– Para eso se están preparando. -Maria Klee se había acercado a Fabel, llevando una taza de café en la mano. Levantó la taza-. ¿Quieres uno? -Fabel negó con la cabeza-. Todo el Präsidium está lleno de agentes del LKA7 y del BND… -Maria soltó una risa-. Si lleva una chaqueta de piel negra y tiene iniciales, está aquí y tiene una abeja metida en el culo.
– No sé por qué se molestan -dijo Werner encogiéndose de hombros-. Dejemos que esos cabrones se maten entre ellos. Así nos ahorramos tiempo y problemas.
– Por desgracia, existe una cosa que se llama fuego cruzado,
Werner -Fabel le devolvió el periódico-, y parece que fuego cruzado y transeúntes inocentes van siempre de la mano.
– Puede ser, pero a mí no se me caerá ni una lágrima por ese saco de mierda.
Fabel se dirigió a su despacho.
– ¿Tenéis un minuto?
Fabel se acomodó detrás de la mesa e indicó a Maria y a Werner que se sentaran.
– ¿Tenemos algo más sobre nuestra víctima de ayer?
– Nada -contestó Maria-. He comprobado las huellas, tanto con la policía de Hamburgo como con el Bundeskriminalamt. No tenía antecedentes penales. Y aún no hemos descubierto nada sobre la herida de bala. No hemos podido relacionarla con ningún tiroteo en el que hubiera mujeres implicadas en los últimos quince años en Hamburgo.
– Pues amplía el radio de búsqueda.
– Ya estoy en ello, jefe.
– Anna y Paul dirigen la vigilancia sobre Klugmann -dijo Werner-. Por ahora, ha ido directo a casa y se ha quedado en la cama. El último informe decía que las cortinas aún estaban bajadas y que no había señales de vida.
– ¿Tenemos algo más sobre alguno de los vecinos del piso donde hallamos a la chica? ¿Alguien ha mencionado haber visto a un tipo mayor de aspecto eslavo?
– ¿De quién estamos hablando? -preguntó Maria.
– Jan vio a alguien merodeando entre los morbosos cuando llegó a la escena del crimen -respondió Werner.
– ¿Un tipo bajito, de sesenta años, quizá mayor, que parecía extranjero?
Tanto Werner como Fabel miraron fijamente a Maria.
– ¿Lo viste?
– Llegué a la escena quince minutos antes que tú, ¿recuerdas? Ya se había congregado una pequeña multitud, y él estaba a unos cien metros, venía de Sankt Pauli. Me fijé en un anciano… Mi descripción sería que se parecía un poco a Krushchev…, ya sabéis, el anciano presidente soviético o lo que fuera… de los años setenta.
– Es ése -dijo Fabel.
– Lo siento, en aquel momento no pensé mucho en ello.
No es que estuviera huyendo de la escena del crimen o algo así, y hacía al menos una hora que el lugar estaba lleno de gente, así que ni se me ocurrió que fuera un posible autor del crimen… ¿Crees que es el asesino?
– No. -Fabel frunció el ceño-. No lo sé; me pareció que destacaba. Seguramente no sea nada. Pero no es de la zona y tú lo viste llegando al lugar. Quiero encontrarlo por eliminación.
– Preguntaré un poco más por ahí -dijo Werner.
– También quiero que intentéis descubrir si alguno de los vecinos vio a un policía por la zona antes del asesinato. Pero por el amor de dios, tened cuidado… No quiero que nadie piense que sospechamos de uno de los nuestros.
– Por supuesto -dijo Maria-, puede ser que no lleve uniforme. Quizá sólo ha conseguido una placa o algún distintivo de la Kriminalpolizei.
– Ya lo sé… Como dices, eso sería en el caso de que estuviera haciéndose pasar por policía. Pero el uniforme le facilitaría la entrada sin necesidad de muchas preguntas, seguramente. Vale la pena intentarlo.
Después de que Werner y Maria se marcharan de su despacho, Fabel intentó llamar a Mahmoot al móvil. Estaba a punto de estallar una guerra de bandas a gran escala, y Fabel había mandado a Mahmoot, desarmado, a la primera línea de fuego. El teléfono sonó hasta que, al final, saltó el buzón de voz.
– Soy yo. Llámame. Y olvida el favor que te pedí. -Fabel colgó.
Jueves, 5 de junio. 10:00 h
Stadtkrankenhaus (Cuxhaven)
A Max Sülberg el uniforme no le sentaba demasiado bien. De hecho, en sus veinticinco años de servicio en la policía de Niedersachsen, la mayoría de los cuales había pasado en la Polizeiinspektion de Cuxhaven, ningún uniforme le había sentado bien. Durante aquel tiempo, había pasado de ser un tipo delgaducho y desaliñado a ser barrigudo y desaliñado. Ahora, la camisa color mostaza de manga corta del uniforme le quedaba estrecha en la cintura y le hacía arrugas en el pecho y la espalda, y parecía que los pantalones del uniforme no habían pasado recientemente por la plancha. Era el tipo de policía desaliñado que normalmente tendría que rendirle cuentas al jefe, si no fuera porque las dos estrellas doradas de los distintivos verdes y blancos de los hombros indicaban que, de hecho, Max era el jefe.
Era un hombre bajito que se estaba quedando calvo, de rostro afable y bien curtido y que siempre tenía una sonrisa en los labios. Era un rostro familiar y de confianza para los que vivían en las tierras bajas y llanas comprendidas en el arco arenoso de la línea costera de Cuxhaven que iba de Berensch-Arensch a Altenbruch.
Ahora, la sonrisa de Max estaba ausente; la iluminación austera del depósito de cadáveres la había borrado de su rostro. A su lado estaba el doctor Franz Stern, un médico delgado y guapo de pelo negro y abundante que sobresalía inmaculadamente por encima del arrugado agente de la Schutzpolizei. Delante de ellos, sobre el acero frío de una camilla del depósito de cadáveres, descansaba el cuerpo aplastado de Petra Heyne, una estudiante de 19 años de Hemmoor. Max Sülberg llevaba mucho tiempo siendo policía, y eso significaba que, incluso en Cuxhaven, había visto casos de muerte y violencia más que suficientes. Sin embargo, mientras miraba el rostro sin vida de una chica que apenas era un año mayor que su propia hija, sintió el instinto irresistible de encontrar una almohada, algo, cualquier cosa, y ponérsela debajo de la cabeza. Y de decirle algo. Para consolarla. Meneó con fuerza la cabeza, incrédulo.
– Qué pérdida.
Stern suspiró.
– ¿Qué demonios hacía caminando por la carretera, tan lejos de todo?
– Sólo puedo suponerlo. Tendremos que esperar a la autopsia, pero yo diría que iba drogada. El conductor del camión dice que parecía totalmente desorientada cuando apareció delante de él. Es evidente que no pudo hacer nada para esquivarla, pero le está costando mucho aceptarlo. Pobre hombre.
– ¿Habéis avisado a los padres? -preguntó Stern.
– Están de camino. No llevaba bolso ni carné de identidad, pero sí una pulsera para emergencias médicas.
Sin pensar, Stern miró la muñeca de la chica. Una tontería, por supuesto, ya que la policía le había quitado la pulsera y la había guardado; pero algo le llamó la atención y frunció el ceño, sus cejas negras formaron una línea recta y le cubrieron los ojos. Se inclinó hacia delante.
– ¿Qué? -preguntó Sülberg. Stern no respondió, pero dio la vuelta al antebrazo de la chica e inspeccionó la muñeca. Centró su atención en el tobillo derecho, y luego en el izquierdo antes de examinar en último lugar y con la misma intensidad la muñeca izquierda.
Sülberg soltó un suspiro de impaciencia.
– ¿Qué pasa, Herr Doktor Stern?
Stern levantó la muñeca de la chica.
Sülberg se encogió de hombros.
– ¿Qué se supone que debo mirar? No veo…
– Fíjese bien.
Sülberg cogió las gafas de leer del bolsillo de la camisa del uniforme y se las puso. Cuando se inclinó para examinar la muñeca de la chica, se le revolvió el estómago al percibir el olor a muerte reciente. Entonces lo vio. Tenía rozaduras en la piel, y la parte interior de la muñeca un poquito roja.
– Lo mismo en los tobillos… -dijo Stern.
– Mierda… -Sülberg se quitó las gafas-. La han atado.