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– Estamos empatados.

– Por favor -dijo Bond con la cara muy seria.

Smolin y Heather habían desaparecido como por arte de magia, y Ebbie había sido sustituida por Chernov en cuestión de minutos; Unas inquietantes sospechas empezaban a tomar cuerpo en la mente de Bond.

Murray asintió muy despacio. Unos doscientos metros más allá, se detuvo ante una cabina telefónica.

– Rápido, Jacko, y no se te ocurra cometer ninguna estupidez. Bastantes problemas tenernos corno para que, encima, te dé por escapar.

Bond ya había desprendido el dispositivo de escucha «armónica» del botón de su chaqueta cuando llegó a la cabina. Para entonces, Dominico ya estaría en el castillo y seguramente habría mandado examinar los teléfonos. Se sorprendió de que no lo hubiera hecho todavía, tratándose de un hombre tan meticuloso. Los dispositivos seguían en su sitio y, a través de ellos, Bond pudo escuchar la habitual mezcla de voces. Casi no podía entender nada y estaba a punto de colgar el aparato cuando, de repente, oyó con toda claridad la voz de Chernov. Debía de estar al lado de uno de los teléfonos activados.

– Quiero a todos nuestros hombres en las calles de Dublín -dijo en tono autoritario-. Hay que encontrar a Bond y al coronel Smolin cuanto antes. Los quiero a los dos. ¿Entendido? Se me llevaron a Bond delante mismo de mis narices. Por si fuera poco, tenemos el problema adicional de las dos alemanas relacionadas con el maldito Pastel de Crema. ¿Qué habré hecho yo para merecerme a estos imbéciles?

– Camarada general, no tenía usted otra alternativa. No tuvo más remedio que actuar como lo hizo -hablaban en ruso-. Sus órdenes se han cumplido al pie de la letra. En cuanto les tengamos a todos, será muy sencillo. Sin embargo, el tiroteo de anoche ha estado a punto de provocar un incidente diplomático.

– ¡Idioteces diplomáticas! -gritó Chernov

Se escuchó otra voz, cerca de Chernov:

– Acabamos de recibir un mensaje de Hong Kong, camarada general.

– ¿Sí?

– Han localizado a Belzinger y Dietrich. Ella ha abierto para su uso la casa que el GRU posee en la isla de Cheung Chau.

– Dietrich se está pasando. Tendremos que actuar con rapidez. Envíen un mensaje a Hong Kong. Díganles que les vigilen desde lejos. No quiero que nadie se acerque hasta que yo llegue.

La línea empezó a sufrir interrupciones y Bond comprendió que, ahora más que nunca, tenía que tomar la iniciativa. Se metió una mano en un bolsillo y sacó las pocas monedas irlandesas que el hombre de Chernov le había dejado. Colgó el teléfono y volvió a marcar el número del castillo. En cuanto contestaron, se expresó rápidamente en ruso, pidiendo hablar con el general Chernov.

– ¡Es extremadamente urgente! Cuestión de vida o muerte.

Chernov se puso al aparato a los pocos segundos, maldiciendo por lo bajo las líneas de seguridad.

– No necesitamos ninguna línea de seguridad, camarada general -dijo Bond en inglés-. ¿Reconoce mi voz?

Hubo una breve pausa, tras la cual Chernov contestó con frialdad de hielo:

– La reconozco.

– Sólo quería decirle que deseo volver a verle, Dominico. Atrápeme, si puede. En el norte, en el sur, en Oriente o en Occidente.

Puso un especial acento en Oriente para aguijonear a Chernov. Después, colgó el teléfono, abandonó la cabina y regresó rápidamente al automóvil. Chernov comprendería que Bond le había desenmascarado y que le llevaba una pequeña ventaja por el hecho de estar al corriente dé sus probables movimientos. «M» le hubiera dicho, sin duda, que la llamada telefónica era una locura, pero «M» seguía también por su parte un camino muy tortuoso.

– Por un momento, he creído que estabas jugando conmigo, Jacko. Me han llamado desde Dublín. ¿Qué país quieres?

– ¿Qué siguifica eso?

– Que te vamos a deportar, Jacko. Tu gente de Londres ha dicho que te podemos enviar a la Luna si queremos. A ellos les importa un bledo. Incluso tu jefe dice que tienes que tomarte el resto de tus vacaciones en otro sitio.

– ¿Ésas son las palabras que ha utilizado?

– Ni más ni menos. «Díganle a este renegado que se tome el resto del permiso en otra parte. Díganle que se largue con viento fresco.» Eso ha dicho el viejo diablo. Por consiguiente, ¿qué prefieres, Jacko? ¿España? ¿Portugal? ¿Un par de semanas en las islas Canarias?

Bond contempló el inexpresivo rostro de Murray, el cual parecía ignorar la reciente estancia de Jungla en aquella zona.

– Déjame que lo piense un minuto, Norman. Dondequiera que yo elija, ¿me podrás sacar en secreto?

– Con tanto secreto como si fueras un fantasma. Saldrás con tanto sigilo que ni siquiera se enterarán los controladores del aeropuerto de Dublín.

– Pues, concédeme un minuto.

Bond ya sabía exactamente adónde quería ir, pero primero tenía que pensar en la actitud de «M». Puesto que los controles siempre funcionaban sobre la base de los conocimientos necesarios, ¿por qué había decidido «M» comunicarle de entrada que tendría que actuar por su cuenta y riesgo? ¿Y por qué, sabiendo -como debía saber- que dos de las chicas habían sido localizadas y después habían desaparecido, se empeñaba en seguirle negando la cobertura oficial? Bond nunca hubiera tenido que encontrarse con Smolin y, por consiguiente, no tenía por qué saber nada de él. ¿Había acaso alguna otra cosa que Bond tampoco tenía por qué saber?

Trató de seguir con lógica toda la sucesión de acontecimientos, utilizando las más elementales reglas del oficio. ¿En qué casos un control le ocultaba a su agente aquella información vital, aunque le pusiera con ello en una grave situación de desventaja? Sólo había una serie de circunstancias que justificaban aquel riesgo y él ya lo había intuido en parte a través de la conversación escuchada a través de las «armónicas». Sólo se oculta determinada clase de información, a saber, que un agente de confianza puede ser un doble espía. Se oculta la información cuando se ignora quién es el culpable. Tráelos a todos, le dijo «M». Lo cual significaba que Ebbie, Heather o Jungla podían ser agentes dobles. Ésa tenía que ser la respuesta. Un miembro de Pastel de Crema había sido descubierto, y, conociendo la forma de pensar de «M», Bond tenía que incluir a Smolin y Dietrích entre los sospechosos.

Llegaron a las afueras de Dublín y avanzaron por entre el denso tráfico. ¿Por qué le negaban? Muy sencillo. Se niega a un agente para evitar poner en un apuro al Foreign Office y a los políticos; o cuando sus objetivos saben que no cuenta con ningún apoyo. Maldito «M», pensó Bond, se está pasando de la raya. Cualquier otro agente hubiera desistido de su intento y se hubiera presentado en Londres con el botín para depositario a los pies de «M». Sin embargo, Bond no pensaba hacer tal cosa. «M» había apostado todo su dinero a que Bond saldría adelante, y ahora arriesgaba a su hombre como un buen jugador, sabiendo que las apuestas se habían disparado tras la aparición de Dominico.

– ¿Tenéis algún teléfono seguro en el aeropuerto, Norm?

– Te dije que no me llamaras Norm -dijo Murray en tono hastiado.

– De acuerdo, pues, ¿lo tenéis?

– Todo lo seguro que puede ser -Murray miró a Bond sonriendo-. Puede que incluso te permitamos utilizarlo en caso de que ya hayas decidido adónde quieres ir.

– ¿Podríais llevarme a Francia, lo más cerca posible de París?

Murray soltó una carcajada.

– Eso es pedir un milagro, hombre. Ya sabes cómo es el DST. Nunca colabora.

– Tú vives en un país de milagros, Norman. Si por mí fuera, cruzaría el canal y regresaría a la buena vida. Ya sabes, el susurro de las ramas de los sauces sobre la cabeza del aldeano, la juerga, el aroma de la hierba recién cortada entre la que discurren las serpientes.

– ¡Qué barbaridad! ¡Pero qué poético te has vuelto, Jacko! Gracias a Dios, el bienaventurado san Patricio nos libró de las serpientes.