– Muy bien -Smolin, asintió-, seria una medida muy prudente.
– ¿Puedo hablar un momento en privado con usted, Maxim? -preguntó Bond, tomándole por un brazo y apartándose con él-. Si conseguimos salir, ¿adónde iremos?
– Para empezar, lejos de éste país. Aunque, a la larga…, no podremos ocultarnos de Chernov.
– ¿Tiene idea de dónde pueden estar Jungla y su compañera Susanne?
– ¿Sabe usted dónde fueron vistos por última vez?
– Sí. ¿Y usted?
– En las islas Canarias.
– Eso me dijeron, pero me parece que ya es una noticia antigua.
– Tenía una semana de antigüedad cuando «M» se la comunicó. Creo que ya deben estar en otro sitio, pero, una vez me vaya, yo habré quemado todos mis barcos. Eso significa que no recibiremos la menor ayuda de mi gente.
– Y muy poca de la mía, si nos atenemos a las normas de «M».
– Chernov esperará que nos dirijamos a Dublín, Shannon o uno de los puertos… Rosslare o Dun Laoghaire.
– No tendremos más remedio que hacerlo -dijo Bond.
– No necesariamente -Smolin le miró de soslayo-. Yo aún puedo utilizar ciertos contactos. Y usted también, en realidad. Sin embargo, creo que los míos nos facilitarían una huida muy discreta.
– Yo no puedo ir al norte, ¿lo sabe? -Bond se inquietó-. Es zona vedada para mi departamento; el territorio corresponde por entero al MI-5. Sería una auténtica persona non grata si apareciera por allí. «Cinco» es muy quisquilloso a éste respecto.
– No pensaba en el norte -dijo Smolin-. Si salimos, tendremos que utilizar algún engaño. Les haremos creer que vamos a Dublín y después daremos media vuelta. Quiero ir al oeste, hacia Cork. Desde allí, sé que podrán ayudarnos a salir con el mayor sigilo. ¿De acuerdo?
– Puesto que usted irá al volante, haga lo que crea más conveniente -contestó Bond, asintiendo.
– Por lo menos, sé dónde podremos cambiar de automóvil -dijo Smolin, esbozando su primera sonrisa en mucho rato-. Conozco asimismo un hotelito donde no es probable que nos busquen.
Bond se disponía a decir algo, pero después cambió de idea.
– ¿Cuántos teléfonos quedan todavía en éste sitio? -preguntó, como si acabara de ocurrírsele otra idea.
– Hay uno aquí, en el vestíbulo -contestó Smolin, indicando una mesita situada bajo la escalera-. Hay otro en la Sala de Comunicaciones -la puerta de la izquierda, al final de la escalera-, y uno en el dormitorio principal, la puerta contigua.
– ¿Todos son extensiones del mismo número?
– Sí -contestó Smolin, facilitándole un número que Bond se aprendió rápidamente de memoria-. La línea está en la Sala de Comunicaciones donde se encuentra el equipo de transmisiones. Los del vestíbulo y el dormitorio principal son extensiones. ¿Por qué?
– Se me ha ocurrido una pequeña idea. Procure distraer a las chicas. Salga con ellas al jardín.
– Si sólo tenemos diez minutos. ¿Es necesario? -preguntó Smolin, arqueando las cejas.
– Creo que sí.
Bond esbozó una sonrisa, dio media vuelta y subió rápidamente la escalera. El brazo ya no le dolía tanto, pero se lo notaba muy débil.
La Sala de Comunicaciones era pequeña y casi todo el espacio estaba ocupado por los equipos de radio, las grabadoras y el ordenador, adosados a la pared más larga. Había unos modernos escritorios de oficina llenos de cuadernos de notas, borradores y calculadoras. El teléfono se encontraba en el escritorio del centro, delante del equipo de transmisión más importante. Bond se desabrochó el cinturón para sacar la caja de herramientas en miniatura que Q'ute le había preparado hacía cierto tiempo. Contenía una serie de herramientas (detonadores, ganzúas, alambres y fusibles) doblados en una cartera de cuero casi plana.
Bond retiró la parte superior de un pequeño cilindro de plástico, eligió una cabeza de destornillador que encajara en la muesca de los tornillos de la parte inferior del teléfono y la ajustó al pequeño cilindro que, de éste modo, se convirtió en el mango. Después, retiró los cuatro tornillos que había en la base del aparato. Una vez el teléfono abierto, se sacó del billetero un paquetito que Q'ute le había entregado momentos antes de que abandonara el edificio del Cuartel General. Contenía seis granitos negros, de cada uno de los cuales se escapaban dos hilos. Cambió la cabeza del destornillador y esta vez utilizó una como las que suelen emplear los joyeros.
Los granitos eran el último grito del llamado «dispositivo de escucha tipo armónica». Bond tardó menos de cuatro minutos en aplicar uno de los granos a las terminales correspondientes y volver a cerrar el teléfono. Agradeció en silencio aquellas habilidades que le había enseñado hacía mucho tiempo el instructor especial de telecomunicaciones de la Rama Q. Era un simpático londinense llamado Philip, conocido en el Cuartel General de Regent's Park como Phil el Ful.
Bond se dirigió luego al dormitorio principal, e insertó otro pequeño artilugio en el teléfono de allí. Abajo, hizo lo mismo con el tercer aparato.
Smolin y las chicas se hallaban en el jardín. El sol ya estaba a punto de ponerse. Bond apenas había terminado su trabajo en el tercer aparato cuando Smolin abrió la puerta y le dijo:
– Me voy al automóvil, James. Ya está al llegar. ¿De acuerdo?
El coronel echó los hombros hacia atrás, abrió la pesada puerta principal y se dirigió lentamente hacia el BMW. Jugueteó un rato con el portamaletas antes de sentarse al volante y accionar el mando central para abrir las ventanillas. En aquel instante, oyeron por primera vez el rugido del motor del helicóptero. Smolin puso en marcha el vehículo, se inclinó para abrir la portezuela del otro lado y les gritó a sus cómplices que subieran.
Cuando éstos apenas habían alcanzado el automóvil, el helicóptero se recortó contra el rojizo resplandor del cielo y se iniciaron los primeros disparos desde las colinas circundantes. Eran disparos de advertencia contra la calzada, lejos del automóvil. Dentro, Maxim Smolin se hallaba inclinado sobre el volante mientras los demás permanecían agachados en el suelo. Ebbie se estremeció de miedo cuando una segunda ráfaga de disparos se estrelló a escasa distancia.
Smolin salió como un piloto de carreras y avanzó zigzagueando para sortear las irregularidades del abrupto camino que conducía a la entrada principal, unos tres kilómetros más allá.
El helicóptero se había apartado tras dar la primera vuelta, como si los disparos le hubieran puesto sobre aviso. Después, sobrevoló la zona en circulo y empezó a descender, tal como Bond esperaba, entre el lugar donde ellos se encontraban y algunos de los tiradores de precisión. Vio que era una versión del enorme KA-25 con dos planos de deriva y doble rotor… la Hormona, como lo llamaban en la OTAN.
– Si conseguimos salir -gritó Heather-, ¿adónde iremos?
– ¡Primero tenemos que salir! -contestó Smolin mientras el helicóptero se situaba directamente encima de él y las balas de las armas automáticas hacían saltar el polvo y las piedras a su izquierda. Bond levantó la cabeza y vio que el aparato giraba sobre su propio eje y se dirigía hacia ellos con sus dos enormes rotores dando vueltas a popa y a proa. Sintió que la corriente de la Hormona azotaba el vehículo como un huracán. El aparato volaba muy bajo y en posición paralela con respecto a ellos. Un hombre medio asomado a la puerta corredera de la parte de atrás sostenía en una de sus manos una pistola ametralladora.
Por su parte, Bond sostenía la ASP con la mano derecha. Efectuó dos disparos y el tirador cayó de la puerta, arrastrando consigo parte del fuselaje. Bond tomó el arma con ambas manos, la levantó ligeramente y efectuó otras dos descargas contra las hojas del rotor inferior. La Hormona vaciló antes de alejarse. El rotor anterior emitió un gemido cuando un disparo le arrancó parte de una hoja.
Smolin soltó una carcajada.