– El inspector Murray.
– Ni una palabra. ¿Qué pasó?
– ¿En el hotel?
– No creerás que me refiero a tu audaz huida de Alemania, Ebbie -contestó Bond con cierta aspereza.
– Me desperté -dijo ella, como si eso lo explicara todo.
– ¿Y qué?
– Era temprano, muy temprano, y tú no estabas allí, James.
– Sigue.
– Me asusté. Me levanté de la cama y salí al pasillo. No había nadie y me acerqué a la escalera. Te vi utilizando el teléfono del vestíbulo. Oí tu voz y entonces empezó a venir gente desde el otro lado del pasillo. Me dio vergütenza.
– ¿Que te dio vergüenza?
– Sólo llevaba… Sólo un pequeño… -indicó lo que llevaba puesto-. Y nada aquí arriba. Entonces vi un armario donde guardan las cosas de la limpieza -Bond asintió en silencio-. Me escondí en él. Estaba oscuro y me daba miedo. Me pasé un buen rato allí dentro. Oí voces de gente. Cuando todo quedó en silencio, volví a salir. Te habías ido.
Bond asintió sin decir nada. Podía ser verdad. Por lo menos, la chica era muy convincente.
– Me vestí -añadió Ebbie, mirándole a hurtadillas-. Entonces vinieron los policías y les conté lo ocurrido. Utilizaron la radio de su automóvil y me dijeron que tenían orden de llevarme al aeropuerto. James, no tengo más que lo puesto y el bolso de bandolera.
– ¿Te dijo el inspector Murray lo que iba a ocurrir?
– Me dijo que corría peligro si me quedaba en Irlanda y que me llevaría junto a ti, pero que quería darte una sorpresa. Tiene mucho sentido del humor. Qué divertido es el inspector.
– Ya lo creo. Como para morirse de risa.
Bond aún no sabía si creerla o no. En tales circunstancias, sólo podía hacer una cosa. Seguir con ella, pero no facilitarle la menor información, procurando, al mismo tiempo, no despertar sus sospechas.
Llegaron al apartamento al que previamente había telefoneado Bond desde un área de servicio de la Autoroute A-11. Había comida en abundancia en la nevera, dos botellas de champán Krug de excelente cosecha y ropa limpia en la cama de matrimonio; ni notas ni mensajes. Exactamente igual que siempre. Una rápida llamada telefónica, indicando la hora de llegada y la probable duración de la estancia, y los amigos desaparecían como por ensalmo. Bond jamás les preguntaba adónde iban, y ellos tampoco le hacían ninguna pregunta a él. El marido era un antiguo colaborador del Servicio, pero ninguno de ellos hablaba jamás del trabajo. El sistema era siempre el mismo desde hacía ocho años. Todo estaba invariablemente a punto, y esta vez no fue una excepción a pesar del poco tiempo de aviso.
– ¡Pero, James, qué apartamento tan bonito! -exclamó Ebbie-. ¿Es tuyo?
– Lo es cuando vengo a París y mi amigo está fuera.
Bond se dirigió al escritorio de la habitación principal, abrió el primer cajón y retiró el falso interior. Debajo siempre guardaba una provisión de unos mil francos.
– Mira, hay carne -dijo Ebbie, explorando la cocina-. ¿Quieres que prepare la cena?
– Luego -Bond consultó su Rolex de acero inoxidable. Con viento favorable, tardaría casi media hora en acudir a la cita que había concertado con Ann Reilly-. Afortunadamente, en París hay tiendas que cierran muy tarde. Ebbie, quiero que me hagas una lista de la ropa esencial que necesitas y que me indiques tu talla.
– ¿Vamos a salir de compras? -preguntó Ebbie, pegando un pequeño brinco de chiquilla emocionada.
– Yo saldré de compras -contestó Bond con firmeza.
– Pero, James, hay cosas que tú no puedes comprar. Cosas personales…
– Tú haz la lista, Ebbie. Una dama se encargará de las cosas personales.
– ¿Qué dama? -preguntó Ebbie, erizándose.
O Ebbie Heritage era una actriz consumada o estaba celosa de verdad. Bond hubiera jurado más bien esto último porque se le encendieron las mejillas y los ojos se le llenaron de lágrimas.
– ¿Vas a ver a otra mujer? -preguntó Ebbie, golpeando impacientemente el suelo con un pie.
– Nos conocemos desde hace muy poco tiempo, Ebbie.
– Eso no tiene nada que ver. Has estado conmigo. Somos amantes. Y, sin embargo, en cuanto llegamos a Francia…
– Alto ahí. Sí, voy a ver a otra mujer. Pero por estrictos motivos profesionales.
– Ja… Lo sé. Siempre los motivos profesionales.
– No es lo que te imaginas. Cálmate, Ebbie. Quiero que me escuches -Bond advirtió que la estaba tratando como si fuera una niña-. Eso es muy importante. Tengo que salir y me llevaré tu lista. Bajo ningún pretexto abrirás la puerta o contestarás al teléfono. Mantén la puerta cerrada hasta que yo vuelva. Haré una llamada especial, así -le hizo una demostración: tres rápidos golpecitos, una pausa, otros tres, pausa, y dos golpes más fuertes-. ¿Entendido?
– Sí -contestó Ebbie, mirándole con expresión enfurruñada.
– Pues demuéstramelo.
Ebbie se encogió de hombros y repitió la serie de golpecitos.
– Muy bien. Ahora, el teléfono. No lo toques a menos que suene tres veces, se pare y vuelva a sonar.
Las claves eran tan sencillas y fáciles de recordar como las señales de los enamorados. Bond las repasó otra vez y, luego, sentó a Ebbie junto a la mesa con pluma y papel mientras él recorría el apartamento, cerrando persianas y corriendo cortinas. Cuando terminó, Ebbie ya tenía hecha la lista.
– ¿Cuánto rato estarás fuera? -preguntó la joven con un hilillo de voz.
– Con un poco de suerte, unas dos horas. No mucho más.
– Dos horas; yo oleré el perfume de la otra mujer como hagas el amor con ella -dijo Ebbie poniendo una cara muy seria-. Procura no retrasarte, James. La cena estará sobre esta mesa, dentro de dos horas exactas. ¿Entendido?
– Sí, señora -contestó Bond, esbozando una cautivadora sonrisa-. Y no olvides lo que te he dicho sobre la puerta y el teléfono. ¿De acuerdo?
Ebbie se levantó de puntillas, con las manos en la espalda, y le ofreció una mejilla.
– ¿No me merezco un beso de verdad?
– Cuando vuelvas puntual para la cena, ya veremos.
Bond asintió, le dio un beso, salió y bajó a pie los cuatro tramos de la escalera de piedra. Siempre evitaba los ascensores de París. Los ascensores de aquellas casas antiguas estaban estropeados nueve de cada diez veces.
Tomó un taxi hasta Los Inválidos y a continuación se dirigió a pie al Quai d'Orsay, cruzando el Sena en dirección a los jardines de las Tullerías. Sólo cuando estuvo seguro de que no le seguían, tomó otro taxi para regresar al Boulevard Saint-Michel.
Vio a Ann Reilly sentada en un rincón del cafetín que él le había indicado, a sólo diez minutos a pie del apartamento en el que Ebbie estaba preparando la cena. Bond se encaminó directamente a la barra, pidió un fine y se dirigió a la mesa de Q'ute. No parecía que nadie les vigilara, pero, aun así, habló en voz baja.
– ¿Todo bien?
– Todo lo que pediste. En la cartera. La tienes junto al pie derecho y es segura. No se verá nada a través de los rayos X, pero yo que tú lo sacaría todo y lo guardaría en la maleta.
Bond asintió.
– ¿Cómo van las cosas en el edificio?
– Hay un jaleo espantoso. Por lo visto, ha habido una especie de entrecruce. «M» lleva tres días encerrado en su despacho. Parece un general asediado. Corren rumores de que incluso duerme allí y le están llevando paletadas de microfilms. Nadie más puede utilizar el ordenador principal, y le acompaña constantemente el jefe de Estado Mayor. Moneypenny tampoco sale. Creo que se acuesta con una escopeta junto a su puerta.
– No me extraña -murmuró Bond-. Mira, cariño, tengo que pedirte un favor -le pasó a Ann la lista de Ebbie-. Hay unos almacenes en la esquina, una manzana más abajo. Compra lo mejor, ¿eh?
– ¿Utilizo mi propio dinero?
– Inclúyelo en los gastos. Ya lo arreglaremos cuando yo vuelva.
Q'ute examinó la lista sonriendo.