– ¿Wald? ¿Te refieres a Franz? ¿A Jungla?
– No estoy hablando de la Selva Negra, encanto.
Los ojos de Bond estaban fijos en la carretera, los espejos y los instrumentos, en los que efectuaba comprobaciones cada treinta segundos. Pero la atención de su mente estaba repartida entre la conducción del vehículo y el interrogatorio que deseaba llevar a cabo. Heather tardó un poco en contestar, como si estuviera preparando la respuesta.
– Era curioso. ¿Has visto su fotografía? Bueno, pues, era tan guapo, con su cabello rubio y su tez clara, y se le veía tan sano y tan fuerte, que parecía una de aquellas fotografías que se ven a veces del ideal germánico de Hitler, del ario puro.
– Pero, ¿por qué se empeñaba en que le llamaran Wald? -repitió Bond con una punta de impaciencia.
– Era presumido.
– ¿Y eso qué tiene que ver?
Se detuvieron al llegar a un semáforo en rojo. El automóvil de Bond se hallaba pegado al Audi que circulaba a su espalda, mientras que el Volvo de Big Mick estaba separado de ellos por dos camiones.
– En el trabajo, era muy presumido. Decía que era capaz de ocultarse de cualquiera y que nadie podría encontrarle en caso de que él no quisiera. Sería algo así como buscarle en la espesura de un bosque. Creo que fue Elli quien dijo que deberíamos llamarle Wald [bosque], cosa que a él le encantó. Tiene muchos humos. ¿Se dice así?
– Por eso se llama ahora Jungla Baisley -dijo Bond, asintiendo-. ¿Buscarle a él sería como buscar un árbol determinado?
– Más o menos. O como buscar una aguja en un pajar.
Bond se inquietó.
– Dices que Elli le dio éste apodo. ¿Acaso vosotros cinco os reuníais con regularidad?
Hubiera sido un suicidio desde el punto de vista de la seguridad, pensó. Pero había muchas cosas en Pastel de Crema que no favorecían demasiado la seguridad.
– No muy a menudo. Pero si celebrábamos encuentros.
– ¿Los convocaba vuestro jefe?
– No. Swift nos veía de uno en uno. Manteníamos reuniones habituales en casas francas; nos citábamos en tiendas o parques. Pero debes comprender que todos nos conocíamos desde pequeños.
Bond pensó que eran casi unos niños cuando se concibió aquel monstruoso plan. Dos ya habían muerto con toda certeza, los demás tenían precios sobre sus cabezas y sus lenguas. Smolin no descansaría hasta meterlos a todos en sus ataúdes correspondientes. ¿Y qué ocurriría con Swift, su jefe? Había muchos datos sobre Swift en las carpetas que «M» puso a su disposición. Swift era el nombre de una calle; su verdadero nombre estaba cuidadosamente oculto, incluso en los documentos oficiales. Sin embargo, Bond conocía al personaje que se ocultaba detrás de aquel nombre. Era una leyenda viva entre los agentes, uno de los más expertos y hábiles de todo el sector. Le habían puesto el apellido de Swift [rápido] por la rapidez con la cual trabajaba, siempre veloz e infalible. No era muy dado a cometer errores. Y, sin embargo, caso de que Heather no le hubiera mentido con respecto al final de Pastel de Crema, no cabía la menor duda de que Swift había fallado estrepitosamente.
Estaban atravesando una verde y lujuriante campiña. Algunas casitas aisladas arrojaban al aire a través de sus chimeneas el humo de sus fuegos de turba. Era una tierra tranquila, pero un poco desordenada…, tan desordenada como Pastel de Crema. Bond volvió a repasarlo todo mentalmente.
Los progenitores de los cinco protagonistas eran agentes fuera de servicio que sólo de vez en cuando facilitaban alguna que otra información de espionaje.
Pese a lo cual, estaban muy bien colocados. El padre de Bridget era abogado y, entre sus clientes, figuraban muchos altos funcionarios. Los padres de Millicent ejercían como médicos y tenían entre sus pacientes a varios miembros de la comunidad de espionaje. Los otros tres pertenecían a familias militares o paramilitares: el padre de Ebbie era oficial de los Vopos, los de Jungla y Heather eran militares alemanes que trabajaban fuera de los cuarteles de Karlshorst, sede no sólo del Servicio de Espionaje, sino también del Cuartel General soviético en la Alemania del Este. Era lógico que, unos años atrás, aquellos cinco jóvenes hubieran llamado la atención de los planificadores de la operación contra objetivos clave de la Alemania del Este.
Bridget tendría que centrar sus esfuerzos en un miembro del Politburó de la Alemania del Este, y Millicent debería ofrecer sus «servicios» a uno de los siete oficiales del KGB que actuaban bajo una endeble tapadera de «asesores» en Karlshorst. Ebbie estaba destinada a un comandante del ejército de la Alemania del Este. Jungla y Heather tenían a su cargo los mayores trofeos: Fräulein capitán Dietrich, la oficial responsable de los altos funcionarios civiles de la HVA, bien conocida por su afición a los jovencitos, y el coronel Maxim Smolin.
Smolin se enamoró perdidamente de Heather, o eso por lo menos decían los archivos. Bond recordaba todos los detalles del expediente: «Basilisco instaló a la chica en un pequeño apartamento situado a cinco minutos en automóvil del Cuartel General de Karlshorst, donde pasaba casi todas sus horas libres con ella. Después de cualquier viaje "de negocios" extranjero, le llevaba costosos regalos.» A continuación, seguía una lista en la que figuraban desde sofisticados equipos de alta fidelidad a lo que los franceses califican de obsequios «de fantasía» de París. La lista, presuntamente elaborada por Swift, era extremadamente detallada. Las fechas y los objetos se enumeraban en una columna, mientras que en otra se daba cuenta de las ausencias de Basilisco y de todos sus movimientos. Era la lista más exhaustiva de los cinco.
Fräulein capitán Dietrich también le hacía regalos a Jungla, pero Swift no parecía disponer de mucha información al respecto. La información sobre las relaciones entre los otros tres agentes y sus objetivos era todavía más escasa. Bond se preguntó, desde un principio, si la operación debió ser completa o si, en realidad, sólo interesaban dos personas -Dietrich y Smolin- y los demás fueron simples contrapesos o incluso distracciones. Habida cuenta de los errores de bulto cometidos por Swift, Bond tendría que examinar minuciosamente todos los detalles. Mientras cruzaban una aldea de unos quinientos habitantes que, al parecer, disponía de una catedral, doce garajes y veinte bares, dijo:
– Cuéntamelo otra vez, Heather.
– Ya te lo he dicho todo.
La muchacha hablaba con un cansado hilillo de voz, como si no quisiera volver a comentar el asunto de Pastel de Crema.
– Sólo una vez más. ¿Qué sentiste cuando te lo dijeron?
– Tenía apenas diecinueve años, aunque supongo que era muy precoz. Lo vi como un juego. No comprendí hasta mucho más tarde cuán peligroso era todo aquello.
– Pero, aun así, ¿te emocionaba?
– Era como una aventura. Si tuvieras diecinueve años y te ordenaran seducir a una mujer mayor, pero no del todo fea, ¿tú no te emocionarías?
– Depende de cuáles fueran mis inclinaciones políticas.
– ¿Y eso qué quiere decir?
Heather tenía los nervios a flor de piel.
– ¿Eras una joven políticamente concienciada cuando te propusieron esta emocionante aventura?
– Si quieres que te diga la verdad -contestó Heather, exhalando un profundo suspiro-, yo estaba harta de la situación. Para mí, todo lo que me decían eran idioteces: el este, el oeste, el norte, el sur…, el partido comunista, los norteamericanos, los británicos. Maxim solía decir: «La política y la religión son como una feria.»
– ¿Ah, sí? -Bond se sorprendió ante aquella repentina revelación sobre los puntos de vista de Smolin en materia política-. ¿Y qué quería decir con eso?