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– Tiene cuatro horas para descansar antes de que comience la prueba -dijo Chernov, levantándose-. Le sugiero que se ponga en paz con su conciencia.

Uno de los guardianes volvió a entrar en la estancia para llevarse a Bond, pero Chernov dio un paso al frente.

– Permítame decirle otra cosa, para asegurarme de que está usted al corriente de las normas, Bond. No intente pasarse de listo. Es posible que haya pensado usted en el plan más obvio, que sería agacharse junto al murete que rodea la casa y eliminar a los «Robinsones» a medida que vayan saliendo. Sabemos que es usted un excelente tirador, pero, por favor, ni se le ocurra intentarlo. Cuando reciba la orden de correr, corra. Como intente poner en práctica alguna jugarreta, mis dos guardianes lo cortarán a pedacitos. Si, por suerte o por habilidad, logra evitar o matar a mis «Robinsones», le aconsejo que siga corriendo, James Bond. Corra todo lo que pueda. Esta noche le mataremos, de eso estoy seguro, pero, en el improbable caso de que me equivoque, dispondremos de otra oportunidad y yo mismo le mataré. Mi Departamento no descansará hasta que usted haya muerto, ¿comprende?

Bond asintió en silencio y se retiró con toda la dignidad que le permitió su revuelto estómago. Una vez en la celda, empezó a estudiar sus posibilidades. En presencia de los cuatro «Robinsones», estuvo tentado por un momento de caer en la desesperación. Ahora, a solas otra vez, empezó a trazar planes. Le iban a dar una Luger Parabellum y cuatro cartuchos como municiones. Bueno, algo era algo. Pero podría tener más si consiguiera llegar al paquete oculto.

El paquete, preparado por Q'ute y otros miembros del Servicio, estaba destinado a ser utilizado en caso de máxima necesidad puesto que contenía, sobre todo, armas letales.

Construido bajo el principio de la anticuada «Housewife» (ama de casa) -pronunciada siempre «Hussif»- de la Royal Navy, el Paquete Auxiliar de Operaciones Secretas, PAOS, era un envoltorio alargado recubierto de hule, de cuarenta por veinte centímetros; dos largas cintas sobresalían por la izquierda y servían para atar el paquete con un nudo muy fácil de deshacer. Cuando se abría, quedaba plano y contenía cinco bolsillos, cada uno de ellos diseñado para un determinado objeto. En el extremo izquierdo había dos objetos que parecían unas achaparradas baterías HP-11. Uno de ellos era una potente bengala activada por el botón que simulaba ser el polo positivo de la batería. Manteniéndolo con el brazo extendido, disparaba una bengala que iluminaba con una blanca luz a una distancia de unos seis metros, en un área de hasta cuatrocientos metros. Si se disparaba con la trayectoria adecuada, la bengala podía ejercer también un efecto deslumbrador.

La segunda batería funcionaba como la primera, pero no podía sostenerse en la mano, porque, a los siete segundos, estallaba con una potencia casi dos veces superior a la de la antigua granada de mano Mills. Ambas baterías contenían el tipo de sustancias plásticas que no dejan rastro, tan conocidas por las organizaciones antiterroristas.

El tercer bolsillo contenía una navaja de quince centímetros templada con policarbono y, por consiguiente, no detectable por los equipos de seguridad de los aeropuertos. La hoja estaba protegida por una funda que le servía de mango.

El cuarto bolsillo era casi plano y contenía un alambre de agarrotar, provisto de dientes de sierra; mientras que el último contenía, probablemente, la más mortífera de todas las armas: una pluma, pero no una pluma corriente, sino una que se construía en Italia y tenía muy preocupados a los responsables de la seguridad de muchos países. Por medio de una rápida torsión, se convertía en una pequeña arma que podía disparar proyectiles. Un chorro de aire comprimido disparaba unas agujas de acero templado capaces de producir la muerte si penetraban en el cerebro, los pulmones, la garganta o el corazón, desde una distancia aproximada de diez pasos. La pluma sólo se podía utilizar tres veces.

Bond repasó mentalmente la situación de los objetos en el PAOS abierto y recordó las muchas veces que se había entrenado en la oscuridad, localizando los objetos exclusivamente por el tacto. Se consoló al pensar que podría tenerlo todo oculto sobre su persona o listo para el uso en menos de un minuto. Nada mejor que la amenaza de una muerte inminente, pensó (tal como otros babían pensado multitud de veces antes que él) para aguzar el ingenio.

Tras haber repasado una y otra vez la situación de los objetos en el PAOS, lo único que podía hacer era prepararse mentalmente para la prueba. Se sentó en el suelo, cruzó las piernas y cerró los ojos. Esta vez repasó el mapa que Richard Han le había entregado en nombre de Swift. Sabía dónde estaba la casa en relación con el resto del promontorio y, en menos de una hora, ya supo lo que tendría que hacer. Con un poco de suerte y con la ayuda de su experiencia, dispondría de una mínima posibilidad de ganar.

Le dijeron que eran las once y media cuando fueron por él. Los guardianes no hablaban inglés, pero, mientras uno de ellos le cubría con su pistola ametralladora, el otro levantó un brazo y contempló con orgullo su nuevo reloj digital que desempeñaba ocho funciones.

Chernov le esperaba solo en la estancia principal. Las ventanas estaban abiertas de par en par y, a través de ellas, se podían ver las parpadeantes luces de los pocos edificios que rodeaban la había de Tung Wan. Al otro lado de la bahía, en el promontorio sur, brillaban las luces del Hotel Warwick.

– Venga a escuchar -dijo Chernov, haciéndole señas de que se acercara a la puerta corredera. Ambos hombres salieron al tibio aire nocturno. ¿Por qué no matarle ahora con mis propias manos y acabar de una vez?, pensó Bond. Pero de nada le hubiera servido porque rápidamente hubiera seguido a Chernov a la tumba, abatido a tiros por el hombre que montaba guardia en la estancia.

– Escuche -repitió Chernov-. Apenas se oye un sonido. Y eso que en esta islita viven todavía unas cuarenta mil personas, la mayoría de ellas en juncos y sampanes, en el puerto; y, sin embargo, pasada la medianoche, la gente ya no sale. En Cheung Chau no hay vida nocturna.

Mientras Chernov hablaba, Bond aprovechó el tiempo para orientarse. Directamente frente a ellos, el terreno descendía en pendiente hacia el lugar donde él había escondido el PAOS en el transcurso de su primer reconocimiento. Por suerte, sabía en qué punto exacto tendría que saltar el murete. Abajo, la playa rodeaba la bahía mientras que, a la derecha, el terreno ascendía bruscamente hacia arriba. Bond sabía que, en lo alto de aquella elevación, sólo había que recorrer unos cientos de metros para llegar a una sinuosa carretera que serpeaba hacia abajo en dirección al istmo central y a la aldea principal de la isla. La carretera pasaba por delante del famoso templo de Pak Tai y seguía hasta la llamada Praya, o zona portuaria, que tenía su fábrica de conservas de pescado y sus centenares de juncos de pesca.

Chernov le dio una palmada en el hombro a Bond.

– Pero, esta noche, les vamos a ofrecer un poco de vida nocturna, ¿verdad, Bond? -el general consultó su reloj-. Ya es casi la hora -añadió, acompañando nuevamente a Bond al interior de la estancia.

– ¿Se me permite hacer una última petición? -preguntó Bond.

– Depende de lo que sea -contestó Chernov con una sombra de recelo en los ojos.

– Me gustaría despedirme de mis amigos.

– No me parece conveniente hacerlo. Sería demasiado doloroso para ellos. Están bien controlados… Sobre todo, las mujeres. No me gustaría que es rompiera el equilibrio. Comprenderá usted que la tarea que mañana tengo que cumplir en este lugar no es muy agradable. Es mejor que los condenados afronten la necesidad de la muerte con fortaleza. De este modo, todo será más fácil para mí, ¿comprende?

«Sí -pensó Bond-. Lo que menos le interesa es que yo les vea ahora porque, con toda probabilidad, hay uno de menos. El traidor ya no estará con ellos.»