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– No, no. Estos tipos son distintos. Pertenecían a una unidad especial de la policía de campo. Del Ministerio del Interior soviético o alguna mierda así. Son veteranos de Afganistán y Chechenia. No sé lo que hicieron allí, pero yo digo que fuera lo que fuera, es lo que hace que todo el mundo esté cagado de miedo.

El altavoz anunció que el transbordador estaba entrando en el muelle de Sankt Georg. Mahmoot estrechó la mano de Fabel con un apretón cálido, asegurándose primero de que nadie era testigo de aquel acto de amistad entre él y un policía.

– Yo me bajo aquí. Averiguaré lo que pueda sobre esa chica y Klugmann. Cuídate, amigo.

– Tú también, Mahmoot.

Fabel se quedó mirando cómo Mahmoot desembarcaba. Cuando el transbordador volvió a ponerse en marcha, Fabel se fijó en una chica bonita de pelo rubio corto que acababa de bajarse del transbordador; el sol moribundo daba a sus cabellos una tonalidad dorada iridiscente. Notó una punzada al contemplar su radiante juventud. Se dio la vuelta y se dirigió hacia el otro lado del transbordador, y no vio que la chica tomaba la misma dirección que Mahmoot, a unos veinte metros de distancia.

Miércoles, 4 de junio. 20:45 h

Alsterpavilion (Hamburgo)

El cansancio que se había apoderado de Fabel hacía unas horas era ahora más intenso. Cuando bajó del transbordador, se sintió arrugado y sucio. La tarde había desafiado a la temprana oscuridad del día, y el sol que descendía lentamente teñía ahora la ciudad de rojo y oro cobrizo. Desembarcó en el extremo sur del Binnenalster y recorrió a pie la corta distancia que había hasta los Alsterarkaden, en el corazón de la ciudad. Ocupó una mesa debajo de las columnatas de los soportales y pidió una ensalada Matjes y una cerveza Jever para acompañar el arenque. Los soportales están frente al Alsterfleet, y Fabel dejó vagar la mirada cansada por el agua que centelleaba bajo la luz de la noche mientras los cisnes se deslizaban graciosos por su superficie. Al otro lado del Alsterfleet estaba la principal plaza de la ciudad, en la que el Rathaus se alzaba con autoridad hacia el cielo y los relojes de cobre bruñido de la torre brillaban con intensidad bajo el sol del atardecer.

Fabel no sabía cuánto tiempo llevaba la mujer allí y se pegó un susto cuando oyó su suave acento de Múnich.

– ¿Puedo?

– Sí… sí… claro, Frau Doktor… -Fabel se quedó sin saber qué decir un momento con la servilleta en la mano, mientras se ponía de pie y acercaba una silla.

– Espero no importunarle… -dijo Susanne Eckhardt.

– No…, en absoluto. -Fabel hizo una seña a la camarera y se dirigió de nuevo a Susanne-. ¿Quiere tomar algo?

Susanne se volvió hacia la camarera y pidió una copa de vino blanco. Fabel le preguntó si quería algo de comer, pero ella negó con la cabeza.

– He comido algo rápido en el despacho. Pero, por favor, no quisiera interrumpirlo.

Fabel comió otro trozo de arenque. Se sentía extrañamente vulnerable, comiendo mientras ella lo miraba. Susanne Eckhardt echó la cabeza hacia atrás para dejar que el sol le calentara la cara; Fabel se descubrió de nuevo sobrecogido por su belleza.

– Estaba haciendo algunas compras en las galerías -señaló con la cabeza las bolsas que descansaban a su lado-, y lo he visto aquí. Parece exhausto. Ha sido un día largo, ¿verdad?

– Sin duda. Por desgracia, los días largos y las noches en vela tienden a ir con este trabajo.

Llegó el vino. Ella levantó la copa.

– Zum Wohl! Por los días largos y las noches en vela.

– Cheers. -Fabel normalmente utilizaba la expresión inglesa.

Susanne se rió.

– Claro: der englische Kommissar… Había olvidado que lo llamaban así…

Fabel le devolvió la sonrisa.

– Soy medio escocés. Mi madre era escocesa y estuvieron a punto de bautizarme con el nombre de «Iain». Jan fue una solución de compromiso. De todos modos, hay mucha gente en Hamburgo que se siente como mínimo un poco británica… La llaman «el barrio más al este de Londres»… Estoy seguro de que como sureña sabe a qué me refiero.

Susanne dejó la copa.

– Ya lo creo… No esperaba experimentar un choque cultural sin salir de Alemania, pero cuando dejé Múnich y me instalé aquí, he de admitir que me sentí como si emigrara a una tierra extraña. La gente de aquí puede ser un poco…

– ¿Anglosajona?

– Iba a decir reservada; pero sí, ahora que he vivido aquí, entiendo por qué dicen eso de la gente de Hamburgo. -Bebió otro sorbo de vino-. Pero me encanta. Es una ciudad maravillosa.

– Sí. -Fabel miró hacia el agua-. Sí que lo es. ¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí?

– Dos años… No, ya casi tres. La verdad es que me he adaptado bastante bien.

– ¿Qué la trajo aquí? ¿Fue por trabajo, o su marido es de Hamburgo?

Susanne se echó a reír por lo obvio de la pregunta de Fabel. Él también se rió.

– No, Herr Fabel… No estoy casada… ni tampoco tengo ninguna relación. Vine aquí porque me ofrecieron un trabajo en el Instituí für Rechtsmedizin. Y gracias al Instituí me ofrecieron un puesto consultivo en la policía de Hamburgo. -Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesa y descansó la barbilla en un puente de dedos entrelazados-. ¿Y qué le parece a Frau Fabel tener que dedicar tantas horas a su trabajo?

Fabel se rió al ver reflejada su propia torpeza.

– No hay ninguna Frau Fabel. O al menos, no la hay ahora. Llevo unos cinco años divorciado.

– Lo siento…, no era mi intención…

Fabel levantó las manos.

– No pasa nada. Ya me he acostumbrado. Es difícil que la pareja pueda aguantar esta vida, y mi esposa se lió con alguien, bueno, con alguien que estaba ahí cuando yo no.

– Lo siento mucho.

– Como he dicho, no pasa nada. Tengo una hija preciosa que pasa todo el tiempo que puede conmigo.

Se hizo un silencio entre ellos. De repente y de modo extraño, la conversación había dado un giro íntimo y parecía que ninguno de los dos ero capaz de encontrar el camino de vuelta. Susanne miró el agua del Alsterfleet en dirección a la plaza del

Rathaus mientras Fabel movía con el tenedor un trozo de arenque por el plato. Al cabo de unos segundos, los dos se pusieron a hablar a la vez. Susanne se echó a reír.

– Tú primero…

– Iba a preguntarte -comenzó Fabel, consciente de su tono vacilante. Repitió lo mismo, esta vez con más firmeza-: Iba a preguntarte, como veo que ahora no tienes tiempo, si quizá te gustaría cenar conmigo algún día…

Susanne esbozó una gran sonrisa.

– Me gustaría mucho. ¿Qué tal la semana que viene? Llámame al despacho y quedamos. -Miró su reloj-. Dios mío, tendría que estar en otro lugar… Gracias por el vino, Herr Fabel…

– Llámame Jan, por favor…

– Gracias por el vino, Jan… ¿Hablamos la semana que viene?

Fabel se levantó de la silla y le estrechó la mano.

– Puedes estar segura…

Se quedó mirándola mientras cruzaba los soportales y las franjas alternas de sombra y luz dorada que proyectaban las columnatas. La cerveza y el cansancio se mezclaban para proporcionarle una sensación de irrealidad. ¿De verdad le había dicho que sí?

Miércoles, 4 de junio. 21:00 h

Aussendeich, cerca de Cuxhaven

Era como si estuviera desconectada de su cuerpo, de su entorno inmediato, del mundo. Una capa espesa y viscosa envolvía su conciencia. A veces se aclaraba y percibía las cosas con mayor normalidad; luego, la cubría de nuevo y ofuscaba la realidad que la circundaba. Aquello la enfureció; sin embargo, incluso esa emoción cruda quedaba atenuada por el barro que rodeaba cada pensamiento, cada sensación, cada movimiento. Volvió a caer. Notó que las hojas húmedas se le pegaban a la cara; notó el sabor del mantillo fétido en la boca. Estaba rodeada de árboles.