Subieron por separado a bordo del vuelo EI-177 y se sentaron dejando tres filas de separación; no volvieron a reunirse hasta que cruzaron el canal verde de la aduana en el aeropuerto de Dublín, una hora más tarde. Fuera llovía y el cielo estaba muy encapotado, pero Bond se sentía con ánimos para dirigirse por carretera al condado de Mayo. Mientras Heather comprobaba si estaba abierta la tienda del aeropuerto para comprarse un poco de ropa, él se fue a la oficina de alquiler de automóviles. Tenían un Saab disponible -no pudieron facilitarle su vehículo preferido Bentley Turbo tal como hubiera deseado-; Bond rellenó los impresos, utilizando su tarjeta de crédito y un permiso de conducir a nombre de Boldman. Cuando una típica irlandesa uniformada de rojo se disponía a acompañarle muy sonriente al automóvil, Bond se volvió y vio a Heather apoyada contra una columna a pocos metros de distancia. Estaba más pálida que la cera y sostenía en la mano un ejemplar del Evening Press de Dublín.
– ¿Qué ocurre, Heather? -le preguntó dulcemente.
– Ebbie -contestó la muchacha en un susurro-. Mira -añadió, mostrándole los titulares-. Debe de ser Ebbie. Los muy cerdos.
Bond sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca. Los titulares proclamaban en llamativas letras mayúsculas: MUCHACHA APALEADA Y MUTILADA EN UN HOTEL. Echó un vistazo al reportaje. Sí, era el hotel del castillo de Ashford, en el condado de Mayo, y la muchacha, todavía no identificada, había sido apaleada hasta morir. Parte del cuerpo había sido mutilado. Sí, pensó Bond, tenía que ser la número tres: Ebbie Heritage o Emilie Nikolas. Smolin, en el caso de que el coronel Maxim Smolin estuviera efectivamente detrás de los asesinatos, debía de tener dos equipos en acción. Mientras contemplaba a la temblorosa Heather, Bond comprendió que no estaría a salvo en ningún lugar.
– Tendremos que actuar con rapidez -le dijo en voz baja-. Ahora sigue a esta encantadora chica vestida con uniforme rojo.
5. Jacko B
No era simplemente lo que en Irlanda se suele llamar «tiempo moderado». La lluvia azotaba el parabrisas, impidiendo prácticamente la visión de los faros traseros de otros vehículos. Bond conducía con excesiva precaución mientras Heather lloraba a su lado.
– Yo tengo la culpa… Ya han desaparecido tres…, y ahora Ebbie. Oh, Dios mío, James…
– No la tienes. Quítate esta idea de la cabeza.
Sin embargo, Bond comprendía muy bien los sentimientos de la joven, tras haberle oído contar toda la historia en su despacho, hacía apenas unas horas.
La noticia del asesinato en primera plana del Evening Press le hizo comprender a Bond la imprudencia de dirigirse al castillo de Ashford. Tomó la carretera de salida del aeropuerto, estuvo a punto de chocar con un viejo Cortina amarillo con una antena formada por un colgador de metal, y después se desvió antes de llegar a la carretera principal de acceso a Dublín, por el norte. Vio un letrero indicador del hotel International Airport que ya conocía de otras veces. Aparcó el automóvil cerca de la entrada del hotel y miró a Heather.
– Deja de llorar -era una orden ni cruel ni despiadada, pero orden al fin y al cabo-. Deja de llorar y te diré lo que vamos a hacer.
En aquel momento, si alguien se lo hubiera preguntado, Bond no hubiera podido decirle lo que pensaba hacer, pero necesitaba la confianza y la colaboración de Heather. La muchacha le miró con los ojos enrojecidos.
– ¿Que podemos hacer, James?
– Ante todo, nos registraremos en éste hotel, sólo por una noche. No quiero aprovecharme de la situación, Heather, pero tendremos que pedir una sola habitación. Yo me acostaré en un sofá arrimado a la puerta. Somos el señor y la señora Boldman. Tomo una habitación de matrimonio sólo para protegerte. ¿De acuerdo?
– Lo que tú digas.
– Pues, entonces, arréglate un poco la cara y pareceremos un matrimonio inglés de lo más normal… O tal vez un matrimonio irlandés, según me salga la voz.
Una vez dentro, Bond consiguió imitar perfectamente el suave acento irlandés, pidió una habitación y le habló del mal tiempo a la remilgada recepcionista.
La habitación era cómoda, pero sin ninguna floritura; un típico lugar de paso. Heather se tendió en la cama. Ya no lloraba, pero se la veía cansada y asustada.
Entre tanto, Bond había adoptado unas rápidas decisiones. «M» le había empujado hacia aquel trabajo, dejando bien claro que no podría disfrutar de ningún apoyo oficial, pero él tenía sus propios contactos, incluso allí, en la República de Irlanda. Con tal de que sus caminos no se cruzaran con los de la embajada, no veía ninguna razón para no aprovecharlos.
– Comeremos en seguida -dijo-. Tú podrías refrescarte un poco en el cuarto de baño mientras yo hago unas llamadas.
Aunque Smolin los siguiera, con la ayuda conjunta de la HVA, el GRU y el KGB, no era probable que los teléfonos del International Airport hubieran sido intervenidos. Echando mano de sus facultades mnemónicas, Bond marcó un número y, al sonar el tercer timbrazo, contestó una mujer.
– ¿Está el inspector Murray? -preguntó Bond con su mejor acento dublinés.
– ¿De parte de quién?
– Dígale que de uno de sus chicos. Lo sabrá cuando hable conmigo.
La mujer no hizo ningún comentario. A los pocos segundos, Bond oyó la voz del inspector Norman Murray, de la Rama Especial de la Garda.
– Norman, aquí Jacko B.
– Ah, ¿eres Jacko? ¿Y dónde estás?
– En un lugar no muy seguro, Norman.
– ¡Bendito sea Dios! ¿Qué demonios estás haciendo ahí? Esperemos que no te hayas metido en ningún lío… ¿Y por qué no estoy yo enterado de tu presencia en el país?
– Porque no lo anuncié. No se trata de ningún lío, Norman. ¿Cómo está la encantadora señora Murray?
– Estupendamente.
Corre de un lado para otro todo el día y se dedica a jugar al squash basta bien entrada la noche. Te enviaría sus mejores saludos si supiera que hemos hablado.
– Prefiero que no lo sepa.
– Entonces, es que estás metido en un lío. ¿En un lío oficial?
– Pero más bien no se nota, tú ya me entiendes.
– Perfectamente.
– Estás en deuda conmigo, Norman.
– Lo sé muy bien, Jacko. Vaya si lo sé. ¿En qué puedo ayudarte? -hubo una leve pausa-. Oficiosamente, claro.
– Para empezar, está el asunto del castillo de Ashford.
– Jesús, espero que no se trate de nada de todo eso.
– Puede que sí. Pero, aun así, tendría que ser extraoficial. ¿Ya han identificado a la chica?
– Puedo averiguarlo. ¿Te llamo?
– Yo te llamaré, Norman. ¿Estarás aquí dentro de una hora?
– Sí. Pasada la medianoche, me encontrarás en casa. Esta semana tengo el turno de noche, pero mi mujer se irá por ahí a jugar al squash.
– Eso te crees tú.
– Vete al cuerno, Jacko. Llámame dentro de diez minutos o un cuarto de hora. ¿De acuerdo?
– Gracias.
Bond colgó inmediatamente el aparato, rezando para que Murray no estuviera controlado por la embajada. Nunca se sabía cómo podían reaccionar los de la Rama. Marcó otro número. Esta vez, contestó una voz despreocupada y cautelosa a un tiempo.
– ¿Mick? -preguntó Bond.
– ¿Por qué Mick pregunta usted?
– Por Big Mick. Dígale que soy Jacko B.
– Jacko, granuja -rugió la voz desde el otro extremo de la línea-, pero, ¿dónde estás? Supongo que en un hotel de lujo con la chica más guapa con que pueda soñar un hombre, sentada sobre tus rodillas.
– No la tengo sentada sobre las rodillas, Mick, pero hay efectivamente una chica muy guapa -Heather salía en aquel instante del cuarto de baño con la cara lavada-. Una chica guapísima -añadió Bond para que ella lo oyera.