Bond asió la culata del revólver, y estaba a punto de extraer el arma cuando el joven le dirigió la palabra. No llevaba nada en las manos, pero la chica le protegía sin ninguna duda.
– ¿Míster Bond? -inquirió el joven.
– Sí -contestó Bond, retrocediendo en previsión de un posible ataque.
– No se alarme, señor. Míster Swift dijo que, si algo le ocurriera, yo debería entregarle eso a usted
– la mano se acercó pausadamente a un bolsillo del que el joven sacó un sobre-. Seguramente se habrá enterado del grave accidente que ha sufrido míster Swift esta tarde. Me llamo Han. Richard Han. Trabajaba para míster Swift. Ya está todo arreglado. Supongo que ya se habrá librado de los dos rufianes que le seguían. Oímos mucho jaleo…
– Sí -dijo Bond, cauteloso.
– Bueno, pues. Habrá un Walla Walla en la Ocean Terminal a las diez cuarenta y cinco. Yo estaré allí para despedirles. A las diez cuarenta y cinco en la Ocean Terminal. ¿De acuerdo?
Bond asintió mientras los jóvenes se tomaban de la mano y daban media vuelta.
– ¿Qué es un Walla Walla? -preguntó Ebbie más tarde mientras descansaban en la cama de una habitación situada en un piso alto del Regent.
– Es un sampán motorizado -contestó Bond-. Algunos dicen que se llama Walla Walla por el ruido que hacen los motores. Otros, que se llama así porque el primer propietario de una embarcación de esta clase era un tipo de Washington.
– Eres muy inteligente -dijo Ebbie, acurrucándose al lado de Bond-. ¿Cómo lo haces para aprender todas estas cosas, James?
– A través de la guía oficial de Hong Kong. Me la leí de cabo a rabo mientras tú te pasabas el rato en el cuarto de baño.
No tuvieron dificultades en encontrar habitación en el Regent. Bond exhibió su tarjeta Platimun del American Express a nombre de Boldman, y dijo que el precio no sería problema. Nadie se extrañó de que no llevara equipaje, aunque Bond explicó que, más tarde, se lo enviarían desde el aeropuerto. Mostró la bolsa de bandolera que llevaba colgada al hombro, pero no permitió que nadie se la subiera a la habitación.
Tras pedir al servicio de habitaciones una sencilla cena europea de tres platos para dos, Bond abrió el sobre. En su interior había una hoja de papel con un breve mensaje y un mapa de la isla de Cheung Chau.
En caso de que algo ocurra, le he entregado eso a un joven colega. Richard Han le prestará todo el apoyo que pueda. He organizado el transporte a Cheung Chau. La mujer le dejará en el puerto situado al oeste de la isla. Le interesa una villa de color blanco que se encuentra casi enfrente del Hotel Warwick, en el lado oriental, a diez minutos a pie del estrecho istmo. Tome la calle que discurre en medio de las casas a la derecha del embarcadero del transbordador. La villa está muy bien situada en lo alto del lado norte de la bahía de Tung Wan, y da a una hermosa franja de agua y arena. Huelga decir que el Warwick se encuentra en el lado sur. Que yo sepa, no hay dispositivos de alarma, pero el lugar está siempre muy bien vigilado cuando alguien se aloja allí. Tiene por lo menos un teléfono y el número local es el 720302. Recuerde los nueve que resultaron muertos en Cambridge y el incendio de la isla de Canvey. Si lo consigue, yo no estaré allí para desearle suerte, pero la tendrá de todos modos.
SWIFT
Bond no tuvo más remedio que aceptar la nota, el mapa y la persona de Richard Han como auténticas. Por lo menos, había encontrado un medio de trasladarse a Cheung Chau y de localizar la casa. Antes de que les subieran la cena, Bond se fue al cuarto de baño para examinar las armas y el equipo que contenía la bolsa de lona. Decidió armar a Ebbie con unos de los revólveres de 38 mm. Él se quedaría el del mismo tipo que les había arrebatado a Ying y Yang. El resto podría llevarlo en la bolsa. Una vez localizada la villa, sabía lo que tenía que hacer. Con un hombre como Chernov no podía uno correr ulteriores riesgos. Regresó al dormitorio, comió con buen apetito, esperó a que Ebbie utilizara primero el cuarto de baño y luego se quitó la ropa y se tomó una ducha. No tenían ninguna muda de ropa, pero, por lo menos, se habían refrescado y estaban limpios. Bond se secó vigorosamente con la toalla, y se tendió en la cama. A pesar de su cansancio, Ebbie hizo gala de una innegable inventiva que encantó a Bond. Tras echar un sueñecito, el agente volvió a repasar los puntos esenciales de aquella noche.
– ¿Lo has comprendido? -le preguntó a Ebbie al término de la instrucción-. Te quedarás donde te diga hasta que yo vuelva. Después, improvisaremos -añadió, dándole un beso suave en cada oreja.
Se vistieron y se armaron. Bond observó complacido que Ebbie manejaba el revólver y las municiones de repuesto con visible maestría.
Salieron del hotel poco después de las diez. A las diez cuarenta y cinco en punto, Richard Han se reunió con ellos junto a la gran galería comercial llamada Ocean Terminal, cerca del muelle de los transbordadores Star. Se alejó con ellos de los muelles principales y bajó por un camino al puerto donde les esperaba la vieja desdentada con su sampán.
– ¿Sabe adónde tiene que llevarnos? -preguntó Bond.
Han asintió.
– Y no debe darle dinero -dijo-. Ya ha cobrado lo suficiente. La travesía durará casi tres horas. Lo siento, con el transbordador se tarda sólo una, pero así es mejor.
En realidad, tardaron casi cuatro; en el transcurso del viaje la mujer no les dirigió ni una sola vez la palabra, y se mantuvo tranquilamente sentada junto a la caña del timón.
Eran casi las tres de la madrugada cuando Bond y Ebbie desembarcaron en la isla de Cheung Chau, situada a doce kilómetros al oeste de Hong Kong. El sampán se balanceó y cabeceó mucho en alta mar, pero, cuando se acercaban al puerto, la anciana apagó el motor y utilizó un remo para alcanzar en silencio la orilla situada entre los juncos y los sampanes, algunos de ellos amarrados juntos y otros fondeados en el embarcadero. Por fin llegaron al muro del puerto y la mujer les susurró algo que no entendieron, pero que interpretaron como una invitación a desembarcar. Juntos se encaramaron a la ancha franja de hormigón que bordeaba el agua, y Bond levantó un brazo para despedirse de la mujer.
18. La Bahía De Tung Wan
La isla, tal como Bond ya había observado en el mapa, tenía efectivamente la forma de unas pesas de gimnasia, siendo el extremo sur mucho más ancho que el norte, del cual estaba separado por una corta extensión de tierra de menos de ochocientos metros de anchura.
Los ojos de ambos ya se habían acostumbrado a la oscuridad mucho antes de desembarcar, y Bond pudo distinguir los edificios que tenía delante Tomando a Ebbie de una mano, se cercioró de que tuviera el revólver a punto y la guió hacia un oscuro hueco que descendía hacia una estrecha calleja. Al acercarse, pudieron ver la silueta de una cabina telefónica de cristal que Bond decidió utilizar una vez hubieran efectuado un reconocimiento de la villa.
– Tú te quedas aquí -le dijo Bond a la joven-. No te muevas y procura que nadie te vea -añadió en voz baja-. Volveré antes de una hora.
En la oscuridad, Ebbie asintió en silencio. Demostraba tener mucho más temple de lo que Bond suponía. Tras estrechar su mano, Bond empezó a subir por la empinada callejuela. Se sentía como acorralado por las casas que formaban los costados de aquella quebrada. Unos doscientos metros más allá, la calleja se estrechaba todavía más. Había un árbol a la derecha y Bond intuyó la presencia de alguien. Se detuvo y sólo reanudó la marcha cuando vio que era un viejo chino tendido boca arriba, roncando como un bendito bajo el árbol.
Al cabo de unos doce minutos de camino, los edificios se abrieron a una ancha franja de pálida arena, más allá de la cual el mar brillaba suavemente bajo la luna. Era la bahía de Tung Wan. Bond avanzó al amparo de las casas. A su derecha, una mancha de luz revelaba la situación del Hotel Warwick. Esperó, mirando hacia el promontorio que tenía a su izquierda. Arriba pudo ver un grisáceo edificio con dos luces: sin duda la villa que Swift le había marcado en el mapa. Avanzando sin apartarse de la sombra de los edificios de la izquierda y rezando para que nadie desde la villa utilizara gafas nocturnas de infrarrojos, Bond avanzó lentamente hasta el borde de la blanca arena, que se extendía hacia el promontorio en cuya cima se levantaba la villa.