– Pero, ¿por qué no me lo dijiste? Con el disgusto que me llevé. Sabías que estaba viva…
– Sabía que probablemente estaba viva.
– ¿Y por qué no tuviste la honradez de decírmelo?
– Porque no estaba seguro de ello y porque tu precioso Pastel de Crema se me antojó una operación improvisada desde un principio. Y me lo sigue pareciendo.
Bond se abstuvo de añadir otras cosas, porque su sentido del humor estaba un poco maltrecho. En teoría, Pastel de Crema era una buena operación, pero, en caso de que Heather fuera una típica muestra de las cinco jóvenes elegidas para llevarla a cabo, los planificadores de la misión habían cometido un fallo garrafal. No tuvieron tiempo de adiestrarles debidamente y consideraron suficiente que sus progenitores hubieran colaborado con ellos algunas veces.
Los nombres resonaban sin cesar en su mente como un disco rayado: Franzi Trauben y Elli Zuckermann, ambas muertas, con las cabezas machacadas y las lenguas hábilmente extirpadas; Franz Belzinger, que gustaba de llamarse Wald; la propia Irma Wagen y Emilie Nikolas, que debía estar en Rosslare.
Se preguntó por qué razón a Franz le gustaba llamarse Wald. Pero no, se dijo, tenía que empezar a llamarles por sus nombres ingleses, aunque de bien poco les hubieran servido. Tenía que pensar en las difuntas Bridget y Millicent, en Heather y Ebbie que aún estaban vivas; y en Jungla Baisley, que problablemente no había muerto.
Sin olvidar a esos cinco personajes, Bond recordó a otras figuras siniestras, especialmente a Maxim Smolin, a quien tantas veces había visto en borrosas fotografías de vigilancia y filmaciones llenas de sacudidas, deformadas a través de las lentes de fibra óptica, e incluso -sólo una vez- en carne y hueso, cuando salía del restaurante Fouquet, de los Campos Elíseos de París. Bond se hallaba sentado en la terraza de un café justo en la acera de enfrente en compañía de otro agente y, a pesar de la anchura de la calle y el intenso tráfico que circulaba por ella, la ruda apariencia militar de Smolin ejerció en él un profundo impacto. Tal vez porque caminaba exagerando el porte de un soldado profesional o por sus ojos en constante movimiento o sus manos, una apretada en puño y la otra extendida como si estuviera a punto de utilizar su canto a modo de afilado cuchillo. Smolin parecía irradiar energía y maléfico poder.
El séptimo protagonista, el «alguien situado mucho más arriba que Smolin», cuyo nombre Norman Murray no le había revelado, arrojaba una sombra más funesta sobre todo el asunto.
Volviendo al presente, Bond observó que había cesado de llover, aunque el aire era muy frío y unas negras nubes se perseguían unas a otras por encima de los tejados de los edificios. Cuando se detuvieron junto al semáforo en rojo, Bond distinguió a Big Mick
Shean, con su negra barba y su alborotado cabello, al volante de un Volvo de color granate. El irlandés no dio la menor muestra de reconocimiento, pero Bond estaba seguro de que ya habría identificado el vehículo aparcado y le habría visto por el rabillo del ojo en la otra acera y en compañía de Heather. Cruzaron la calle cuando el semáforo se puso verde, caminando despacio. Bond le había dicho a Heather que no corriera.
– Es más o menos lo que se hace cuando se enciende la mecha de un artefacto explosivo. Te alejas despacio y nunca corres, aunque tropieces.
Heather asintió. Estaba claro que tenía cierta idea sobre explosivos, lo cual significaba que había sido convenientemente adiestrada. En el transcurso del viaje a Rosslare, tendría ocasión de repasar sus conocimientos punto por punto.
No atravesaron el césped central de la plaza, sino que lo rodearon por el lado norte, dirigiéndose hacia el lado este donde tenían aparcado el automóvil. Al llegar a la altura del Hotel Shelbourne, Bond se detuvo casi en seco. Mirando hacia el famoso hotel, vio por segunda vez en carne y hueso la compacta y pulcra figura del coronel Maxim Smolin acompañado de dos corpulentos individuos de baja estatura. Los tres empezaron a descender por los peldaños, mirando a derecha e izquierda como si esperaran algún medio de transporte.
– No mires hacia el Hotel Shelbourne -musitó Bond por lo bajo-. No, Heather, no mires -repitió, apurando el paso mientras ella reaccionaba-. Sigue andando como si tal cosa. Tu ex amante acaba de salir de su escondrijo.
7. El Accidente
Hubiera sido absurdo echar a correr. Smolin conocía a Heather vestida y desnuda, y Bond suponía que a él también le debía conocer de vista. Al fin y al cabo, su fotografía probablemente figuraba en los archivos de todas las agencias de espionaje del mundo. Sólo podía abrigar la esperanza de que, en medio del intenso tráfico, y preocupado por la tardanza de su vehículo, Smolin no hubiera reparado en ellos. Pero sabía que las posibilidades eran muy escasas. Smolin estaba acostumbrado a distinguir los rostros más improbables entre una multitud de miles de personas.
Tomando suavemente a Heather del brazo, Bond dobló con ella la esquina y aceleró imperceptiblemente el paso mientras ambos se dirigían al automóvil.
Sintió un desagradable cosquilleo en la nuca, como si una docena de minúsculas arañas mortales le estuvieran recorriendo la piel. No era un símil muy afortunado, pero Bond era lo bastante realista como para saber que había muchas probabilidades de que los ojos del coronel Maxim Smolin estuvieran clavados en sus espaldas. Seguramente estaría sonriendo ante la coincidencia de ver a su antigua amante en Dublín. Pero, ¿seria una simple coincidencia?, se preguntó Bond. En aquel trabajo, la coincidencia era por regla general una palabrota. «M» solía decir que semejante cosa no era posible, del mismo modo que Freud dijo una vez que, en condiciones de estrés y confusión, no se podían dar los accidentes. Sentado en el interior del vehículo, Bond miró a través del espejo retrovisor mientras giraba la llave de encendido y se ajustaba el cinturón de seguridad. El tráfico era muy denso, pero, aun así, pudo distinguir un Cortina de color beige a su espalda, seguido de cerca por un Audi azul oscuro. Ya había visto a Big Mick al volante del Volvo granate; por consiguiente, todos los vehículos rodeaban el Green. Lo difícil sería salir con éxito, llegar a las afueras de Dun Laoghaire y bordear posteriormente la costa. La carretera atravesaría Bray y Arklow, Gorey y Wexford, y bajaría después a Rosslare. Difícil sí sería, porque, a lo mejor, tendrían que rodear el Green más de una vez para colocarse en posición, lo cual les obligaría a pasar de nuevo por delante del Shelbourne.
Bond empezó a salir de su zona de estacionamiento, impacientándose un poco al ver que no se producía ningún hueco en el tráfico. En cuanto vio la oportunidad, hizo rápidamente marcha atrás, puso primera y se adentró en la circulación. Segundos más tarde, ya había conseguido situarse detrás del Audi.
Rodearon una vez más el Green sin ver el menor rastro de Smolin y sus dos fornidos acompañantes a la entrada del Shelbourne. El Cortina se alejó al llegar al cruce y se fue directamente hacia Merrion Row y Baggot Street. Cuando llegaron por segunda vez al mismo punto, Big Mick se situó a su espalda, protegiéndole por detrás mientras el Cortina se adelantaba para efectuar un reconocimiento previo. A través del espejo retrovisor, Bond vio en el curtido rostro de Big Mick una sonrisa de satisfacción. En el asiento de atrás del automóvil, las bolsas de Heather resbalaron y es deslizaron de uno a otro lado mientras Bond cambiaba de carril. Quería abandonar Dublín a la mayor rapidez posible.
– ¿Por qué quería que le llamaran Wald? -preguntó súbitamente Bond.
Ya habían recorrido un buen trecho a pesar de la densidad del tráfico, y podían ver la majestuosa iglesia de estilo casi francés, que dominaba la pequeña localidad de Bray.
Heather llevaba un buen rato en silencio para que Bond pudiera concentrarse mientras circulaban por las simpáticas pero populosas calles que conducían a la salida de la ciudad, pasando por delante del Hotel Jury's y de la anacrónica Royal Dublin Society de Ballsbridge. Al oír la pregunta, la mujer experimentó un sobresalto.