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Heather parecía tranquila; todavía se hallaba bajo los efectos del sedante, pensó Bond. En cambio, Ebbie temblaba visiblemente. Sus claros ojos azules miraron horrorizados a Bond. Poco a poco, le reconoció y recordó aquella noche, hacia cinco años, en que Bond y los hombres de la Flotilla Especial de Lanchas la recogieron junto con Heather en la costa alemana.

– ¿Es él? -preguntó Ebbie, mirando a Heather mientras apuntaba acusadoramente a Bond con una mano.

Heather sacudió la cabeza y le dijo algo en voz baja, mirando primero a Smolin y después a Bond, el cual estaba estudiando en aquel momento todos los detalles del vestíbulo: el terciopelo azul oscuro de las cortinas, las tres puertas y el pasadizo que conducía a otras zonas del castillo y los grandes retratos del siglo dieciocho, que contrastaban fuertemente con el grupo allí reunido.

Smolin dio unas secas órdenes a los hombres que habían aparecido en compañía de Ebbie. Los cuatro de la ambulancia y los dos que habían conducido los vehículos se encontraban de pie junto a la puerta. Por su actitud y por los visibles bultos que se observaban bajo su ropa, se veía a las claras que iban armados; armados hasta los dientes, pensó Bond que, justo en aquel momento, vio asomar una pistola ametralladora por detrás de la espalda de uno de los conductores. Debía haber más… y, probablemente, otros hombres montando guardia alrededor de la extensión de césped. Hombres, armas y perros; cerrojos, barrotes y pestillos; y un largo recorrido por campo abierto en caso de que consiguieran llegar tan lejos.

– Irma, querida, ven aquí con Emilie, aunque me parece que ella ya conoce a míster Bond.

Éste se alegró de ver que Ebbie se había repuesto lo bastante como para simular una expresión de perplejidad.

– No creo que… -dijo Ebbie.

– Qué descuido -dijo Smolin en tono glacial-. Míster Bond, usted no conoce a Fräulein Nikolas… o Ebbie Heritage tal como ahora prefiere llamarse, ¿verdad?

– No, no tengo éste gusto -Bond se acercó a ella con una mano tendida y le dio un tranquilizador apretón-. Es un placer.

Esta última afirmación era completamente sincera, porque, ahora que tenía a Ebbie al lado, Bond experimentó un deseo que raras veces sentía la primera vez que veía a una mujer. A través de la expresión de su rostro, trató de darle a entender que todo iría bien, tarea harto difícil dado que los pastores alemanes no le perdían de vista y, aunque no se mostraban agresivos, le hacían sentir constantemente su presencia.

– Qué curioso -comentó Smolin-. Hubiera jurado que le había reconocido, Bond.

– Bueno, es que… -Ebbie hizo una pausa para recuperar el aplomo-. Me ha recordado a alguien a quien conocí. Sólo por un instante. Ahora veo que es inglés y no le conozco. Pero, de todos modos, también es un placer.

Buena chica, pensó Bond, mirando a Heather en un intento de tranquilizarla. Aunque sus ojos aún no lograban concentrarse en las cosas, Heather consiguió esbozar una confiada sonrisa. Por un momento, Bond hubiera podido jurar que la chica intentaba transmitirle un mensaje de significado más profundo. Era como si ya hubieran llegado a un mutuo entendimiento.

– Bueno, pues -dijo Smolin, acercándose-. Sugiero que nos sirvan una apetitosa comida. Se trabaja mejor con el estómago lleno, ¿no lo creen así?

– ¿A qué trabajo se refiere, coronel Smolin?

– Oh, por favor, llámeme Maxim.

– ¿Qué clase de trabajo? -repitió Bond.

– Tenemos muchas cosas de que hablar. Pero, primero, quiero mostrarle sus aposentos. Las habitaciones de los invitados son excelentes aquí en… -Smolin hizo una pausa, como si no quisiera revelar el nombre del lugar. Después añadió con una sonrisa-: Aquí, en el Schloss de Varvick. ¿Recuerda el Schloss de Varvick, James?

– Me suena -dijo Bond, asintiendo.

– De chico, lo habrá leído probablemente en Dornford Yates. No recuerdo en qué libro.

– ¿A falta de otro nombre mejor, Maxim?

– A falta de otro nombre mejor -repitió Smolin.

– O sea que ésta es su base en la República de Irlanda, ¿eh? El Schloss del GRU. ¿O tal vez sería más apropiado decir el Castillo de los Horrores?

Smolin soltó una sonora carcajada.

– Bueno, muy bueno. Pero, ¿dónde está nuestra ama de llaves? ¡Ingrid! ¡Ingrid! ¿Dónde se ha metido esta chica? Que alguien vaya por ella.

Uno de los hombres desapareció por una puerta de servicio y regresó al cabo de unos segundos acompañado de una mujer morena y de facciones angulosas.

Smolin le ordenó que mostrara las habitaciones a sus «invitados», añadiendo que miss Heritage ya estaba instalada.

– No estarán apretujados -dijo, poniendo los brazos en jarras y echando la cabeza hacia atrás-. Hay un salón común, pero cada cual dispone de su propio dormitorio.

Se acercaron dos hombres y Smolin le ordenó a Fafie que les siguiera. La esbelta figura de Ingrid empezó a subir por la escalinata como si caminara sobre un cojín de aire. Pese a lo cual, sus movimientos resultaban siniestros en lugar de graciosos.

– Aquí se está muy bien -dijo Ebbie-. Anoche me gustó mucho, pero después me pareció una especie de santuario.

Su inglés no era tan perfecto como el de Heather, pero su personalidad parecía más abierta, a primera vista por lo menos. Heather, en cambio, daba la impresión de haberse encerrado en el caparazón de sus largas piernas, su delgado cuerpo y la bella máscara de su rostro. Ebbie era muy agraciada, pero no parecía percatarse de su atractivo. Se mantenía erguida como para mejor exhibir la hermosura de su cuerpo.

El pequeño grupo, seguido por Fafie, subió a la galería, giró a la derecha y avanzó por un lustroso entarimado de madera de pino. Al final de un corto pasillo, había una sólida puerta, también de madera de pino, que se abría a un espacioso sajón decorado al estilo centroeuropeo con papel de terciopelo en las paredes, un mullido sofá, sillones a juego y sólidas mesas de roble adosadas a las paredes. Una mesa de juego con patas de bola y garra, una librería gótica que llegaba casi hasta el techo y en cuyos estantes sólo había revistas, y un pesado escritorio ocupaban el resto del espacio. En las paredes colgaban tres oscuros grabados alemanes con escenas de montaña y nubes que cubrían los valles. El suelo era de la misma lustrosa madera de pino y en él podían verse mullidas alfombras colocadas al azar alrededor de una alfombra central ovalada. Bond recelaba mucho de las alfombras. Le preocupaba asimismo que la estancia no tuviera ventanas. Había, aparte la de la entrada, tres puertas, una en cada pared, que debían ser las de los dormitorios.

– Yo tengo la habitación de allí -dijo Ebbie, dirigiéndose a la puerta situada justo enfrente de la de entrada-. Espero que a nadie le importe.

La chica miró directamente a Bond a los ojos y después bajó los párpados como haciendo un gesto de invitación. Mantenía una pierna adelantada, mostrando la curva de su muslo bajo la fina tela de la falda.

– A quien llega primero, se le sirve primero, solía decir mi vieja niñera -contestó Bond, asintiendo.

A continuación, volviéndose hacia Heather, Bond le dijo que eligiera. La muchacha se encogió de hombros y se encaminó hacia la puerta de la izquierda. La siniestra, pensó Bond, recordando la antigua tradición teatral del demonio que hace su entrada en el escenario por la izquierda: la siniestra, el lado de los malos presagios.

Acudió de nuevo a su mente todo el enredo de preguntas y teorías. ¿Qué papel jugaba en todo aquello Jungla Baisley? ¿Le habría «M» despistado deliberadamente? ¿Habría cometido Swift un descomunal error de juicio al decirle a Heather que activara a Smolin? ¿Cómo era posible que éste se hallara tan bien informado sobre sus movimientos, y por qué consideraba necesario distanciarse del incidente de Londres en el que Heather estuvo a punto de morir? ¿Y si la deliciosa Ebbie hubiera prestado a propósito su impermeable y su pañuelo a la camarera del castillo de Ashford?