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– Mande a las chicas que suban al automóvil, Maxim. Tenemos que hablar.

Smolin asintió e hizo sentar a Heather delante y a Ebbie detrás. Después, regresó junto a Bond, a cierta distancia del Rover donde las chicas no podían oírles.

– Ante todo -dijo Bond-, cuando estaba usted en Berlín, ¿tenía un socio llamado Mischa? Porque, en caso negativo, Maxim, será mejor que vele por su dama.

– Sí -contestó Smolin, asintiendo-, Mischa andaba por allí, pero era un infiltrado del KGB. Debe usted saber, James, que las relaciones entre el KGB y el GRU nunca pueden ser sinceras. Siempre recelamos los unos de los otros. Usted pregunta por él porque es uno de los componentes del equipo asesino de Chernov. Estaba en Londres, ¿no es cierto?

– Exacto. Consideremos los planes futuros. Yo confío bastante en usted, Maxim, pero necesito saber lo que nos llevamos entre manos. Usted ha dicho que les arrojaremos un cebo para que nos sigan la pista y que después nos iremos al oeste, hacia Cork.

– Usted tiene contactos especiales, James -dijo Smolin, sonriendo en la oscuridad-. Yo también. Tengo a dos personas en Skibbereen. Disponen de una avioneta. De noche, podemos volar muy bajo. De éste modo, no nos detectarán y podremos aterrizar sin que nadie se entere en un campo del bellísimo condado de Devon. Lo he hecho ya varias veces.

Bond sabía que la operación era factible. ¿Acaso la Rama Especial y «Cinco» no llevaban varios años sospechando la entrada ilegal de avionetas en el país? No habían conseguido establecer en qué lugar, pero sabían que los chicos del norte utilizaban dicho medio y que otros intrusos hacían lo mismo.

– De acuerdo. Chernov quiere atraparnos a todos, a nosotros, a las chicas y, probablemente, también a Jungla y Dietrich. Si ahora nos dirigimos a Skibbereen por carretera, no llegaremos hasta la madrugada. Eso significa que tendremos que permanecer ocultos cerca de nuestro punto de partida, lo cual no es muy aconsejable que digamos. Todos necesitamos descansar un poco. Además, tengo que hacer otras cosas…, los teléfonos del castillo. ¿Me sigue? -Smolin asintió-. ¿Por qué no recorremos parte del camino esta noche? -Bond consultó su reloj-. Ahora son las ocho y media. Podríamos estar en Kilkenny sobre las diez, quedarnos a pasar la noche allí y reanudar el viaje a última hora de la tarda. Supongo que podrá usted ponerse en contacto telefónico con su gente. ¿Los tiene protegidos?

– ¿Protegidos en qué sentido?

– De los manejos del KGB.

– El KGB no puede conocerlos. Son míos. Es la primera vez que utilizo gente para mí solo. ¿De acuerdo?

– De acuerdo. No buscarán un Rover negro, pero andarán tras la pista de cuatro personas. Cuando estemos en la carretera, podríamos telefonear por adelantado y reservar habitaciones en dos hoteles distintos. Podría dejarnos a Ebbie y a mí cerca de uno de ellos e irse con el automóvil al otro. Tendríamos una cita para la mañana siguiente.

– Me parece muy bien. Tengo dos maletas en el portaequipajes. Nada de lo que hay dentro le irá bien, pero servirá para producir una buena impresión. Las chicas podrán comprarse algo en Kilkenny mañana por la mañana, siempre y cuando tengan cuidado. Ebbie lleva alguna ropa en su bolso de bandolera y puede que no necesite nada.

– ¿Qué clase de documentación lleva usted, Maxim?

– Un pasaporte británico, un permiso de conducir internacional y varias tarjetas de crédito.

– ¿Son de confianza?

– Las mejores falsificaciones que jamás hayan salido de la calle Knamensky. Me llamo Palmerston. Henry J. Temple Palmerston. ¿Le gusta?

– Me encanta -contestó Bond en tono sarcástico-. Pero tendrá que rezar para que ningún oficial del control de pasaportes sea un experto en política del siglo diecinueve.

– Muy cierto -dijo Smolin, sonriendo en la oscuridad-. Generalmente, son personas que tienen otros intereses: aeromodelismo, trenes eléctricos, novelas de Dick Francis y Wilbur Smith. Pocos se especializan en la obra literaria de prestigiosos autores como Margaret Drabble o Kingsley Amis. Efectuamos una pequeña encuesta por correspondencia. Preguntas sencillas, pero significativas. El ochenta y cinco por cierto rellenó nuestros formularios. Dijimos que eran para un estudio de mercado y ofrecimos un premio de cinco mil libras esterlinas. Lo ganó un funcionario del aeropuerto de Heathrow y los demás recibieron premios de consolación: radiotransmisores, plumas, diarios, ya sabe.

Bond exhaló un suspiro. A veces, los soviéticos se esmeraban mucho en su trabajo.

– Bueno, pues, míster Palmerston, ¿no cree que ya deberíamos ponernos en camino?

– Como usted diga, míster Boldman.

Acordaron que Smolin y Heather se alojarían, no en Kilkenny, sino en el Clonmel Arms Hotel, a unos treinta minutos por carretera. Bond y Ebbie reservaron habitación en el Hotel Newpark, de Kilkenny, cerca del famoso castillo. En opinión de Smolin, era mejor que se alojaran por separado. Por suerte, encontraron una cabina telefónica blanca y verde todavía no destrozada por los gamberros, a los quince minutos de haber salido del bosque, e hicieron las reservas desde allí.

– Usted se acuesta en la cama -le dijo Bond a Ebbie, sentados ambos en la parte trasera del vehículo-, y yo permaneceré despierto, montando guardia.

– Ya veremos -contestó Ebbie, deslizando una mano en la de James-. Ya sé que es usted un caballero. Pero, a lo mejor, yo no quiero un caballero.

– Un caballero que tiene ciertos deberes profesionales que cumplir -replicó Bond sin perder la compostura.

– Es muy posible que estos deberes sean de mi agrado. Estoy segura de que es usted muy profesional en todo lo que hace.

Smolin y Bond se inventaron una clave muy sencilla para efectuar sus contactos telefónicos. Poco antes de las diez, llegaron a Kilkenny. Smolin pasó por delante del Hotel Newpark y se detuvo unos cien metros más allá. Descendió, abrió el portaequipajes y sacó una bolsa de viaje negra que le entregó a Bond.

– Aquí dentro hay unas prendas de vestir mías, una maquinilla de afeitar y un cepillo de dientes -dijo sonriendo.

Ebbie tenía un bolso de bandolera que llevó consigo cuando abandonó el castillo de Ashford para dirigirse a su pretendido refugio. En su calidad de míster Boldman y esposa, ella y Bond fueron amablemente recibidos en el hotel. El recepcionista les dijo que el restaurante estaba cerrado, pero que el chef «podría prepararles lo que quisieran».

Bond descubrió de repente que estaba muerto de hambre.

Ebbie dijo muy remilgada:

– Bueno, pues, un pequeño refrigerio tal vez. Un bistec con unas patatitas y una ensalada; después, un poco de crema o un postre de chocolate… Y un café, pan y un poco de vino, ¿eh?

– Lo que usted quiera, señora -contestó el recepcionista sonriendo-. Lo que usted quiera siempre que sea escalopa a la Holstein, patatas fritas, ensalada y macedonia de frutas.

– Me parece muy bien -se apresuró a decir Ebbie.

Bond comprendió que la chica también estaba hambrienta. Asintió con la cabeza y eligió un borgoña blanco de incierta cosecha y denominación. Ebbie pidió unas vendas y un desinfectante.

– Tuvimos un pequeño percance con el automóvil, y mi marido se ha quemado las manos.

En conjunto, pensó Bond, miss Ebbie Heritage era un tesoro. Pero, por muy tesoro que fuera, lo primero que hizo al llegar a la habitación, cómoda aunque poco original, fue buscar el teléfono. La falta de originalidad no le sorprendía, porque el vestíbulo del hotel estaba decorado estilo de adobe con clara influencia española.

– Tengo que curarle estas manos -dijo Ebbie en tono suplicante-, y además, nos van a subir la comida de un momento a otro, James.

Bond le hizo señas de que se callara, acercó una mano al botón superior de su chaqueta Oscar Jacobson y, con el dedo pulgar, arrancó una tira de plástico gris de unos dos centímetros y medio de longitud y un centímetro de anchura. Pidió línea y marcó el número del Castillo de las Tres Hermanas que se había aprendido de memoria. Oyó el clic del cambio automático y, un segundo antes de que el teléfono empezara a sonar, aplicó la tira de plástico a la bocina del aparato y apretó con fuerza. Por espacio de dos segundos, escuchó un penetrante sonido semejante al de una armónica que tocara en sordina. Oyó luego un pequeño sonido de respuesta, señal de que los granos negros de trigo de plástico que había introducido en los teléfonos del castillo reaccionaban al tono. A través de los «dispositivos tipo armónica», podría escuchar no sólo las conversaciones telefónicas, sino asimismo cualquier otra conversación que tuviera lugar dentro de un radio de nueve metros alrededor de cada teléfono. Hubiera recibido la misma transmisión aunque estuviera en Australia o en Sudáfrica. Estos poderosos y pequeños instrumentos se pueden activar desde miles de kilómetros de distancia, y convierten los teléfonos en micrófonos directos. En aquellos instantes, Bond sólo podía oír unos extraños rumores lejanos, procedentes, sin duda, de una de las numerosas habitaciones que no tenían teléfono. Colgó cuidadosamente el aparato y consultó su reloj. Tendría que seguir activando los dispositivos hasta que obtuviera un resultado. Ebbie le miraba perpleja, con las vendas y el desinfectante en las manos.