Al bajar vio, entre los pasajeros, a dos jóvenes chinos muy bien vestidos que evitaban cuidadosamente mirarle. Giró a la izquierda como si quisiera salir y observó que los dos chinos se acercaban.
– Sube otra vez al tren en el último segundo -le dijo a Ebbie, situándose a la altura de las puertas de un vagón. Era un truco muy viejo, pero podía dar resultado. Cuando las puertas empezaron a cerrarse, Bond empujó a Ebbie al interior del vagón y la siguió inmediatamente después. Para su decepción, vio que los chinos hacían lo mismo en un vagón de atrás. Entonces, Bond le dijo a Ebbie que bajara en la siguiente estación, la de Jordan, pero que no lo hiciera hasta el último momento.
Tardó un instante en percibir que los dos hombres aún estaban allí, pisándoles los talones. Ambos vestían trajes de color gris claro e impecables camisas y corbatas, pese al calor de la tarde. Se les hubiera podido tomar fácilmente por dos hombres de negocios que regresaban a sus despachos. Pero la experta mirada de Bond descubrió en ellos una excesiva precisión. Estaba seguro de que había entrado en acción otro equipo, el cual se encontraría seguramente por aquella zona. Salieron de la estación de Jordan y giraron a la derecha para adentrarse en la ruidosa Nathan Road, en dirección al puerto. Con rostro sonriente, Bond le comunicó a Ebbie que les seguían.
– Actúa con naturalidad -le dijo-. Párate a mirar los escaparates de las tiendas. Camina despacio. Al final de esta calle, llegaremos al Hotel Península. Cuando lleguemos allí intentaremos despistarles.
Las aceras estaban abarrotadas de peatones, más chinos e indios que europeos. Nathan Road parecía el punto de reunión de las culturas orientales. Unas banderas de llamativos colores colgaban sobre la calle. Las modernas vitrinas de los escaparates se apretujaban unas contra otras, pero, por encima de ellas, aún se podían ver los viejos edificios de los años veinte y treinta. Los rótulos de neón y de papel trataban de llamar la atención de la gente en las esquinas, mientras la omnipresente comida producía una amalgama de olores indescifrables. Había muchos establecimientos dedicados a la fotografía y a la electrónica, lo cual les ofreció a Bond y Ebbie la oportunidad de detenerse a cada paso como si compararan los precios mientras observaban a sus vigilantes.
Bond los había bautizado mentalmente con los nombres de Ying y Yang. Su habilidad demostraba bien a las claras que estaban perfectamente entrenados. Pese a lo cual, antes de cinco minutos, Bond creyó identificar a un equipo frente a ellos. Un chico y una chica de unos dieciocho o diecinueve años parecían profundamente enfrascados en una conversación, pero, cada vez que Bond y Ebbie se detenían, ellos, lo hacían también. El joven llevaba la camisa fuera de los vaqueros, lo suficiente para ocultar un arma. Ying y Yang, con sus trajes grises confeccionados a la medida, tenían múltiples lugares donde ocultar las armas. De pronto, a Bond se le ocurrió pensar que a lo mejor eran un escuadrón de ejecución. ¿Acaso no habían liquidado a Swift? No, se dijo. Chernov hubiera deseado estar presente al final. Tenía que haber un testigo del Centro de Moscú. Llegaron al Hotel Península y entraron por una de las puertas laterales que daba acceso a una galería comercial; Bond recordó que alguien le había dicho que aquella zona del hotel había sido un club de oficiales en el período subsiguiente a la segunda guerra mundial. Se preguntó cuántos espectros de comandantes borrachos albergarían aquellas opulentas galerías.
Mientras se volvían para subir la escalinata que conducía al vestíbulo principal, vieron entrar a Ying y a Yang. Los jóvenes habrían entrado, sin duda, por la puerta principal para, de este modo, completar el cerco.
– Adelántate -le ordenó Bond a Ebbie, entregándole la bolsa de bandolera-. Vete con el arsenal al lavabo. Estaré en el vestíbulo en cuanto haya resuelto este asunto.
Por fin se le ofrecía la ocasión de poner a prueba la lealtad de Ebbie. Bond la miró sonriendo, sacó la cajetilla de cigarrillos, se colocó uno entre los labios y empezó a darse palmadas en los bolsillos, buscando el encendedor. Ying y Yang se desconcertaron al ver que se detenía, pero de ninguna manera podían huir de su presa, por lo cual siguieron adelante sin mirar a Bond hasta que éste les cerró el paso y les preguntó en inglés si tenían fuego.
De cerca, parecían gemelos; tenían el cabello negro como el ébano, las caras redondas y los crueles ojos oscuros. Por un instante, los chinos se detuvieron y Ying musitó algo mientras levantaba una mano para introducirla en el interior de su chaqueta desabrochada. Cuando tenía la mano a la altura de la solapa, Bond le agarró la muñeca, la retorció con fuerza y tiró de ella hacia abajo mientras levantaba rápidamente la rodilla derecha. Casi pudo sentir el dolor del hombre cuando su rodilla le golpeó la ingle; pero el jadeo sí pudo oírlo con toda claridad. Casi antes de que éste se produjera, Bond ya había obligado al hombre a girar sobre sí mismo, empujándole hacia Yang en cuyo rostro se estrelló su cráneo. El golpe fue tan fuerte que se oyó un crujido y Bond notó que el cuerpo de Ying se aflojaba entre sus manos.
Antes de que nadie saliera de las tiendas de la galería, Ying y Yang quedaron amontonados en el suelo, semiinconscientes. Ying mantenía el cuerpo doblado a causa del dolor en la cabeza y en la ingle, mientras que a Yang parecia que le hubieran aplastado la cara con un pedazo de hormigón: le salía sangre de la nariz rota y, probablemente, se había partido el pómulo. Bond pidió a gritos que alguien avisara a la policía.
– ¡Esos hombres han intentado robarme! -gritó mientras se acercaba la gente, en medio de un guirigay de chino e inglés.
Se inclinó e introdujo una mano en el interior de la chaqueta de cada hombre. Como ya lo esperaba, iban armados con pesados revólveres de 38 mm.
– ¡Miren! -gritó-. Que alguien llame a la policía. Estos hombres son unos delincuentes.
Los gritos de indignación que escuchaba a su alrededor le indicaron a Bond que la gente estaba de su parte. Con mucho disimulo, empezó a retirarse, arrojó al suelo una de las armas, se metió la otra en el cinto, ocultándola bajo la chaqueta Oscar Jacobson, y empezó a subir la escalera.
– Allá abajo -les dijo a los guardias de seguridad que bajaban en aquel momento y con quienes casi estuvo a punto de chocar-. Un par de ladrones han intentado robar a mi amigo.
Ebbie le esperaba junto a la entrada, en un rincón del espacioso salón dorado donde los camareros corrían por entre las mesas sirviendo el último té de la tarde, supervisados por un jefe de cabello plateado. En lo alto de un lujoso estrado, una orquesta de cuatro miembros interpretaba selecciones de comedias musicales nuevas y antiguas. Sobre todo, antiguas.
Bond tomó la bolsa de bandolera y le comunicó a Ebbie que tenían que actuar con rapidez. Se dirigió a la entrada principal y miró a su alrededor en busca de la pareja identificada como el equipo de apoyo. Pero no vio rastro de ellos ni en el vestíbulo ni fuera, en el patio de entrada. Atravesaron la calle cuando el denso tráfico se lo permitió y se dirigieron a la zona portuaria, llena de edificios en construcción. Bond seguía buscando incesantemente al otro equipo.
– A lo mejor, los hemos despistado -dijo, apretándole un brazo a Ebbie-. Ven, sigamos por la izquierda. Lo menos que podemos hacer es buscarnos un hotel decente por unas horas. El Regent está por aquí. Es un enorme bloque de ladrillo, pero me han dicho que rivaliza seriamente con el Mandarin.
La vista del Regent quedaba bloqueada por los andamiajes de las obras, pero, una vez los hubieron dejado atrás, apareció el hotel con su calzada elevada y su patio de entrada lleno de Rolls-Royces y Cadillacs. Sin embargo, no fue sólo eso lo que vieron. En cuanto doblaron la esquina, se toparon directamente con el chico y la chica.