecas.
– Lo siento, Herr Kriminalhauptkommissar, no lo había visto.
– No pasa nada. ¿Estás bien? -Fabel examinó el rostro del joven y le puso la mano en el hombro. El joven policía se relajó un poco y asintió con la cabeza. Fabel sonrió-. ¿Es tu primer asesinato?