La patrullera ya tenía el casco sumergido en el agua y, con los motores parados, se iba acercando a la lancha con el reflector encendido. La distancia entre ambas embarcaciones era de unos cincuenta metros cuando la proa de la patrullera desapareció en medio de una cegadora llamarada blanca que inmediatamente se tomó carmesí. Un segundo después, se oyó una explosión seguida de un rugido más sordo.
Bond levantó la cabeza y vio que Andrews había colocado las minas a la perfección. Era de esperar que así fuera, pensó. Un buen oficial de la FEL conoce con toda exactitud la mejor posición para obtener el máximo efecto en todas las embarcaciones del bloque del Este, y Andrews había realizado su tarea impecablemente. La embarcación ardía por los cuatro costados y se podían ver con claridad la proa y las hojas sobresaliendo en el agua. En menos de un minuto, la patrullera se hundió.
La onda explosiva inclinó la lancha de costado y le hizo perder el control sobre el agua. Bond extendió una mano hacia el motor. Lo levantó por encima de la popa, lo colocó en posición en el agua y pulsó el botón de encendido. El pequeño IPI se puso en marcha y las palas de las hélices empezaron a girar. Por medio de una manija, Bond podía gobernar la embarcación y controlar al mismo tiempo su velocidad.
Bond estaba preocupado por la vulnerabilidad de su situación, puesto que toda la zona aparecía iluminada por las llamas de la patrullera. Las preguntas se agolpaban en su mente: ¿habría alertado la patrullera a otras embarcaciones de aquella franja costera tan severamente vigilada? ¿Habrían detectado la lancha a través de un sistema de radar de tierra o de embarcación rápida? ¿Habría conseguido Dave Andrews escapar tras colocar las minas magnéticas? Dudaba mucho de ello. ¿Se habría sumergido el submarino para evitar ser detectado? Cabía esta posibilidad, ya que un submarino nuclear era más valioso para su capitán que una Operación Halcón Marino. Bond pensó en todas estas cosas, mientras Preedy se encargaba de la navegación, utilizando su propio compás.
– Dos puntos a estribor. Un punto a babor. No. Babor. Sigue virando a babor. En el centro del barco. Ya vale…
Bond pugnaba por controlar el avance de la lancha, sosteniendo el motor con la mano en el agua dado que éste parecía estar a punto de desprenderse. Necesitó toda su fuerza para conseguir que la pequeña embarcación no torciera el rumbo, pidiéndole constantemente a Preedy que virara a babor y luego a estribor en medio de unas intensas sacudidas. El agua y el viento le azotaban el rostro; a la mortecina luz de la patrullera, contempló a sus dos pasajeros protegidos con anoraks y gorros de lana. La posición de sus hombros denotaba bien a las claras el terror que sentían. Después, con la misma rapidez con que antes se iluminaron las aguas, la oscuridad volvió a caer sobre ellas.
– Media milla. ¡Apaga el motor! -gritó Preedy desde la popa.
Ahora lo sabrían. De un momento a otro, descubrirían si su buque nodriza les había abandonado o no.
Tras haber visto la destrucción del aerodeslizador a través del radar, Stewart se preguntó si Halcón Marino y sus compañeros habrían perecido en la explosión. Les concedería cuatro minutos. En caso de que el sonar no les detectara entonces, tendría que sumergirse y disponerse a abandonar en silencio las aguas prohibidas. Al cabo de tres minutos y veinte segundos, el operador del sonar indicó que los había detectado.
– Están regresando, señor. Van muy rápido y utilizan su propio motor.
– Preparados para emerger al mínimo. Recuperación de un grupo por la escotilla de proa.
Se acusó recibo de la orden.
– Media milla, señor -anunció el operador del sonar.
Stewart se sorprendió de haber sido tan estúpido. Todos sus instintos le dijeron que se largara antes de que les detectaran. Maldito Halcón Marino, pensó. ¿Halcón Marino? Qué idiotez. ¿No era ese el titulo de una antigua película de Errol Flynn [1]?
El operador de radio recibió a través de los auriculares dos D en código Morse, transmitidos por Bond desde la lancha casi parada.
– Dos Deltas, señor.
– Dos Deltas -replicó Stewart con escaso entusiasmo-. Cubierta en superficie. Luz negra. Recuperación de grupo en la escotilla de proa.
El grupo de Halcón Marino fue izado a bordo y sus componentes bajaron por la escalera. Preedy lo hizo en último lugar, porque, primero, desgarró los costados de la lancha y le aplicó una carga explosiva que la destruiría bajo el agua sin dejar el menor rastro. Stewart dio la orden de inmersión y cambio de rumbo. Sólo entonces se dirigió a proa para hablar con el grupo de Halcón Marino.
Arqueó las cejas al ver que faltaba uno. No tuvo que preguntar nada.
– No volverá -dijo Bond.
Después, el capitán de corbeta Stewart vio a los dos nuevos miembros del equipo de Halcón Marino. ¡Mujeres! Traía mala suerte tener mujeres a bordo. Los capitanes de submarinos son muy supersticiosos.
2. Halcón Marino Más Cinco
Era primavera, la mejor época del año, y Londres estaba muy seductor con sus doradas alfombras de azafrán en los parques, las mujeres libres de sus pesadas ropas de invierno y la promesa del verano a la vuelta de la esquina. James Bond se sentía en paz con el mundo cuando, enfundado en su bata de rizo, terminó su desayuno ingiriendo una segunda taza de café, saboreando el singular aroma de los granos recién molidos de De Bry. El sol iluminaba el pequeño comedor de su apartamento y May tarareaba una melodía para sus adentros sobre el inevitable trasfondo del ruido de la cocina.
Bond trabajaba en el último turno del Cuartel General del Servicio y, por consiguiente, tenía todo el día libre. Pese a ello, cuando se le encomendaba alguna misión especial, estaba obligado a repasar toda la prensa nacional y los más importantes diarios provinciales. Ya había marcado tres pequeñas noticias que publicaban aquella mañana el Mail, el Rxpress y el Times: una de ellas, relativa a la detención de un hombre de negocios británico en Madrid; otra de tres líneas en el Times, sobre un incidente que había tenido lugar en el Mediterráneo; y una tercera, en un artículo del Express en el que se decía que el Servicio Secreto de Espionaje se hallaba enzarzado en una disputa territorial con su organización hermana el MI-5.
– ¿Aún no ha terminado, míster James? -preguntó May en tono acusador, irrumpiendo repentinamente en la estancia.
Bond la miró sonriendo. Le encantaba acosarle de habitación en habitación siempre que tenía una mañana libre.
– Ya puedes quitar la mesa, May. Me queda sólo media taza de café por terminarme. Lo demás, te lo puedes llevar.
– Usted y sus periódicos -exclamó despectivamente el ama de llaves, señalando con una mano los periódicos diseminados sobre la mesa-. No llevan ni una sola noticia buena últimamente.
– Pues, no sé…
– Es terrible, ¿no cree? -dijo May, golpeando con el puño un periódico sensacionalista.
– ¿A qué te refieres en concreto?
– Pues, a lo de esta pobre chica. Lo llevan todos en primera plana y ya lo ha comentado esta mañana el jefe de la policía en la televisión. Debe de ser otro Jack el Destripador.
– ¡Ah, ya!
Bond apenas había leído las primeras planas donde se daba cuenta de un espeluznante asesinato que, según los periódicos, guardaba relación con otro que había tenido lugar a principios de semana. Ahora echó distraídamente un vistazo a los titulares.
CUERPO CON LA LENGUA ARRANCADA EN UNA LEÑERA.
SEGUNDA MUCHACHA MUTILADA.
HAY QUE APRESAR A ESTE SÁDICO ANTES DE QUE VUELVA A ATACAR.
Tomó el Telegraph donde la noticia ocupaba el segundo lugar detrás de otra más importante.
El cuerpo de la Programadora de ordenadores Bridget Hammond, de veintisiete años, fue descubierto por un jardinero ayer a última hora de la tarde en una leñera abandonada próxima a su domicilio en Norwich. Miss Hammond llevaba veinticuatro horas sin aparecer. Una compañera de trabajo de la Rightline Computers la llamó a su apartamento de Thorpe Road, extrañada de que no acudiera al trabajo aquella mañana.