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Tardaron un cuarto de hora en llegar a la guarida de Dedo Gordo Chang. La puerta estaba abierta y Chang se hallaba sentado detrás de una mesa en una pequeña habitación oscura que olía a sudor y a comida rancia, mezclados con el aroma de unos pebetes perfumados que ardían ante un pequeño relicario.

– Ah, mi viejo amigo -el obeso chinito dejó al descubierto unos dientes ennegrecidos-. Muchos años desde que su sombra cruzó mi miserable puerta. Por favor, entre en mi choza.

Bond observó que Ebbie arrugaba la nariz.

– Olvida, honorable Chang, que conozco su verdadero hogar, el cual es tan lujoso como el palacio del emperador. Por consiguiente, soy yo quien se avergüenza de acudir a su despacho.

Con una mano, Chang, señaló dos sillas muy incómodas y no demasiado limpias.

– Bienvenida, hermosa dama -dijo, mirando a Ebbie y sonriendo-. Bienvenidos los dos. Siéntense. ¿Puedo ofrecerles una taza de té?

– Es usted muy amable. No nos merecemos este trato tan señorial.

Chang batió palmas, y en el acto apareció una niña vestida con un pijama negro. Chang le dio unas rápidas instrucciones y la chiquilla hizo una reverencia y se retiró.

– Mi segunda hija de mi tercera esposa -explicó Chang-. Es una holgazana y una inútil, pero, por sentido del deber y por bondad, le permito hacer pequeños recados. La vida es muy difícil, vaya si lo es.

– Venimos para hablar de negocios -expuso Bond.

– Todo el mundo quiere hacer negocios -dijo Chang, mirándole de soslayo-. Pero, a mí, raras veces me resultan rentables, teniendo que mantener a tanta gente y con estas mujeres chismosas y estos hijos que siempre me piden más de lo que les puedo dar.

– Su vida debe de ser muy dura, honorable Chang -dijo Bond, mirándole gravemente.

Dedo Gordo Chang exhaló un prolongado suspiro. La niña reapareció con una bandeja en la que había unos cuencos y una tetera. La colocó delante de Chang y, obedeciendo sus órdenes, llenó los cuencos con una expresión de profundo cansancio en el rostro.

– Su amabilidad sobrepasa nuestras miserables necesidades -dijo Bond, sonriendo mientras golpeaba dos veces la superficie de la mesa con los dedos para expresarle a la niña su gratitud antes de tomar un sorbo del amargo brebaje.

Confiaba en que Ebbie se lo bebiera sin pestañear.

– Me alegro mucho de verle, míster Bond. ¿En qué puedo servirle a usted y a esta deliciosa dama?

Bond se sorprendió de que Chang fuera al grano con tanta rapidez. Por regla general, el chino dedicaba una hora, o más, a intercambiar cumplidos con él antes de entrar en materia. Su rápida respuesta le puso en guardia.

– Probablemente será imposible -dijo Bond, despacio-. Pero me ha hecho usted tantos favores en el pasado…

– ¿De qué se trata?

– Necesito dos revólveres y municiones.

– Pero, ¿es que pretende que me metan en la cárcel y me envíen encadenado a los burócratas de Beijing que vendrán de todos modos en 1997?

En Hong Kong ya se utilizaba la denominación china de Pekín -Beijing- a medida que se acercaba el año de la cesión del poder a China. Era curioso que los vendedores callejeros ya ofrecieran gorros verdes con la estrella roja entre las habituales baratijas turísticas que vendían.

Bond bajó la voz sin dejar de interpretar el papel que se esperaba de él.

– Con todos mis respetos, eso jamás había constituido un obstáculo para usted en el pasado. El nombre de Dedo Gordo Chang es bien conocido en mi profesión y se pronuncia con gran reverencia por ser un santo y seña infalible para la obtención de ciertos artículos prohibidos en el Territorio.

– Ciertamente está prohibido importar armas y, en los últimos años, las condenas que se han impuesto por estas cosas han sido muy grandes.

– Pero usted aún tiene acceso a ellas, ¿verdad?

– Sí, pero con enormes dificultades. Quizá podría encontrar un revólver y unas cuantas municiones, aunque todo resultaría muy caro. Pero dos sería un milagro y el precio estaría por las nubes.

– Supongamos que puede usted obtener dos revólveres; por ejemplo, un par de viejos Enfield de 38 mm con sus correspondientes municiones, claro.

– Eso sería imposible.

– Sí, pero si pudiera conseguirlos… -Bond hizo una pausa mientras el chino sacudía la cabeza con un gesto de aparente incredulidad-. Si pudiera conseguirlos, ¿cuánto costarían?

– Una auténtica fortuna. Un rescate digno de un emperador.

– ¿Cuánto? -le apremió Bond-. ¿Cuánto en efectivo?

– Mil hongkongs por cada uno, el tamaño no cuenta. Otros dos mil hongkongs por cincuenta municiones, lo que hace en total cuatro mil dólares de Hong Kong.

– Dos mil por todo el lote -dijo Bond sonriendo.

– Pero, bueno, ¿quiere que mis mujeres y mis hijos vayan desnudos por la calle? ¿Quiere que no pueda disponer de dinero ni para llenar el cuenco de arroz?

– Dos mil -repitió Bond-. Dos mil, devolución de las armas antes de irme y mil hongkongs adicionales.

– ¿Cuánto tiempo piensa quedarse?

– Sólo unos días. Como máximo, dos o tres.

– Tendré que pedir limosna por las calles. Tendré que convertir a mis mejores hijas en vulgares prostitutas callejeras.

– Dos de ellas ya se ganaban el dinero a espuertas por la calle la última vez que estuve aquí.

– Dos mil dólares y dos mil más cuando devuelva las armas.

– Dos mil y otros mil al efectuar la devolución -dijo Bond sin dar su brazo a torcer.

Tenía buenas razones para pedir revólveres. No podía fiarse de una pistola automática pedida en préstamo, alquilada o robada en Hong Kong. Sabía que, por muchos que fueran los recursos de Dedo Gordo Chang, éste sólo podría proporcionarle armas básicas.

– Dos mil, y otros dos con la devolución.

– Dos y uno. Es mi última oferta.

Dedo Gordo Chang elevó las manos al cielo.

– Me verá pidiendo limosna en Wan Chai, como Desnarigado Wu o Pata Coja Lee -Chang hizo una pausa, implorando con los ojos una suma más alta. Bond no dijo nada-. Bueno, pues, dos mil. Y mil más cuando me devuelva las armas, pero tendrá que dejarme quinientos hongkongs en depósito por si no volviera.

– Siempre he vuelto.

– Hay una primera vez. El hombre siempre vuelve hasta que llega la primera vez. ¿Qué otra cosa me va usted a sacar, míster Bond? ¿Quiere acostarse con la más bella de mis hijas?

– Cuidado -dijo Bond, dirigiéndole una mirada de advertencia-. Me acompaña una dama.

Chang comprendió que había ido demasiado lejos.

– Mil perdones. ¿Cuándo desea recoger los artículos?

– ¿Le parece bien ahora? Antes tenía usted un arsenal bajo el suelo de la habitación de atrás.

– Y mis buenos dólares me costaba mantener alejada a la policía.

– No lo creo, Chang. Olvida que yo conozco exactamente cómo trabaja usted.

– Un momento -Dedo Gordo Chang lanzó un suspiro-. Disculpe, por favor.

El chino se levantó y pasó a través de la cortina de cuentas ensartadas que separaba las habitaciones.

Ebbie se disponía a hablar, pero Bond sacudió la cabeza, formando con los labios la palabra «luego». Bastante se había arriesgado llevándola consigo, ahora que todos los componentes de Pastel de Crema eran sospechosos.