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Bond sólo quería escuchar, sin hacer ningún comentario. Ya había ido demasiado lejos.

– Se fue de permiso hace un par de semanas y todavía no ha vuelto. El agente del KGB encargado del caso ya habrá atado los correspondientes cabos y ya se habrá dictado una orden de busca y captura de Belzinger, o Baisley. Eso me pone en evidencia, lo cual significa que yo también tengo que saltar, tal como prometí hacerlo en caso de que las cosas se pusieran feas.

– ¿A quién se lo prometió?

– En primer lugar, a mi queridísima Heather; y, en segundo, a su jefe Swift. Y a su jefe de usted, «M», por si no bastara.

– ¿Intenta decirme, Maxim, que lleva usted cinco años siendo un desertor en su puesto?

– Más bien sí.

– ¿Y espera que yo le crea? ¿Usted, el azote medio ruso y medio alemán del servicio de espionaje de la República Democrática Alemana, aborrecido por más personas de las que usted y yo podamos imaginar? ¿El fiel funcionario al servicio de Moscú? No puedo creerlo. Carece de sentido.

– Pues eso es, ni más ni menos, lo que tendrá que creer, James. No puede hacer otra cosa, ya que, de lo contrario, es hombre muerto. Y yo también. Usted, Heather, Ebbie, yo y, finalmente, Susanne y Baisley. Todos estamos condenados a morir, si usted no lo cree y actúa en consecuencia.

– Demuéstremelo, Maxim.

– ¿Acaso no lo he hecho? ¿No le he preguntado cuál fue su reacción a la propuesta de «M»? No hubiera podido saberlo más que a través de la propia fuente.

Bond recelaba. Analizó su propio estado físico y mental y comprendió que no estaba drogado. Todo era muy real, y la historia de Smolin le parecía cada vez más verosímil a medida que la escuchaba.

– James, nuestro trabajo es como vivir dentro de un juego de cajas chinas sin saber nunca exactamente qué o quién hay en cada una de ellas. Yo estoy al corriente de la llamada telefónica que recibió usted ayer por la mañana y de su almuerzo en el Blades y el paseo por el parque. Sé que pasó la tarde revisando los archivos y lo que ocurrió en el salón de belleza de Heather -Smolin hizo una pausa y se puso muy serio-. Traté, por todos los medios, de cortar el paso a éste maldito equipo del KGB, pero ya era demasiado tarde. Sé de la huida, del cambio de vuelos en Heathrow y de sus conversaciones telefónicas aquí…, incluidas las que mantuvo con el inspector Murray -se inclinó hacia la silla, acercando su rostro al de Bond-. Mire, yo he cometido el mayor pecado que se puede cometer dentro de una organización de espionaje. Sabia lo que era Heather cuando se me insinuó por primera vez e hice averiguaciones con respecto a los demás. Les hubiera podido pillar a todos en cualquier momento, pero no lo hice.

– ¿Por qué?

– Porque, cuando me abordaron, yo quería que me abordaran. Quería largarme. Lo sabía, pero no podía hacerlo. Heather me ofreció una posibilidad de huida y yo fui un insensato y piqué en el anzuelo. Y entonces, ¿qué ocurrió? Me pidieron que me quedara en mi puesto y me convirtiera en un monstruo todavía más terrible de lo que antes había sido. ¿Qué mejor tapadera, James?

– ¿Quién se lo pidió?

– Heather, a quien amo con todo mi corazón, después Swift y, por fin, «M».

– ¿Dónde?

– En una casa franca de Berlín Occidental. Fue una excursión de un solo día. «M» accedió a mantener a Heather en secreto. Yo accedí a colaborar con él. Elaboramos claves, contactos y cortacircuitos hasta que el KGB empezó a olisquear lo que había ocurrido hacía cinco años. El descubrimiento de mi relación con Pastel de Crema es sólo cuestión de tiempo. Entonces, a menos que pueda saltar la tapia, me mandarán a Moscú y, si tengo suerte, un rápido balazo acabará conmigo; si no la tengo, me espera una sala de cancerosos o el Gulag. Lo mismo le ocurrirá a usted, James. A todos nosotros.

Bond aún no estaba del todo convencido de la verdad de esta historia.

– Si eso es cierto, ¿por qué no me lo dijeron?

Durante una angustiosa décima de segundo, Bond volvió a darse cuenta de que, al comentar los acontecimientos, estaba contestando indirectamente a preguntas y proporcionando con ello a un hábil interrogador todo lo que necesitaba saber.

– Los conocimientos necesarios. El viejo «M» es un pájaro muy astuto. Usted era el hombre adecuado para éste trabajo, pero no tenía por qué saber nada de mí. Había una posibilidad entre un millón de que ambos nos encontráramos. Las instrucciones que yo recibí de «M» eran vigilar desde lejos, permitir que usted rescatara a las chicas y luego poner a salvo a Jungla -Smolin entornó los ojos y unas arrugas aparecieron en su frente-. Creo que no se percató de que yo estaba completamente rodeado por el KGB y no podía impedir la actuación del escuadrón de castigo. Además, hasta última hora de ayer no se enteró de los últimos acontecimientos. Hemos hablado esta madrugada, primero, a través de Murray, que había establecido contacto con él y, más tarde, a través de una línea segura. «M» aún pensaba que tenía posibilidades de quedarme en mi puesto. Pero se equivocaba. Tengo casi la absoluta certeza de que me han descubierto, James, y debo escapar. Necesito su ayuda porque estamos completamente infiltrados por el KGB. Hay, por lo menos, uno en mi equipo y, probablemente, más de uno. La mayor amenaza es la bruja del ama de llaves, Ingrid. Es sin duda la Negra Ingrid del KGB, tal como la llaman en ciertos círculos, delegada y probablemente amante del hombre que persigue a Pastel de Crema. Guárdese mucho de ella, amigo mío. Puede parecer que estos malditos perros me consideran su amo, pero yo le aseguro que los perros son también agentes dobles. Ingrid es quien de verdad los controla. Puede revocar mis órdenes en cualquier momento y ellos la obedecerían -esbozando una triste sonrisa, Smolin añadió-: Antes de que me lo pregunte, le diré que fueron efectivamente adiestrados en aquel edificio sin ventanas de la parte trasera del viejo aeropuerto de Khodinka.

¿Qué tenía Smolin que perder, contándole todo aquello…? ¿O qué ganar?

– Si acepto sus explicaciones, Maxim, ¿qué espera de mí? ¿Tendrá un plan, supongo? Por ejemplo, que les lleve a usted y a las chicas hasta el escondrijo de Jungla Baisley, para, de éste modo, poder meternos a todos en el saco, ¿verdad?

– No sea estúpido, James. ¿Cree que el KGB todavía no sabe a estas alturas dónde se oculta? ¿Piensa que no han seguido los movimientos de Susanne? A estas horas, esos dos corren tanto peligro de que les metan en el saco como nosotros.

– ¿Y quién es el ilustre invitado de quien me ha estado usted hablando? ¿El que tiene que llegar esta noche?

– Por fin lo pregunta.

La expresión de Smolin era tan serena como la calma que precede a la tempestad.

– ¿Y bien?

– Usted me conoce bajo el nombre de Basilisco, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Conoce, por casualidad, el nombre en clave de Dominico?

A Bond se le revolvió el estómago y le dio un vuelco el corazón.

– ¡Dios bendito!

– Exactamente. Nuestro invitado es Dominico.

Bond tardó unos segundos en asimilar la información.

– Konstantin Nikolaevich Chernov. El general Chernov.

– ¡Dios bendito! -repitió Bond-. ¿Kolya Chernov?

– Ni más ni menos, James, Kolya Chernov… para sus pocos amigos. El jefe de investigación del Departamento 8, Dirección 5, en otros tiempos llamado Departamento V y anteriormente…

– SMERSH.

– Con quien usted tuvo tratos en más de una ocasión -Smolin hablaba muy despacio, como si cada palabra tuviera un significado oculto-. La fama de Konstantin Nikolaevich hace palidecer la mía.

Bond frunció el ceño. No sólo conocía la fama del general Chernov, sino que, además, estaba íntimamente familiarizado con su expediente. Kolya Chernov era el responsable de decenas de operaciones encubiertas que habían causado estragos en las comunidades de espionaje tanto norteamericana como británica. Era, asimismo, un hombre sumamente astuto, cruel y despiadado. Seguramente tenía enemigos dentro de los propios servicios de espionaje rusos. Dominico era una pesadilla viviente para el Servicio de Bond.