– No lo sé.
– ¿No conoció nunca a ningún amigo suyo? -preguntó Fabel sin disimular su incredulidad.
– No.
Fabel le acercó una fotografía de la primera víctima, Ursula Kastner.
– ¿Sabe quién es?
– No. Bueno…, sí…, pero sólo por los periódicos. ¿No es la abogada a la que asesinaron? ¿Se la cargaron igual?
Fabel hizo caso omiso a la pregunta y dejó la fotografía sobre la mesa. Klugmann no volvió a mirarla. Fabel tuvo la sensación de que evitaba deliberadamente mirar la cara de Kastner. Un instinto comenzó a despertar en algún lugar de su interior.
– ¿Qué hay de la dirección de Monique antes de que se trasladara a vivir al piso?
Klugmann se encogió de hombros.
– Esto es ridículo -dijo Werner inclinándose hacia delante. Su corpulencia y la brutalidad de sus facciones daban a sus movimientos un aire amenazador que a menudo no era intencionado. Klugmann respondió irguiéndose en la silla y echando la cabeza hacia atrás con aire de desafío-. ¿Quiere que creamos que esta chica entró en su vida y en su apartamento sin que usted llegara nunca a saber su nombre completo o algo más sobre ella?
– Tiene que admitir, Herr Klugmann, como ex policía, me refiero, que todo esto parece un poco extraño -dijo Fabel.
Klugmann relajó la postura.
– Sí. Supongo que sí. Pero les estoy diciendo la verdad. Escuchen, ahí fuera el mundo es distinto. Monique tan sólo, bueno, una noche apareció donde trabajo y empezamos a hablar…
– ¿Estaba sola?
– Sí. Por eso me puse a hablar con ella. Arno, mi jefe, pensó que era una puta cara que buscaba clientes en nuestro club y me dijo que la echara. Nos pusimos a hablar y me pareció buena chica. Me preguntó si sabía de algún sitio donde pudiera alquilar una habitación o un piso, y le hablé de mi casa.
– ¿Por qué le ofreció su piso? ¿Por qué no vive usted en él?
– Bueno, tengo una especie de lío con una de las chicas del Tanzbar… Sonja. Me estaba quedando casi todas las noches en su casa porque está cerca del Tanzbar. Cuando alquilé el piso, me fui a vivir con Sonja mientras lo pintaban. Entonces conocí a Monique, y ella me dijo que estaba dispuesta a pagar bien, y por adelantado, por un lugar decente donde quedarse. También me dijo que quizá sólo sería de seis a nueve meses. Así que pensé que era una buena manera de ganar unos euros extra…
– ¿Y usted tenía que mantenerse al margen? -preguntó Werner.
– Ese era el trato.
– Entonces, ¿qué hacía allí a esas horas de la noche?
– Subí a verla. Lo hacía de vez en cuando para comprobar que todo marchaba bien. Nos llevábamos bien…
– ¿Iba a hacerle una visita a las dos y media de la madrugada? -preguntó Fabel.
– Ninguno de los dos tenía un horario normal.
– ¿En qué trabaja usted exactamente, Herr Klugmann?
– Como ya les he dicho, trabajo en un club nocturno…, un Tanzbar. Soy el subdirector.
Fabel volvió a consultar el informe.
– Ah, sí, el Paradies-Tanzbar que está por la Grosse Freiheit… ¿Es ése?
– Sí.
– ¿Así que trabaja para…?
– Ya sabe para quién trabajo. -Klugmann bajó la vista a la uña del pulgar que ahora estaba clavando en la otra.
Fabel sacó un segundo expediente de debajo del primero. Lo abrió y examinó la primera página. Klugmann vio su propia fotografía en la esquina superior derecha. Sus hombros encorvados se desplomaron.
– Sí… -Fabel se recostó en la silla y miró a Klugmann pensativo-. Actualmente trabaja para Ersin Ulugbay. No es precisamente el ciudadano del mes de Hamburgo, ¿verdad?
– Supongo que no.
– Un cambio de profesión extraño. -dijo Werner-. De estar en una unidad de élite de la policía a trabajar para la mafia turca.
– No me dieron muchas opciones para retirarme de la policía. -Klugmann sonrió con cinismo-. Como usted seguramente ya sabe. En cualquier caso, no trabajo para ninguna «mafia». Sé en qué anda metido Ulugbay, pero yo no participo en sus asuntos. Puede que Ulugbay sea el propietario del bar, pero mi jefe es Arno Hoffknecht, el director. No es mucho; se supone que soy el subdirector, pero en realidad sólo soy un segurata con un poco más de responsabilidad. Pero no meto las narices en nada.
– ¿En serio? -dijo Werner-. Ha elegido una expresión interesante. No sé si creerme eso de que no mete las narices en nada. Y no hablo metafóricamente.
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Cuándo se ha metido la última raya?
Los tendones del cuello grueso de Klugmann se tensaron.
– Váyase a la mierda, Arschloch.
Werner echó fuego por los ojos y pareció que su enorme cuerpo iba a estallar con violencia. Fabel tomó la iniciativa.
– Espero que no se demuestre que no ha colaborado con nosotros, Herr Klugmann. Su situación podría complicarse.
– ¿Qué quiere decir con que «mi situación podría complicarse»? Yo no tengo que ver una mierda con todo esto. Y no tienen pruebas de lo contrario.
– Nos está ocultando algo.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, ¿dónde está la agenda de citas de Monique?
– No sé de qué me habla.
– ¿O la cámara de vídeo que escondió detrás del espejo? ¿De qué iba todo eso? ¿Hacía chantajes, o simplemente se dedicaba a grabar pornografía?
Por un segundo, Klugmann pareció sorprendido.
– Mire, no tengo ni idea de qué está hablando. Ni puta idea.
Fabel se recostó. Werner reconoció la señal e inclinó su cabeza ovalada de pelo erizado hacia delante, sonriendo.
– No me gusta usted, Klugmann…
– ¿En serio? -Klugmann se fingió algo dolido por aquella sorpresa-. Y yo que pensaba que quizá teníamos un futuro juntos…
– No me gusta usted porque es un traidor y un sinvergüenza. Echó mierda sobre la policía cuando empezó a venderse a Ulugbay. -Werner se recostó e hizo una mueca de desprecio-. Apesta. Apesta a cloaca asquerosa. Vive con una puta…
Klugmann se puso tenso e hizo un movimiento repentino hacia delante. Fabel levantó la mano.
– Tranquilo…
Werner prosiguió, imperturbable.
– Vive con una puta, le alquiló su piso a otra puta para que un puto maníaco pudiera despedazarla, y trabaja en un antro para un padrino turco. ¿Cómo es, Klugmann? ¿Cómo es mirarse al espejo todas las mañanas? Por el amor de dios, era policía, y por lo que hemos visto en su historial, era bueno. En su día, debió de tener aspiraciones. Y ahora se ha convertido en… -Werner hizo un gesto hacia Klugmann, estirando los brazos como si quisiera mantener a raya algo pernicioso- esto. -Acercó aún más la cara a la de Klugmann-. Es una alimaña, Klugmann. No tengo ninguna duda de que podría ser usted quien ha dejado así a esta chica. Y no me creo toda esta mierda sobre que no sabe nada de ella excepto su nombre de pila.
Werner calló bruscamente. La sala quedó en silencio. Klugmann se dejó caer hacia atrás en la silla, extendiendo una pierna mientras la otra seguía con su baile nervioso. Fabel examinó el rostro de Klugmann. Vio la esperada máscara del desinterés: un aburrimiento estudiado que tantísimos otros habían adoptado con Fabel a lo largo de los años sentados a la mesa de interrogatorios; una expresión que pretendía transmitir falta de preocupación, pero que Fabel siempre podía penetrar. Mientras observaba a Klugmann, se dio cuenta de que, en su caso, no podía ver más allá de la máscara.
Werner continuó.
– No era amigo suyo, y no era cliente suyo… No subió a echar un buen polvo de cuatrocientos euros, ¿verdad? Por lo que sabemos, Monique jugaba en otra división… y estaba lejos de sus posibilidades económicas. -Klugmann no respondió y se quedó mirando el borde de la mesa-. Y no creo que sólo sea el casero desafortunado de una chica anónima que aparece destripada en el piso que le alquila. Así que ¿dónde nos deja eso? -Werner insistió-: No era amigo suyo. No era cliente suyo. Eso nos deja… Bueno, o la mató usted, o es usted un empleado de Ulugbay… el chulo de Monique, vaya. Creo que iba al piso a cobrar, y me refiero a algo más que el alquiler. Y si la chica protestaba, le daba un bofetón. ¿No es eso?