– ¿De veras? -dijo Bond, devolviéndole la sonrisa.
Sabía que estaba a punto de ver atendidas todas sus peticiones.
Las instalaciones de seguridad se hallaban en el mismo interior del aeropuerto, en un pequeño recinto vallado que impedía la visión del automóvil y de sus pasajeros. El aeropuerto de Dublín tiene fama de ser uno de los más abiertos de Europa. Presurne de disponer de unos dispositivos de seguridad discretos y eficaces, generalmente ocultos a la vista del público. Cuando llegaron a la calzada de acceso, Bond se percató de que había más patrullas de la Garda que de costumbre.
Dentro, había una cómoda sala de espera con sillones y revistas, y un par de agentes de paisano que saludaron a Norman Murray dando muestras de especial deferencia.
– En aquella cabina a prueba de sonidos hay uno de los teléfonos más seguros de Irlanda -dijo Murray, indicándoselo-. Puedes utilizarlo mientras yo preparo tu vuelo.
– No hasta que tenga la absoluta certeza de que me dejaréis esta noche en París -dijo Bond fríamente.
– Dalo por hecho, Jacko. Tú haz la llamada. Estarás de camino antes de una hora sin que nadie se entere.
Bond asintió en silencio. Norman Murray era un oficial muy convincente.
Ya en el interior de la cabina, Bond marcó un número de Londres. Contestó una mujer, la cual preguntó en el acto si estaban interceptados. Bond le respondió que probablemente sí, pero que, en cualquier caso, la línea era segura. Q'ute le había ofrecido ayuda la última vez que le vio, y Bond sabía que no era un mero cumplido.
«Si necesitas algo de aquí, llámame y yo misma te lo llevaré.»
Ahora, la llamaba con una larga lista y un tiempo y lugar de entrega casi imposible, pese a lo cual, Q'ute supo estar a la altura de las circunstancias.
– Allí estaré -se limitó a decir antes de colgar-. Buena suerte.
Murray le aguardaba con un mono de trabajo blanco en la mano.
– Póntelo -le dijo-, y escúchame con atención.
Bond así lo hizo y Murray prosiguió diciendo:
– Esta puerta conduce al aeroclub. Efectuarás un vuelo con un instructor. El plan de vuelo ya está a punto. Os han concedido autorización para sobrevolar el norte de Francia; se suele hacer muy a menudo. Esta vez, sufriréis una pequeña avería de motor cerca de Rennes, que será el punto crucial. No conseguiréis llegar a un aerodromo y, entonces, el instructor pedirá auxilio y tomaréis tierra en un campo, pero no en un campo cualquiera sino en uno determinado.
»Habrá un vehículo aguardando y alguien que ocupará tu lugar en el aparato para cuando lleguen los gendarmes y los funcionarios de aduanas. Todo funcionará como la seda. Haz lo que te digo y todo irá bien. No obstante, si te preguntan algo, yo no tengo nada que ver con el asunto. ¿Entendido?
– Gracias, Norman -dijo Bond, asintiendo con la cabeza.
– El aparato se encuentra delante mismo del edificio, con el motor en marcha y listo para el despegue. Es una preciosa Cessna 182. Puede transportar cuatro personas en caso de apuro. Buena suerte, Jacko.
Bond estrechó cordialmente la mano de Murray, sabiendo que, en cierto modo, «M» le seguía apoyando por razones que sólo él conocía.
El aparato permanecía estacionado a escasa distancia del edificio, y Bond inclinó la cabeza mientras se dirigía rápidamente a él. Se agachó al pasar bajo el ala, subió y se sentó al lado del instructor, un joven y simpático irlandés que, al verle, le gritó, sonriendo, que ya era hora de despegar.
Apenas se había abrochado el cinturón, tras sentarse a la izquierda del instructor, cuando la avioneta empezó a deslizarse por la pista hasta llegar al extremo más alejado del aerodromo. Tuvieron que esperar unos minutos hasta que tomara tierra un 737 de la Aer Lingus procedente de Londres, tras lo cual, el instructor puso el motor a su máxima potencia y el ligero aparato se elevó en el aire casi espontáneamente. Se dirigieron hacia el mar y empezaron a ascender. A unos seiscientos metros de altura, el instructor niveló el aparato.
– Allá vamos -gritó-, listos para la juerga. Me pondré en ruta dentro de cinco minutos. ¿Está bien atrás?
– Muy bien -contestó Bond.
Al volver la cabeza, Bond vio el rostro de Ebbie asomando por detrás de su asiento donde estaba escondida.
– Hola, James. ¿Te alegras de verme? -preguntó, dándole un beso en una mejilla.
14. Cena en París
Todos los agentes dignos de semejante nombre tienen sus bases de reserva especiales lejos de casa: una cuenta bancaria en Berlín; un depósito de armas en Roma; unos pasaportes falsos en una caja fuerte de Madrid. La de James Bond era una casa franca en París; o, mejor dicho, un pequeño apartamento propiedad de unos buenos amigos suyos siempre dispuestos a abandonar su hogar en cualquier instante y sin hacer preguntas. El apartamento se encontraba en el cuarto piso de uno de aquellos edificios situados en las inmediaciones del Boulevard Saint-Michel, en la Orilla Izquierda del Sena.
Llegaron poco después de las seis de la tarde, tras un viaje que discurrió casi sin ningún contratiempo. El instructor pilotó la Cessna hasta llegar a Francia y, una vez allí, Bond observó que su altitud empezaba a fluctuar, obligando al control aéreo de París a recordarle constantemente la posición autorizada. El lugar de la cita se había elegido con sumo cuidado, y era un solitario paraje al Oeste de Rennes. Lo sobrevolaron en círculo durante quince segundos y fueron perdiendo gradualmente altura hasta que el piloto tuvo la certeza de que el contacto se hallaba en su sitio.
Lo habrá hecho otras veces, pensó Bond, preguntándose cuándo y en qué circunstancias. A lo mejor, Murray lo utilizaba para asuntos de contrabando o alguna que otra cuestión peliaguda relacionada con los «chicos», tal como llamaban siempre a los Provos en la República de Irlanda. Cualquiera que fuera su experiencia, todo se desarrolló como una seda. El Control del Tráfico Aéreo llamó una vez más, preocupado por la pérdida de altura. El piloto esperó unos cuatro minutos, preparándose para el aterrizaje. Luego emitió una petición de auxilio, indicando una posición deliberadamente equivocada unos quince kilómetros de distancia para que las autoridades tardaran más en llegar.
– Cuando tomemos tierra, dispondrán de unos cinco minutos para largarse -le gritó a Bond-. Un poco de realismo para los clientes -añadió, esbozando una sonrisa.
Descendieron hacia unos campos de labranza en los que no había la menor señal de vida a lo largo de unos ocho o diez kilómetros, tomaron tierra y se deslizaron hacia un bosquecillo y una carretera recta, bordeada de álamos. Un viejo Volkswagen se hallaba estacionado junto a los árboles. En cuanto se detuvo el motor de la Cessna, una figura vestida con un mono de trabajo blanco idéntico al de Bond emergió de entre los árboles y se acercó a ellos.
– ¡Váyanse! Dios les guarde -dijo el piloto, descendiendo del aparato.
Bond ayudó a Ebbie a bajar, se quitó el mono y miró al desconocido, el cual se limitó a asentir, señalando con la cabeza el Volkswagen. Después, le entregó las llaves a Bond y le dijo que dentro había unos mapas. Tomando a Ebbie de la mano, Bond se alejó al trote. Desde el automóvil, vieron por última vez a los dos intrépidos aviadores. Habían retirado la cubierta y estaban manipulando el motor. Para entonces, el Volkswagen ya se encontraba en la carretera, camino de París. Antes de hablar, Bond intentó primero acostumbrarse al vehículo.
– Bueno, pues, señorita, ¿cómo y por qué has vuelto a aparecer?
En la avioneta no pudo mantener una detallada conversación y ahora recelaba de la dramática reaparición de Ebbie, aunque ésta contara con la bendición de Murray.
– Aquel policía tan simpático pensó que sería una agradable sorpresa para ti, James, amor mío.
– Ya. Pero, ¿qué te ocurrió en Kilkenny?
– ¿No te lo dijo?
– ¿Quién?