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– Sí, ya conozco a Norbert… -dijo sonriendo, y extendió la mano al Eitel más bajo y joven. Éste sonrió y le besó la mano.

El anciano Eitel habló:

– Si nos disculpan, me temo que tenemos asuntos de gran importancia que tratar. -Los dos hombres hicieron una pequeña reverencia. El viejo Eitel extendió la mano.

– Aún no ha respondido a mi pregunta, Herr Eitel -insistió la periodista con rotundidad.

– Quizá otro día. Ha sido un placer, Gnädige Frau…

Mientras se marchaba, la periodista sonrió. «Gnädige Frau»… Era una forma de tratamiento que ella reservaría para una abuela aristócrata severa.

Mientras Eitel padre y Eitel hijo se quedaban mirando cómo cruzaba la recepción en dirección a la puerta, Wolfgang Eitel sustituyó la sonrisa por una expresión infinitamente más depredadora. Habló sin volverse hacia su hijo.

– ¿Quién es ésa, Norbert?

– ¿La periodista? Bueno, es una escritora por cuenta propia muy respetada; ha trabajado para Der Spiegel y Stern…

– Cómo se llama… -Era una orden, no una pregunta.

– Blüm… Se llama Angelika Blüm.

Miércoles, 4 de junio. 18:45 h

Carretera B73 de Hamburgo a Cuxhaven

El miedo recorría su cuerpo como una corriente eléctrica; un miedo delicioso que le producía un hormigueo en el cuero cabelludo y le tensaba el pecho. Era la misión elegida, y jamás lamentaba ser quien tuviera que correr todos los riesgos. Comprendía por qué era él quien tenía que arriesgarse a ser descubierto y capturado cada vez que necesitaban a una mujer para el ritual. Sólo él tenía que sentir el miedo ácido en el estómago cada vez que había que encontrar a una nueva víctima y deshacerse de ella después.

Quitó las manos del volante, primero una, luego la otra, se secó el sudor de las palmas y se concentró en la carretera. Sólo hacía falta un control policial rutinario, o un accidente menor, o un neumático pinchado y una patrulla de la autobahn servicial. Sería el fin. Ajustó el retrovisor para poder verla. Estaba echada en el asiento trasero. Su respiración ruidosa era profunda pero irregular, con un estridor áspero. Mierda. Quizá había utilizado demasiado.

– Aguanta -murmuró, sabiendo que la chica no podía escuchar nada-. Aguanta viva un par de horas más, zorra estúpida.

Miércoles, 4 de junio. 19:40 h

Aussenalster (Hamburgo)

El sol del atardecer, que por fin había vencido a la lluvia, daba un brillo dorado al transbordador Rundfahrt de las 19:30. Fabel estaba en la cubierta, con los antebrazos apoyados en la barandilla. El transbordador no estaba especialmente lleno, y en la cubierta sólo había una pareja de ancianos, sentada en silencio en uno de los bancos. Simplemente tenían la vista clavada en el Aussenalster, sin hablar, sin tocarse, sin mirarse el uno al otro. A Fabel le pareció que lo único que les quedaba por compartir era la soledad, y reflexionó un momento sobre cómo, desde que se había divorciado, su soledad era absoluta. Indivisible y no compartida. Había estado con más de una mujer, pero con cada nueva pareja llegaba un dolor profundo que era algo parecido a la culpa, y nunca habían sido relaciones duraderas. En cada nueva aventura, Fabel buscaba algo sólido que significara alguna cosa para él, pero nunca lo había encontrado. Había crecido entre las comunidades luteranas muy unidas entre sí de la Frisia Oriental, donde la gente se casaba para toda la vida. Para bien y, muy a menudo, para mal. Jamás había pensado que no sería marido ni padre a tiempo completo, para siempre. Era una constante de su vida, un áncora de salvación, como ser policía. Luego, Renate, su esposa, había eliminado el matrimonio de su vida, y Fabel se sentía perdido desde hacía mucho, mucho tiempo. Y, ahora, cinco años después de su divorcio, cada vez que compartía cama con otra mujer era como si cometiera un pequeño adulterio; como si fuera infiel a un matrimonio que había muerto hacía muchos años.

El transbordador siguió navegando. Fabel había embarcado en el muelle de Fährdamm en el Alsterpark y ahora estaban saliendo de la extensión verde y dorada que parecía brillar bajo el sol del atardecer. Fabel acababa de mirar el reloj -las 19:40- cuando se dio cuenta de que a su lado había una figura apoyada en la barandilla. Se volvió para mirar a un turco alto, de unos treinta y cinco años, de rostro alargado y atractivo y pelo negro. El turco esbozó una gran sonrisa, y las líneas de expresión que ya tenía debajo de los ojos se acentuaron aún más.

– Hola, Herr Kriminalhauptkommissar. ¿Cómo va la lucha contra el crimen?

Fabel se rió.

– ¿Qué quieres que te diga? Igual que tu negocio, siempre hay una clientela fija. ¿Cómo va el mundo del porno?

El turco se rió tan alto que la pareja de ancianos, todavía inexpresiva, miró en su dirección un momento antes de dirigir la mirada de nuevo al horizonte, simultáneamente y sin mediar palabra.

– Ya no me dedico a eso. La tecnología, ya sabes, el vídeo, el dvd y el cd-rom son ahora los que mandan. -Suspiró con una nostalgia exagerada-. Ya nadie quiere las viejas fotografías sucias de siempre. O sea, que me veo obligado a entrar en un negocio honrado.

– Por algún motivo no me parece que eso sea muy peligroso. -Fabel se quedó un momento callado-. Me alegra volver a verte, Mahmoot. Ahora en serio, ¿cómo va todo?

– Bien. He estado vendiendo las fotos de paparazzo a los tabloides. Acabo de cobrar un cheque de dos mil euros de Schau Mal! por una foto en la que se ve a uno de nuestros concejales más serios y entregados saliendo de un club de striptease.

– ¿Schau Mal!? -Fabel parecía desconcertado. Mahmoot se rió.

– Sí, no les importa hacer tratos con un turco si pueden sacar algo que les haga vender ejemplares.

– ¿Y puede ser que el concejal en cuestión fuera socialdemócrata? -preguntó Fabel.

– Bingo.

– No entiendo por qué tratas con ellos. Después de todo, sólo son un atajo de cabrones racistas.

Mahmoot se encogió de hombros.

– Escucha. Yo he nacido y me he criado en este país. Soy tan alemán como cualquiera. Pero como mis padres llegaron aquí como Gastarbeiters turcos, me he pasado la mayor parte de mi vida, de hecho hasta que el Gobierno de Schroeder subió al poder, sin derecho a tener ni pasaporte alemán ni la nacionalidad alemana. -La media sonrisa desapareció de su rostro-. He decidido que voy a coger cualquier cosa que pueda sacarle a este país.

Fabel miró hacia el agua. El transbordador había tocado el lado este del Alster en Uhlenhorst y ahora se dirigía hacia el sur.

– No puedo culparte, Mahmoot. Pero es que creo que tienes mucho talento. Algunas de esas fotografías que sacaste de familias inmigrantes eran magníficas… Odio ver cómo se desperdicia tanto talento.

– Escucha, Jan, estoy orgulloso de ese trabajo, pero nadie quiso comprarlo. Así que tomo fotos baratas para tabloides de mierda y, cuando eso se acabe, tendré que hacer fotos porno. Lo odio, ya lo sabes, pero tengo que ganarme la vida.

– Sí, ya lo sé.

– Bueno. -La sonrisa volvió al rostro de Mahmoot-. No me has llamado para verme y hablar de cómo me va. ¿Qué puedo hacer por ti?

– Un par de cosas. Primero… -Fabel metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una fotografía. Era la cara de la chica asesinada. La habían tomado en el depósito de cadáveres y le habían limpiado la sangre y peinado el pelo; la muerte y la iluminación estéril habían convertido su rostro en una máscara blanca inerte-. Me temo que es lo único que tenemos, aparte de una vieja fotografía borrosa de cuando era adolescente. ¿La reconoces?