– ¿Cuáles son sus gustos en…?
– Sofisticados -la cortó rápidamente Bond.
– Haré lo mejor que pueda, teniendo en cuenta lo sencilla que soy yo.
– Qué te crees tú eso. Te pediré una copa. Ah, y compra también una maleta barata. ¿De acuerdo?
– ¿Sofisticada y barata?
Ann Reilly abandonó el café, contoneando de un modo muy sugestivo las caderas. Bond tomó mentalmente nota de invitarla a cenar cuando todo hubiera terminado y él se encontrara de vuelta en Londres. Ann regresó antes de que hubiera transcurrido media hora.
– Tengo un taxi esperando fuera. Podré tomar el último vuelo de la Air France al aeropuerto de Heathrow, si me doy prisa. ¿Te puedo acompañar?
Bond se levantó y la siguió hasta la puerta, diciéndole que le dejara dos manzanas más lejos. Ann le dio un cariñoso beso y le deseó buena suerte mientras él se marchaba con la maleta y la cartera.
Bond se pasó cuarenta minutos, volviendo sobre sus pasos, viajando en metro, recorriendo calles a pie y tomando otro taxi antes de regresar al apartamento cuando sólo faltaban diez minutos para la expiración del plazo fijado por Ebbie. La joven le husmeó concienzudamente, pero sólo percibió el aroma del brandy. Se tranquilizó ulteriormente cuando Bond le entregó la maleta y le dijo que la abriera. Ebbie lanzó gritos y jadeos de admiración al ver las compras de Q'ute. Bond se dedicó, entretanto, a echar un vistazo a la ropa que siempre guardaba en una parte del armario del dormitorio. En el apartamento había también una maleta de repuesto en la que más tarde podría colocar su ropa y los objetos de la cartera.
– La cena estará lista dentro de cinco minutos -anunció Ebbie desde la cocina.
– Tengo que hacer una llamada telefónica y en seguida estoy contigo.
Bond utilizó la extensión del dormitorio para marcar el número de la compañía Cathay Pacific en el aeropuerto de Orly. Sí, tenían dos plazas en primera clase en su vuelo a Hong Kong del día siguiente. Los reservarían a nombre de Boldman. Bond les indicó su número del American Express.
– Gracias, míster Boldman. Puede recoger los billetes en el mostrador a las diez y cuarto. Que tengan un buen viaje.
Bond examinó el interior de la maleta para comprobar que Q'ute no hubiera olvidado el pequeño sello de goma que servía para falsificar los pasaportes. De repente, se llevó un susto.
– ¡Ebbie! -llamó-. Ebbie, llevas tu pasaporte, ¿verdad?
– Pues claro. Nunca viajo sin él.
Bond se dirigió al comedor. En la mesa le aguardaba una refinada cena para dos.
– Has estado muy ocupada, Ebbie.
– Sí. ¿Vamos a alguna parte?
– Eso será mañana. Esta noche disfrutaremos de una romántica cena en París.
– De acuerdo, pero mañana, ¿adónde vamos?
– Mañana -contestó Bond en un susurro- nos vamos al místico Oriente.
15. El místico Oriente
El vuelo CX-290 del 747 de la Cathay Pacific procedente de París, inició su descenso sobre la isla de Lantau para dirigirse al continente de los Nuevos Territorios. Allí, el gran reactor efectuó una vuelta de casi cien grados, cruzando Kowloon para aterrizar en Kai Tak, el aeropuerto internacional de Hong Kong con su pista extendiéndose como un dedo hacia el mar.
Mientras los motores del aparato rugían sobre los tejados de las casas, James Bond miró a través de la ventanilla, ansioso de ver la isla de Hong Kong allí abajo, con su Pico envuelto en nubes.
Ahora debían de estar sobrevolando Kowloon Tong. Recordó que estas dos palabras significaban el Estanque de los Nueve Dragones, y que el difunto Bruce Lee había consultado con una adivina antes de comprar un apartamento en aquel lujoso barrio de la ciudad. Al joven astro cinematográfico del Kung Fu le habían vaticinado que el hecho de comprar aquel apartamento le traería mala suerte porque su nombre significaba «Pequeño Dragón», y nada bueno le podría ocurrir a un pequeño dragón que se fuera a vivir a un estanque en el que hubieran nueve dragones. Pese a ello, Bruce Lee compró el apartamento y murió antes de un año. Mala suerte.
El Boeing tomó tierra en medio de un poderoso rugido y con los alerones completamente extendidos mientras aminoraba la velocidad. Poco a poco, se detuvo al final de la pista junto a unos elevados edificios que había a la izquierda. El Perfumado Puerto rebosante de embarcaciones se extendía a la derecha, entre el continente y la isla de Hong Kong.
Al cabo de veinte minutos, Bond y Ebbie ya se encontraban en las desangeladas dependencias del control de pasaportes. Unos escrupulosos funcionarios chinos les examinaron los documentos. En cuanto descendieron del aparato, Bond trató de descubrir si alguien les vigilaba, pero, en medio de aquel mar de rostros europeos, chinos y euroasiáticos, cualquier persona podía ser un vigilante.
Un voluminoso chino vestido con pantalones y camisa blanca sostenía un letrero en el que se podía leer Sr. BOLDMAN. Bond y Ebbie se adelantaron.
– Yo soy míster Boldman.
– Ah, muy bien. Le llevaré al Mandarin Hotel -el chino esbozó una sonrisa que dejó al descubierto varios dientes de funcionamiento autónomo, casi todos con fundas de oro-. Coche aquí. Dentro, por favor, si no le importa. Me llamo David -añadió, acompañándoles a un automóvil, cuya portezuela se apresuró a abrir.
– Gracias, David -dijo Ebbie amablemente.
En cuanto el vehículo se puso en marcha, Bond se volvió a mirar a través de la ventanilla trasera para comprobar que no les siguiera nadie. Le fue imposible hacerlo porque los automóviles abandonaban constantemente las calzadas de la zona de llegadas y casi todos daban la impresión de acabar de recoger a los pasajeros. Lo que él buscaba era un vehículo de aspecto anodino con dos personas sentadas delante. Se detuvo a tiempo… Eso era lo que hubiera tenido que buscar en Europa. En Asia, las cosas eran distintas. Recordó lo que, una vez, le dijo un colaborador chino: «Los que te vigilan son quienes menos te figuras. Al este de Suez, todos te miran con el mayor descaro y no hay forma de identificarlos».
No hubo ninguna señal positiva cuando entraron en el túnel que atravesaba el puerto y por el que circulaba una lenta, pero ordenada procesión de automóviles, camiones tanto antiguos como modernos y aquellos vehículos de carga tan amados por los habitantes de Hong Kong, algunos de ellos con sus sucios toldos adornados con caracteres chinos.
Hoy en día, basta con regresar a Hong Kong tras una ausencia de pocas semanas para ver los cambios. Bond llevaba dos años sin visitar el Territorio y vio unas diferencias enormes cuando llegaron a Connaught Road. A su derecha se elevaba el impresionante Connaught Centre con sus cientos de ventanas tipo portilla que le conferían el aspecto de haber sido diseñado por un óptico; y, detrás de él, las triples torres de cristal ya casi terminadas de Exchange Square. El tráfico aún era tan intenso como el calor del ambiente, mientras que las aceras y los futuristas puentes tendidos sobre las calles principales se hallaban abarrotados de personas que corrían presurosas a sus quehaceres. A la izquierda, Bond pudo ver, a través de Chater Square, el nuevo e impresionante edificio del Banco de Hong Kong y Shangai, semejante a una construcción de mecano sobre cuatro altos cilindros.
Al fin, se detuvieron frente a la entrada principal del Hotel Mandarín, cuyo aspecto resultaba casi insignificante en comparación con la opulencia de los rascacielos que lo rodeaban. La impresión se desvanecía en cuanto uno cruzaba la entrada y penetraba en el vestíbulo adornado con arañas de cristal, mármol y ónix italianos y exquisitos grabados de madera dorada.
– Eso es fantástico, James -exclamó Ebbie, boquiabierta de asombro.
Mientras la acompañaba hacia el chino vestido de negro de la recepción, Bond la vio mirar de soslayo el mostrador del conserje.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó en voz baja.
– Swift -contestó la joven en un susurro-. Está aquí. Acabo de verle.