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– Es usted un carnicero, Chernov -dijo en voz alta-. Vamos allá.

– Tiene usted mi palabra de que pasarán más de cinco minutos antes de que soltemos a los «Robinsones» -dijo Chernov, asintiendo con aire solemne-. Venga, las armas están aquí.

Como por arte de magia, la mesa se hallaba ahora cubierta de armas letales. Había tres grandes pistolas Luger y una larga daga de bronce de cañón, unos tres centímetros más larga que el viejo cuchillo del Comando Sykes-Fairbairn, y el hierro de combate con un mango de madera de unos sesenta centímetros de longitud, provisto de un puño reforzado en un extremo y una afilada hoja móvil de acero en el otro. En el extremo del mango había una corta cadena de la que colgaba una maza de tamaño dos veces superior al puño de un hombre, completamente cubierta de afilados clavos.

Chernov acarició la maza y se echó a reír.

– ¿Sabe cómo las llamaban?

– «Luceros del alba», si no recuerdo mal.

– Sí, «Luceros del alba» y… -Chernov se rió sin entusiasmo-, y también «aspersorios de agua bendita». Yo prefiero «aspersorios de agua bendita» -una de sus manos se cernió sobre las armas y se posó por fin en una de las pistolas Luger-. Creo que ésta es la suya -sacó el cargador, antes de entregársela a Bond-. Por favor, compruebe su funcionamiento y cerciórese de que no se ha retirado el percusor.

Bond examinó el arma; estaba bien engrasada y en perfecto estado. Chernov le entregó el cargador.

– Cuente los cuatro cartuchos. Insisto en jugar limpio.

Mientras seguía las instrucciones de Chernov, Bond observó que el guardián armado con la pistola ametralladora se preparaba para intervenir, mientras los «Robinsones» eran introducidos en la estancia. Sabía que todo aquel espectáculo estaba encaminado a ponerle nervioso. Chernov era un buen director de escena y sabía cómo hacer las cosas.

– Puede cargar el arma y poner el seguro.

Bond así lo hizo sosteniendo la pistola automática en la mano derecha mientras Chernov seguía hablando.

– Cuando esté preparado, le acompañaré a la puerta corredera e iniciaré una cuenta atrás de diez a cero. Al llegar al cero, se apagarán todas las luces y usted empezará la carrera. No olvide lo que ya le he dicho sobre las jugarretas, Bond. No le servirán de nada. No obstante, le prometo y le doy mi palabra de oficial de que no soltaremos a los «Robinsones» hasta que hayan pasado cinco minutos. Aproveche al máximo su tiempo. ¿Está ya preparado?

Bond asintió y, para asombro suyo, Chernov le tendió una mano. Él se la quedó mirando un instante y~ después, apartó el rostro. Ofendido por su desprecio, Chernov hizo una breve pausa antes de iniciar la cuenta: «Diez…, nueve…, ocho…», hasta llegar a cero.

Las luces se apagaron y Bond salió corriendo hacia la oscuridad de la noche.

21. El Emperador Del Paraiso Negro

Bond saltó perfectamente el murete con una combinación de habilidad y fuerza. Cuando salió en compañía de Chernov, hizo sus cálculos y en aquel instante pudo contar los pasos mientras corría en la dirección adecuada. Tras saltar el muro, corrió por el terreno llano hasta el lugar en el que se iniciaba la pendiente y bajó rodando para que no le vieran desde la casa. Estaba seguro de que se había detenido a escasa distancia de su objetivo; con las palmas de las manos, empezó a tantear a su alrededor. Tras un par de segundos, en el transcurso de los cuales estuvo a punto de sucumbir al temor, su mano derecha rozó la piedra. Rodó hacia ella, escarbó en la tierra y sacó el paquete envuelto con hule.

Se levantó, giró a la izquierda y corrió por la pendiente, tratando de situarse por encima y lo más lejos que pudiera de la villa a la mayor rapidez posible. Mientras corría, contó los segundos. Se había concedido dos minutos y medio de tiempo. Una vez ésos hubieran transcurrido, se detendría.

Calculó que el punto al que había llegado al expirar el plazo, se encontraba a unos treinta metros por encima de la villa. Allí se agachó, se colocó la pistola en un lugar accesible, dejó el PAOS en el suelo, desató las cintas y desenrolló el hule. Por simple contacto, localizó cada objeto en la oscuridad y los sacó de su funda, distribuyendo las armas entre los distintos bolsillos del mono de trabajo, menos la bengala que conservó en una mano.

Respirando afanosamente, Bond extendió un brazo, inclinó en ángulo el pequeño objeto hacia la casa y apretó el botón de disparo, tomando al mismo tiempo la Luger. Calculó que la bengala estallaría al cabo de cinco minutos y veinte segundos de su salida de la villa. En la pernera derecha del mono, a la altura del muslo, había un bolsillo abierto en el que introdujo la Luger. Después, tomando la segunda batería (la pequeña granada de mano), esperó.

La bengala le produjo una sacudida en la mano y luego se elevó en medio de un haz luminoso de deslumbrante blancura. Bond cerró los ojos en cuanto el proyectil abandonó su mano, pero los volvió a abrir en el acto tan pronto como terminó el cegador destello inicial. Fue como si alguien hubiera iluminado la villa y el área circundante con un potente reflector. Así pudo ver con toda claridad a los «Robinsones»: dos de ellos subían por la ladera hacia donde él se encontraba y otros dos bajaban hacia la playa. Uno de los que subían levantó los brazos para protegerse los ojos de la luz, pero ambos siguieron adelante como autómatas. Bond vio que la otra pareja seguía corriendo hacia la playa. Permaneció inmóvil y en silencio, sosteniendo en una mano la pequeña granada. Ya podía oír la afanosa respiración de los hombres, cuyas siluetas resultaban visibles a la moribunda luz de la bengala.

Bond tenía que calcular sus acciones con absoluta precisión. En caso de que la granada no estallara en el momento preciso, alcanzando a ambos hombres, no tendría más remedio que utilizar la Luger, desperdiciando, por lo menos, una bala. Los jadeos y las fuertes pisadas se oían cada vez más cerca, pero en aquel instante Bond sólo podía guiarse por su intuición, puesto que la luz de la bengala ya se había extinguido. Rezó para poder alcanzarlos. Apretó el botón y arrojó la granada, apuntando hacia la dirección en la que los hombres se estaban acercando.

Los vio fugazmente avanzando muy juntos en el momento en que el pequeño cilindro cargado de plástico estalló en el aire directamente delante de ellos. Bond agachó la cabeza, sintiendo el calor en su propio cráneo y el terrible fragor en sus oídos. En medio de la explosión, le pareció oír un grito, pero no podía estar seguro de ello. Se levantó tambaleándose y avanzó a trompicones hasta que su pie rozó algo. Se agachó y con una mano tocó una pegajosa humedad de cuerpos y sangre.

Avanzando a gatas, buscó a tientas en medio de la hierba y trató de percibir algún ruido, mientras procuraba controlar aquella sensación de peligro tan necesaria en los hombres de su profesión. Tardó por lo menos dos minutos en localizar el cuchillo, y por lo menos otros dos o tres en encontrar la pistola. La carga había estallado, según sus previsiones, directamente entre los dos hombres y muy cerca de ellos.

Antes de localizar la Luger, una de sus manos tropezó con los desagradables restos de la pequeña bomba. Bond no lograba acostumbrarse a los efectos de las explosiones, sobre todo desde que comprobó que una minúscula cantidad de plástico era capaz de causar tan graves daños.

Se le había despejado la cabeza y, con la pistola inicial todavía metida en el bolsillo del mono y la otra arma en su mano derecha, empezó a correr hacia el Oeste, en dirección a la carretera que le conduciría a la Praya.

Chernov había hecho especial hincapié en el carácter sanguinario de aquellos cuatro hombres. Ahora, sólo quedaban dos y era lógico suponer que, de acuerdo con el adiestramiento recibido, seguirían su camino y se separarían probablemente al llegar a la aldea, esperando atrapar a su presa en campo abierto o bien entre los edificios que bordeaban la Praya.