Sabía cómo llamar a un lugar así, pero la palabra «bosque» le quedaba demasiado lejos, recordarla requería un esfuerzo intelectual muy grande. Se quedó tumbada un momento y luego se puso de pie, tambaleándose. Dio unos pasos más y volvió a caer. El cieno cubrió su conciencia una vez más; en esta ocasión era denso y oscuro, y de nuevo se quedó inconsciente.
Cuando se despertó, había oscurecido. Le invadió un instinto demasiado fuerte como para que la droga pudiera aplacarlo, y se puso en pie con dificultad. Había luces delante de ella; unas luces que parpadeaban entre las siluetas de los troncos de los árboles. Fue su instinto lo que la empujó a dirigirse hacia las luces, no el hecho de ser plenamente consciente de que delante tenía una carretera, auxilio, rescate. Tropezó un par de veces más, pero ahora caminaba hacia las luces como si fuera siguiendo una cuerda. La tierra que tenía bajo los pies se hizo más regular, cada vez había menos raíces o ramas con las que tropezar. Las luces se hicieron mayores. Más intensas.
Justo antes de que el camión la embistiera, lo vio todo claro. Oyó el chirrido de los neumáticos y miró, con los ojos muy abiertos pero sin que la deslumbraran, los faros que se acercaban a toda velocidad hacia ella. El sentimiento abrumador que la embargó fue de sorpresa: no entendía por qué, sabiendo que iba a morir, no sentía ningún miedo.
Miércoles, 4 de junio. 23:50 h
Altona (Hamburgo)
Como la mayoría de oficinistas y clientes de las tiendas hacía tiempo que se habían marchado, en el sótano del Parkhaus casi no había coches. Los neumáticos del Saab emitieron un chirrido al frenar para coger la curva pronunciada e inclinada de la rampa inferior que daba acceso a las plazas de aparcamiento situadas entre las columnas. En lugar de aparcar, se detuvo en el carril central; los faros atenuaban las luces laterales.
Un Mercedes, que había estado escondido en una plaza de aparcamiento detrás de una columna, salió de repente, se acercó al Saab y se detuvo cuando los dos coches estuvieron casi morro con morro. Ahora ninguno de los dos coches podía salir huyendo. Los turcos salieron primero, del Mercedes. Eran tres; de constitución fuerte. Dos se quedaron uno a cada lado del coche, con las puertas abiertas, y apoyaron los brazos en ellas, utilizándolas para protegerse el cuerpo.
El tercer turco, mayor y vestido con ropa más cara que los otros dos, se acercó al Saab, se inclinó hacia delante y dio unos golpecitos con los nudillos en la ventanilla del conductor. Se oyó el zumbido y el golpe de la ventanilla eléctrica al abrirse.
Luego, un disparo.
Los dos turcos que estaban junto al Mercedes vieron un chorro explosivo de sangre que salía de detrás de la cabeza del anciano cuando la bala, disparada desde el interior del Saab, emergió de su cráneo. Antes de que pudieran reaccionar, hubo más disparos fuertes, esta vez en una sucesión rápida, como cuando el granizo golpea un tejado. Pero procedían de detrás, de la dirección contraria al Saab aparcado.
Igual que el primer turco, ellos también murieron en el acto.
Dos hombres altos y rubios salieron de entre las sombras de detrás del Mercedes de los turcos. Mientras uno recogía metódicamente los casquillos del suelo del Parkhaus, el otro se acercó tranquilamente a los cuerpos de los tres turcos y disparó un único y concluyente tiro a la cabeza de cada uno; de nuevo, recogió los casquillos y se los metió en el bolsillo del abrigo tres cuartos de piel. Los dos hombres se dirigieron entonces hacia el Saab, desenroscando simultáneamente los silenciadores de sus semiautomáticas Heckler & Koch. Pisaron con total naturalidad los cuerpos y entraron en la parte de atrás del Saab, que dio marcha atrás con cuidado en una plaza de aparcamiento para completar un cambio de sentido en tres movimientos antes de enfilar la rampa de subida.
Jueves, 5 de junio. 10:00 h
Pöseldorf (Hamburgo)
Ahora había una brecha de sueño ininterrumpido y tranquilo entre Fabel y los sucesos del día anterior. Aun así, cuando despertó, un cansancio que le provocaba dolor de huesos lo tenía agarrado y no lo soltaba. Se obligó a iniciar la rutina de afeitarse, ducharse y vestirse. El Hamburger Morgenpost descansaba sobre el felpudo; lo dejó encima de la mesa del recibidor sin abrirlo.
Se tomó un café junto a los ventanales, con la vista perdida en la ciudad de Hamburgo. Un cielo plomizo se cernía sobre la ciudad, absorbiendo el color del agua, los parques y los edificios, aunque una tonalidad rosada detrás de las nubes prometía algo mejor para las horas siguientes del día. «Estás en algún lugar ahí fuera -pensó-, estás bajo el mismo cielo y estás esperando a actuar de nuevo. Estás impaciente por actuar de nuevo. Y nosotros estamos impacientes de que cometas un error.» Aquel pensamiento le agarró con fuerza el estómago.
Mientras Fabel miraba el cielo y bebía café, repasó mentalmente lo que tenían hasta ese momento. Tenía las piezas del puzzle y se suponía que debían encajar: un ex poli corrupto; una prostituta asesinada de un modo horrible; una víctima anterior cuatro meses antes, sin ninguna historia en común u otra conexión con la segunda chica asesinada, y un sociópata egomaníaco que reivindicaba ser el responsable de las muertes a través del correo electrónico. Pero siempre que Fabel intentaba juntar las piezas mentalmente, se desenganchaban las unas de las otras. Todo tenía sentido en la zona más superficial de su mente; pero en algún lugar recóndito del cerebro de Fabel, donde todo se sometía a un análisis más profundo, parpadeaba una lucecita roja de advertencia. Fabel se terminó el café. Respiró hondo largamente, absorbiendo el aire y la vista del otro lado del Alster; luego, se dio la vuelta, cogió la chaqueta y las llaves y salió para el despacho.
Desde el momento en el que entró en el amplio vestíbulo del Prásidium, Fabel advirtió la actividad frenética. Una docena de agentes del MEK, espectros de gris y negro agarrando con firmeza sus gafas protectoras y cascos, pasaron trotando junto a Fabel y se dirigieron a la salida delantera donde un transporte blindado los esperaba. Pasó por delante de Buchholz y Kolski, que mantenían una conversación con uno de los Erstenhauptkommisars de la Schutzpolizei, quien sostenía una tablilla con sujetapapeles azul. Los dos miraron en dirección a Fabel y lo saludaron breve y gravemente con la cabeza. Fabel les devolvió el saludo; aunque se moría por saber qué estaba pasando, reconoció la determinación adusta en sus rostros y decidió no decirles nada. Gerd Volker, el hombre del BND, salió del ascensor con cuatro hombres de aspecto duro cuando Fabel estaba a punto de entrar. Volker sonrió por obligación, le dio a Fabel los buenos días y pasó rápidamente a su lado antes de que pudiera decirle nada.
Cuando Fabel salió del ascensor, se encontró a Werner en el vestíbulo de la Mordkommission.
– ¿Qué demonios pasa?
Werner puso un ejemplar del Morgenpost, abierto en la página correspondiente, en las manos de Fabel.
– Ersin Ulugbay está muerto. Un trabajo muy profesional.
Fabel soltó un pequeño silbido. La imagen del Morgenpost mostraba a un hombre con un abrigo caro que yacía en el hormigón lleno de sangre y aceite. No había nada en el artículo que indicara un móvil, pero afirmaba que una de las tres víctimas era Ersin Ulugbay, «una figura muy conocida del hampa de Hamburgo». Las otras dos víctimas, dos hombres que se creía que eran de origen turco, aún estaban por identificar. A Fabel no le sorprendió haber encontrado una actividad tan adusta en la planta baja.
– Mierda. Va a haber una guerra terrible ahí fuera.