El joven Polizeimeister miró a Fabel fijamente a los ojos.
– No, Herr Hauptkommissar. No es el primero; es el peor. Nunca he visto nada igual.
– Me temo que seguramente yo sí -dijo Fabel.
Paul Lindemann y Anna Wolff ya habían llegado al final de las escaleras, y se unieron a Fabel y Werner. Un policía científico, que llevaba su tabardo del Tatort, les entregó a cada uno un par de chanclos azul claro y unos guantes blancos de látex. Cuando se hubieron puesto los guantes y los chanclos, Fabel señaló la puerta del piso con un movimiento de cabeza.
– ¿Vamos?
Lo primero que advirtió Fabel fue lo reciente de la decoración. Era como si hubieran pintado hacía poco el corto pasillo. Era del color de la mantequilla clara: agradable pero soso, neutro, anónimo. En el pasillo había tres puertas. Justo a la izquierda de Fabel había un baño. Un breve vistazo en su interior reveló un espacio compacto y, como el pasillo, limpio y nuevo. No parecía que lo hubieran utilizado mucho. Fabel advirtió que en las superficies y los estantes escasos no había los pequeños adornos que tienden a personalizar un cuarto de baño. La segunda puerta estaba abierta del todo y revelaba lo que sin duda era el cuarto principal del piso: el dormitorio y el salón en un mismo espacio. También era pequeño y aún parecía haber menos sitio por culpa del grupo de policías y forenses que había dentro. Cada cual desempeñaba su trabajo mientras mantenía un extraño baile con los demás, alzando los brazos, pasando los unos junto a los otros y creando una torpe coreografía. Al entrar, Fabel advirtió que todos los rostros reflejaban la solemnidad que cabría esperar en una situación como aquélla, pero que, en realidad, pocas veces se daba. Normalmente habría un elemento de humor negro: la inadecuada frivolidad negra que, de algún modo, permite que la muerte no afecte a quienes se enfrentan a ella. Sin embargo, no era el caso de estas personas. No en este piso. Aquí la muerte había tendido su mano y los había alcanzado, agarrándoles el corazón con dedos huesudos.
Cuando Fabel miró hacia la cama, supo el porqué.
– Scheisse! -murmuró Werner en algún lugar detrás de él.
Había una explosión de rojo. Una mancha de sangre teñía la cama de color carmesí y había salpicado la moqueta y la pared. La cama misma estaba empapada de sangre oscura y pegajosa, e incluso el aire parecía haberse impregnado de su olor intenso a cobre. En el corazón de aquella erupción sangrienta, Fabel vio el cuerpo de una mujer. Era difícil calcular su edad, pero probablemente tendría entre veinticinco y treinta años. Estaba con los brazos y las piernas extendidos, las muñecas y los tobillos atados a los postes, el abdomen deformado de modo grotesco. Le habían abierto el pecho y separado hacia fuera las costillas hasta que parecieron la superestructura de un barco. La blancura de las costillas rotas relucía a través del revoltijo de carne viva y vísceras oscuras y brillantes. Dos masas negras y sangrientas -los pulmones-, salpicadas de sangre espumosa y brillante, descansaban por encima de los hombros.
Era como si hubiera estallado por dentro.
A Fabel el corazón le latía con tanta fuerza que tuvo la sensación de que también a él iba a estallarle el pecho. Sabía que se había quedado blanco, y cuando Werner se acercó a él, pasando con dificultades junto al fotógrafo de la policía, Fabel vio la misma palidez en su rostro.
– Otra vez él. Pinta mal, jefe. Tenemos a la madre de todos los psicópatas que andan sueltos.
Por un momento, Fabel se dio cuenta de que no podía apartar la mirada del cadáver. Luego, cogiendo aire, se volvió hacia Paul.
– ¿Algún testigo?
– Ninguno. No me preguntes cómo pudo montar esta carnicería sin que nadie lo oyera, pero la han encontrado así. Sólo tenemos al tipo que la ha encontrado. Nadie vio ni oyó nada.
– ¿Hay alguna señal de que forzaran la entrada?
Paul negó con la cabeza.
– El tipo que la ha encontrado dice que la puerta estaba entreabierta, pero no, no hay ninguna señal de que forzaran la entrada.
Fabel se acercó al cuerpo. Parecía una crueldad que hubiera abandonado la vida de una forma tan violenta y terrible sin que nadie lo advirtiera. Su terror había sido un terror solitario. Su muerte -una muerte que Fabel no podía imaginar, tanto daba lo gráfica que se presentara ante sus ojos- había sido sombría, solitaria; se había producido en un universo que sólo había llenado la violencia fría de su asesino. Miró más allá de la devastación de su cuerpo, hacia el rostro. Estaba salpicado de sangre; tenía los labios ligeramente separados y los ojos abiertos. Su mirada no era de horror, ni de miedo ni odio, ni siquiera de paz. Era una máscara inexpresiva que no daba idea alguna de la personalidad que en su momento había vivido detrás de él. Móller, el patólogo, con mascarilla y su uniforme de forense blanco, estaba examinando el abdomen abierto. Hizo un gesto impaciente con la mano para que Fabel se retirara.
Fabel desvió su atención del cuerpo. El cadáver no era sólo un objeto físico; era una entidad temporaclass="underline" un punto en el tiempo, un hecho. Representaba el momento en que se había cometido el asesinato y, en la escena sellada del crimen, todo lo que lo rodeaba pertenecía al tiempo anterior o al tiempo posterior a ese momento. Examinó la habitación, intentando imaginársela sin el remolino de policías y técnicos forenses. Era pequeña, pero no estaba recargada. Faltaba algo de personalidad en ella, como si fuera un espacio funcional más que un hogar. Una fotografía pequeña y descolorida descansaba en el tocador junto a la puerta, apoyada contra la lámpara; la fotografía llamaba la atención porque era el único efecto realmente personal del dormitorio. Había un grabado en la pared, un desnudo femenino reclinado, con los ojos medio cerrados en una actitud de éxtasis erótico: no era algo que normalmente una mujer habría escogido para su disfrute. La cama se reflejaba en un espejo ancho de cuerpo entero, fijado a la pared que separaba el dormitorio de la habitación que había más allá, la cual Fabel supuso que sería la cocina. Advirtió un pequeño cesto de mimbre en la mesita de noche: estaba lleno de preservativos de varios colores. Se volvió hacia Anna Wolff.
– ¿Era puta?
– Eso parece, aunque nadie… nadie de antivicio de la comisaría de Davidwache la conoce. -El rostro de Anna estaba pálido bajo el pelo negro. Fabel advirtió que hacía un gran esfuerzo por no mirar en la dirección del cuerpo destrozado-. Pero sí conocemos al tipo que llamó.
– ¿Ah, sí?
– Un tal Klugmann. Es ex agente de la policía de Hamburgo.
– ¿Un ex poli?
– De hecho es ex agente del Mobiles Einsatz Kommando. Afirma que era amigo suyo… Tiene alquilado el piso.
– ¿«Afirma»?
– Los chicos de la policía local creen que debía de ser su chulo -contestó Paul.
– A ver, espera un… -La expresión impaciente de Fabel insinuaba que hacía responsable a Paul de su confusión-. ¿Decís que este tipo es un antiguo miembro del Mobiles Einsatz Kommando y que ahora es un chulo?
– Creemos que puede serlo perfectamente. Trabajó en la unidad de operaciones especiales MEK adscrita a la Sonder Kommission de drogas y crimen organizado, pero lo echaron.
– ¿Por qué?
– Al parecer, le tomó el gusto a las sustancias -contestó Anna Wolff-. Lo pillaron con una pequeña cantidad de cocaína y lo largaron. Le acusaron y se libró con una suspensión. El fiscal del estado se cuidó mucho de mandar a un miembro del MEK a la cárcel y, de todas formas, sólo eran unos gramos de coca… para consumo propio, según declaró.
– Parece que conoces bastante bien la historia.
Anna se rió.
– Mientras Paul y yo te esperábamos en la comisaría de Davidwache, uno de los polis nos contó toda la historia. Klugmann intervino en un par de redadas en Sankt Pauli. Las típicas operaciones sorpresa en las fábricas de droga de la mafia turca que llevan a cabo las unidades especiales del MEK. En ambos casos encontraron los locales limpios como una patena… Obviamente, les habían dado el chivatazo. Como eran operaciones conjuntas con la Kriminalpolizei de Davidwache, el MEK intentó echar la culpa a la policía local por descuidar la seguridad. Cuando pillaron a Klugmann, todo encajó.