– Sonja, ¿dónde está Hans?
Sonja se encogió de hombros y sus ojos marrones se llenaron de lágrimas.
– No lo sé. Estaba aquí cuando me he marchado esta mañana. No me ha dicho que fuera a ir a ningún sitio. No ha salido desde que mataron a esa chica. Está muy alterado por lo sucedido. -Detrás de las lágrimas, su mirada se endureció-. ¿Han venido por eso?
– No le estamos acusando de nada. Sólo tenemos que hacerle unas preguntas.
Los ojos marrones seguían brillando con una mezcla de miedo y rabia.
– Sonja, ¿nos disculpa un momento? -Fabel se volvió hacia sus agentes-. Anna, Paul… Charlemos. Fuera.
Fuera en el descansillo, las expresiones de Anna Wolff y Paul Lindemann mostraban que ya sabían qué iba a decirles. Anna Wolff decidió adelantarse a Fabel y levantó las manos.
– Lo siento, jefe… Es imposible que se nos haya escapado. Lo hemos vigilado de cerca.
– No lo suficiente, al parecer. -Fabel se esforzaba por contener la frustración y la rabia que sentía-. Klugmann es la única pista que tenemos… y le habéis dejado escapar. -Los señaló con el dedo-. Lo habéis perdido. Encontradlo.
– Sí, jefe -dijeron los dos al unísono.
– Y comenzad por ver si algún vecino está en casa.
Fabel volvió al salón. Se sentó junto a Sonja en el sofá y apoyó los codos en las rodillas.
– ¿Se encuentra mejor?
– Váyase a la mierda.
– ¿Quién creía que éramos?
Sonja se volvió hacia Fabel y parpadeó.
– ¿Qué? ¿Qué quiere decir? -En ese instante, Fabel supo que la chica escondía algo.
– Sé que es muy inquietante que policías armados irrumpan en la casa de uno, pero ha pensado que éramos otra gente, ¿verdad?
Sonja bajó la mirada a sus rodillas.
– Mire, Sonja, ¿está Hans metido en algún lío? Si está en peligro, podemos ayudarle. Ayúdenos a encontrarlo. Que nosotros sepamos, no ha hecho nada malo excepto ocultarnos información. Pero necesitamos hablar con él.
Sonja se desmoronó. Grandes sollozos incontrolables. Fabel le pasó el brazo por los hombros.
– No sé dónde está… -Sonja señaló un teléfono móvil que había encima de la mesa de café-. Es su móvil… Nunca sale sin él. -Se volvió hacia Fabel; tenía los ojos grandes y redondos. Fabel recordó lo que Mahmoot le había dicho sobre ella: que era buena chica. Cogió el teléfono y comprobó el último número marcado. Era el mismo número al que Klugmann había llamado después de descubrir el cuerpo de Monique. Giró la pantalla hacia Werner, quien la leyó y lanzó a Fabel una mirada elocuente. Fabel se guardó el teléfono móvil en el bolsillo de la chaqueta y volvió a dirigirse a Sonja.
– Sonja, ¿quién creía que éramos?
– Hans ha estado haciendo unos negocios. Con extranjeros. Rusos o ucranianos, creo. Intentó mantenerme al margen, pero sé que son gente peligrosa. Quizá las cosas con ellos no hayan ido del todo bien. Estos últimos dos días me ha dicho que no abriera la puerta a nadie, que si venía alguien ya iría él. -Soltó un sollozo-. He pensado que quizá ustedes eran esas personas…
– Ahora está a salvo, Sonja. A partir de este momento, habrá un agente de policía vigilando el piso… hasta que Hans vuelva o hasta que lo encontremos.
Ucranianos. Fabel recordó lo que Mahmoot había dicho sobre la nueva organización que se había instalado en la ciudad. Debían de ser los responsables de la ejecución de Ulugbay. Y Klugmann trabajaba para Ulugbay. Pero Klugmann era un don nadie en lo que se estaba perfilando como una gran guerra entre bandas. Fabel sonrió a Sonja para tranquilizarla.
– ¿Dónde cree que podría estar? Quizá sólo ha salido un momento.
Sonja volvió a encogerse de hombros, pero su expresión era de profunda preocupación.
– Si hubiera tenido que salir esta mañana, me lo habría dicho. Sabía que iba a comprar la comida… -Miró hacia las bolsas de la compra, que estaban en la cocina. Le tembló el labio inferior.
– No te preocupes, cielo -dijo Fabel-, lo encontraremos.
Y le rogó a Dios estar en lo cierto.
Se estaba yendo todo al garete, y sabía que tenía los nervios a flor de piel. Tenía que concentrarse y estar atento. La concentración era buena; los nervios te mataban. La puerta de entrada al piso tenía una cadenita -se había cargado la cerradura principal con las prisas por entrar-, y pasó la cadenita, con la esperanza de que no se fijaran mucho en la cerradura cuando llegaran a la puerta, porque seguro que llegarían.
Klugmann se escapó por los pelos. Estaba preocupado por Sonja: llegaba tarde del supermercado y la estaba esperando, con el cuerpo pegado a la pared de la ventana para que los dos detectives de la Kriminalpolizei -un hombre y una mujer- del BMW marrón claro no lo vieran. Cuando reconoció el caminar garboso de Sonja, sonrió para sí: era una buena chica, y había intentado mantenerla al margen de todo aquello. Entonces vio a los dos policías que le habían interrogado, Fabel y Meyer, siguiéndola. Después de pasar por delante del BMW, los otros dos policías también se bajaron y se colocaron detrás de Sonja. Era una redada. No sabía qué habían descubierto, pero ahora no era buen momento para que se lo llevaran y le sometieran a un interrogatorio prolongado. Estaba demasiado cerca. Le había costado demasiado -tiempo, esfuerzo, una vida- como para que lo quitaran de la circulación en el último minuto. Atravesó la habitación, cogió la chaqueta y se guardó el arma en el bolsillo. Cerró la puerta con rapidez, pero no tan fuerte como para que pegara un portazo, y bajó los escalones de dos en dos. El casero había utilizado las mismas puertas en todos los apartamentos. La seguridad dependía de la puerta de la calle y no de las de los pisos, que técnicamente sólo tendrían que haberse utilizado como puertas interiores. Abrió la navaja y manipuló la cerradura, haciendo fuerza con el hombro. Era un arte preciso: requería la fuerza suficiente para abrir la puerta sin astillar la endeble madera. Oyó el chirrido del muelle de la puerta de la calle: Sonja estaba entrando, y ellos estarían a unos pocos pasos de distancia. La puerta cedió, Klugmann cayó dentro del apartamento y cerró la puerta con suavidad. Entonces oyó el chillido de Sonja, los gritos de Fabel y el sonido de los movimientos y voces en el piso de arriba. Cerró los ojos, apoyó la cabeza en la puerta y articuló la palabra «mierda». El móvil. Se había dejado el móvil en el piso. Y eso quería decir que había dejado su cuerda de salvamento en el piso. Tendría que buscar un teléfono, y rápido.
Sin embargo, ahora lo único que podía hacer era esperar.
El propietario de aquel apartamento era un yugoslavo de unos sesenta años. Klugmann había supuesto que seguramente era un inmigrante ilegal; pero después había descubierto que trabajaba de jardinero para el Ayuntamiento en el Sternschanzen-Park, arreglando parterres y recogiendo las jeringuillas usadas. Trabajaba siempre el turno de día, que empezaba a las once. El yugoslavo no llegaría a casa hasta las ocho. Klugmann tenía tiempo hasta entonces para intentar fugarse.
Ahora habría un poli apostado en la calle todo el día, lo cual le dificultaría salir de allí. La mayor ventaja que tenía es que pensaran que ya había abandonado el edificio y estuvieran esperando a que volviera, no a que saliera. Se sentó con la espalda contra la puerta y examinó la habitación. Quizá encontraba algo que ponerse; que le hiciera parecer mayor. El poli no ataría cabos. Estaría demasiado ocupado buscando a un joven que entrase, no a un viejo que saliera. Oyó voces en el descansillo: Fabel estaba echando la bronca al equipo de vigilancia por haberlo perdido. Klugmann se permitió una sonrisa. Oyó unos pasos y se pegó con fuerza a la puerta. Llamaron: el golpe con el puño de un policía. Klugmann respiraba despacio y de forma regular. Volvieron a llamar.