– Con todos los respetos, usted es uno de los amos -contestó Bond, tratando de mostrarse tan sereno y tranquilo como su interlocutor.
Chernov era un animal capaz de husmear el miedo a cincuenta metros de distancia.
– En efecto -dijo Chernov, soltando una carcajada en sordina.
– Uno de los más admirados, según nos dicen.
– ¿De veras?
El general soviético no pareció alegrarse al oír el comentario.
– ¿Acaso no es cierto que es usted prácticamente el único oficial de mayor antigiiedad que sobrevivió a la purga de mil novecientos setenta y uno tras la deserción de Lyalin?
– Vaya a saber lo que ocurrió con Lyalin -dijo Chernov, encogiéndose de hombros-. Algunos dicen que fue una estratagema para liquidarnos a todos.
– Pero usted sobrevivió y contribuyó a la resurrección del fénix de las cenizas de su departamento. Y eso es admirable.
No era un simple cumplido. Bond sabía que un hombre con el historial de Chemov jamás se hubiera dejado engañar por aquel truco.
– Gracias, míster Bond. La admiración es mutua. Usted también ha resurgido de entre las cenizas de las críticas, si no me equivoco -Chernov lanzó un suspiro-. Qué tarea tan difícil es la nuestra. ¿Se da usted cuenta de lo que hay que hacer?
– ¿El precio por mi cabeza?
– No hay precio…, esta vez. No obstante, figura usted en la lista. No cumpliría con mi deber si no consiguiera su ejecución, a ser posible, en la prisión de Lubianka, tras un interrogatorio -Chernov se encogió nuevamente de hombros-. Por desgracia, eso podría ser muy difícil. Eliminarle a usted no plantearía ningún problema, pero mi carrera me exige que se haga justicia. Su muerte tiene que ser pública, no en la intimidad de las celdas de la Lubianka.
Bond asintió en silencio. Sabía que, cuanto más consiguiera entretener a aquel hombre en el hotel, tantas más posibilidades tendría Murray de acudir en su ayuda. Bond tenía que telefonearle. Tanto si la misión era oficial como si no lo era, Murray haría, sin duda, todo cuanto pudiera… ¿Acaso no le debía a Bond su propia vida?
– Me alegro de que se lo tome con filosofía, mister Bond. Dice usted que me admira y yo faltaría a la verdad si no reconociera que respeto sus dotes de ingenio, rapidez y habilidad. Quiero que sepa que en su muerte no habrá nada de tipo personal. Será, sencillamente, parte de mi trabajo.
– Claro -Bond vaciló un instante-. ¿Puedo preguntar qué ha ocurrido con la dama?
– No se preocupe por ella -Chernov sonrió, ladeando la cabeza en gesto condescendiente-. Al fin, ella también pagará, junto con el renegado de Smolin y la otra traidora en todo este desdichado asunto; lo mismo que Dietrich y su gigoló Belzinger, o Baisley, tal como gusta de llamarse ahora. Mi deber es asegurarme de que se haga justicia. Usted es una prima adicional de lo más apetecible -el general soviético miró a sus lugartenientes-. Tenemos que irnos. Nos queda mucho por hacer.
– Yo ya estoy preparado. Cuando ustedes lo estén…
Bond comprendió que sus palabras debieron sonar excesivamente optimistas y se percató de su error al ver la expresión de recelo que asomó a los ojos de Kolya Chernov. El general le miró, por un instante, luego giró sobre sus talones y ordenó con un gesto de la mano a sus hombres que le siguieran con Bond. Le condujeron por el pasillo a la parte de atrás del edificio y bajaron dos tramos de la escalera de emergencia.
Detrás del hotel había un espacioso Renault y un Jaguar de color negro con las cortinas de las ventanillas corridas. Chernov se dirigió sin vacilación al Jaguar y Bond fue empujado en la misma dirección. Estaba claro que el Renault debía ser el vehículo de protección o bien de reconocimiento. Bond viajaría en el relativo lujo del Jaguar de Chernov. Un hombre sentado al volante del automóvil se levantó para abrir la portezuela posterior. Vestía un jersey negro de cuello de cisne y llevaba la cabeza vendada. Bond reconoció en él, desde lejos, a Mischa, el asesino que había tratado infructuosamente de liquidar a Heather en Londres. Las vendas acentuaban su pinta de pirata, pensó Bond mientras el hombre le miraba con odio reconcentrado.
El general Chernov inclinó la cabeza y se acomodó en el asiento trasero del Jaguar mientras los hombres empujaban a Bond hacia el otro lado. No se veía a Ebbie por ninguna parte. Otro hombre descendió por la otra portezuela y se apartó mientras Bond se sentaba al lado de Chernov.
– El viaje no va a ser muy cómodo -dijo Chernov, exhalando un suspiro-. Me temo que los tres vamos a estar un poco apretujados en este asiento.
El guardián volvió a subir al automóvil y Bond se quedó emparedado entre sus dos acompañantes. Mischa se sentó de nuevo al volante y uno de los hombres se acomodó a su lado. Bond era muy realista y no tuvo que devanarse demasiado los sesos para comprender lo que ocurriría en caso de que Murray no acudiera en su auxilio. Mischa puso el motor en marcha y el Renault salió disparado delante de ellos. Seguramente haría un reconocimiento previo. Era exactamente lo que hubiera hecho él en semejante situación.
En seguida se percató de que se dirigían a Dublín. En cuestión de horas, estarían de vuelta en el Castillo de las Tres Hermanas. Mischa conducía con una precaución casi excesiva, manteniéndose constantemente a unos treinta metros de distancia del Renault. No se volvió a mirar a Bond ni una sola vez, pero su animadversión se respiraba en el aire. El hombre sentado al lado de Bond mantenía un brazo oculto en el interior de la chaqueta, de la que, a veces, asomaba la culata de una pistola que sostenía en una mano. El general se quedó dormido, pero el hombre que iba sentado delante montaba guardia, volviendo de vez en cuando la cabeza o bien mirando a Bond a través del retrovisor.
El tiempo se hacía muy largo y Bond ya estaba cansado del monótono paisaje de lujuriante verdor y descuidados pueblos y aldeas. Aunque en su mente se agitaban toda clase de ideas, sabía que no tenía ninguna posibilidad de escapar vivo de aquel vehículo. Correría a una muerte segura, incluso en las principales carreteras de la República de Irlanda. Si Murray apareciera, pensó, quizá tendría alguna posibilidad. De momento, había perdido el control de la situación.
Recorrieron kilómetros sin experimentar el menor contratiempo hasta que, por fin, cruzaron por las estrechas calles de Arklow. Unos cinco kilómetros más allá, el Renault giró a la izquierda y empezó a subir por una angosta carretera bordeada de altos árboles y setos sin apenas espacio para que pudieran transitar por ella dos automóviles. Estaba claro que el camino conducía a la entrada principal del castillo.
Chernov despertó y se desperezó; después, felicitó a Mischa por su habilidad y bromeó con él en ruso. Delante de ellos, el Renault dobló una cerrada curva e, inmediatamente después, Mischa soltó una palabrota. Al doblar la curva, el Renault se había detenido en seco. Dos vehículos de la Garda estaban cruzados en el camino. Mientras Mischa frenaba, Bond volvió la cabeza y vio que detrás les seguía un automóvil sin ninguna señal de identificación.
– Tranquilos. ¡No hay que utilizar las armas! -ordenó Chernov con una voz restallante como un látigo-. Ni un solo disparo, ¿entendido?
Media docena de agentes uniformados de la Garda rodeaban el Renault. Otros cuatro se estaban acercando al Jaguar. Mischa bajó con cierta insolencia el cristal de su ventanilla cuando un oficial uniformado se inclinó para hablar con él.
– Caballeros, me temo que esta carretera sólo está abierta al tráfico diplomático. Tendrán que dar media vuelta.
– ¿Qué ocurre, oficial? -preguntó Chernov, inclinándose hacia adelante, mientras, junto con el otro hombre, trataba infructuosamente de ocultar el rostro de Bond.
– Un problema diplomático, señor. Nada grave. Hubo ciertas quejas anoche y tenemos que mantener la carretera provisionalmente cerrada.