Bond había elaborado su plan de campaña. En caso de que pudiera llegar al templo de Pak Tai, donde disfrutaría de una posición muy ventajosa, los esperaría allí.
La explosión aún le resonaba en los oídos y sabía que tenía la ropa manchada de sangre, pero consiguió llegar a la accidentada carretera sin experimentar ningún contratiempo; una vez allí, prefirió abandonar la rocosa superficie y avanzar por el borde cubierto de hierba. Dejó de correr y caminó a marcha rápida, aspirando grandes bocanadas de aire en un intento de regular la respiración.
Al cabo de unos diez minutos, le pareció distinguir las siluetas de unos edificios. Cinco minutos más tarde, llegó a las afueras de la aldea y se abrió paso por entre los arbustos en dirección a un muro de piedra que debía pertenecer al templo. Se dirigió hacia la fachada del edificio y pensó que, por lo menos, podría dirigir sus oraciones a algún dios, ya que Pak Tai es el Supremo Emperador del Paraíso Negro y el templo erigido en su honor acoge asimismo a sus dioses marciales, Cien Mil Ojos y Oído de Viento Favorable. La ayuda de aquellos tres personajes no le vendría mal aquella noche para localizar a los dos «Robinsones» restantes.
El templo daba a una extensión de terreno abierto y, por primera vez desde la explosión de la bengala y la granada, Bond notó que sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad. En unos minutos, distinguió la plaza cuadrada y el perfil de los peldaños del templo, guardados por los tradicionales dragones. Empezó a subir muy despacio y, al llegar arriba, se ocultó en la oscuridad del portal situado a su derecha. Luego, esperó, detrás de una de las grandes columnas de piedra. Pasaron los minutos y Bond comprendió que los «Robinsones» también debían de tomarse las cosas con calma, moviéndose despacio y en silencio por las oscuras calles.
Transcurrió por lo menos una hora. Y buena parte de otra. La autodisciplina le impidió a Bond echar un vistazo a la esfera luminosa de su reloj mientras efectuaba una minuciosa inspección de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, moviendo la cabeza y los ojos muy despacio; tenía el cuerpo entumecido a causa de la forzada inmovilidad.
Por fin, consultó su Rolex: eran las cinco menos diez de la madrugada. Faltaba algo más de una hora para que finalizara el juego y Chernov empezara la matanza. Se le revolvió el estómago de sólo pensarlo. Mientras imaginaba la horrible escena, captó un movimiento por el rabillo del ojo. Procedía del extremo derecho de la plaza, cerca de la casa. Por un instante, una sombra fugaz se recortó contra la franja más clara del mar.
Bond se movió despacio y levantó la Luger, con los ojos clavados en la zona donde había visto la sombra. Por un momento, pensó que se lo había imaginado. Pero la volvió a ver en el acto: avanzaba contra la pared a paso de tortuga al amparo de la oscuridad. Modificó imperceptiblemente su posición y levantó la Luger en el mismo instante en que la sombra se despegaba de la pared y empezaba a acercarse a los peldaños del templo. Fue entonces cuando, a pesar de su experiencia, Bond cometió el primer error de la noche. Despáchale ahora, decía una parte de su mente. No, espera, ¿dónde está el otro hijo de puta? Este segundo de indecisión fue el origen de los minutos más aterradores que jamás hubiera conocido.
Su habilidad de tirador se impuso a todo lo demás: despáchale ahora. Bond centró la mira de la Luger en la sombra que avanzaba. Su dedo empezó a ejercer presión, pero entonces un sexto sentido le advirtió de la inminencia de un peligro más cercano.
Se encontraba de pie, en la clásica posición de perfil, con los brazos levantados y sujetando el arma con ambas manos, cuando sintió un agudo dolor en el brazo izquierdo, como si alguien se lo hubiera quemado con un hierro candente. Oyó su propio grito desgarrador y sintió que se le caía el arma de la mano derecha al extenderla hacia el brazo herido. Se volvió y vio al «Robinsón» a punto de descargarle encima la maza de combate.
Reaccionó de un modo automático, pero todo se desarrollaba como en cámara lenta a través del indefinido dolor que, desde el brazo machacado, se iba extendiendo poco a poco por todo el cuerpo. No podía recordar el nombre de aquel sujeto, pero, por alguna extraña razón, su mente se empeñaba en querer recordarlo. Le pareció que era Bogdan, el que había roto el cuello de los muchachos y después había intentado librarse de los cadáveres descuartizándolos y distribuyendo los restos por el bosque. Oyó con toda claridad la voz de Chernov: «Es un campesino muy fuerte, sin ningún sentido de la moral.» Mientras Bond le miraba a los ojos, el hombre levantó muy despacio la maza por encima de su cabeza. Luego, la bola claveteada empezó a bajar hacia el cráneo de Bond. El brazo derecho de éste pareció moverse muy lentamente mientras echaba la pierna derecha hacia atrás y con una mano asía la culata de la Luger que guardaba en el bolsillo del mono. Buscó con el dedo la lengüeta del seguro. Los clavos cortaron el aire, acercándose sin piedad. La Luger se quedó atascada y después se soltó mientras la mano de Bond se torcía y su dedo se curvaba. Acto seguido, dos detonaciones -dos disparos, tal como les enseñaban a hacer en los cursillos de adiestramiento- y el olor de la cordita. El tintineo de los casquilíos de las balas golpearon los peldaños.
De repente, cesó la cámara lenta y el ritmo se aceleró.
Las dos balas levantaron a Bogdan del suelo y le obligaron a extender los brazos como si fuera un grotesco muñeco de resorte. El hierro de combate voló hacia atrás y el cuerpo de Bogdan cayó contra la puerta del templo, ensuciando a Bond con su sangre.
El dolor del brazo era casi insoportable. Bond oyó un doble chasquido y un sordo rumor. El disparo del otro «Robinsón» desde la plaza arrancó fragmentos de piedra de la columna.
Bond se dobló de dolor; sentía deseos de vomitar y se le empañó la visión. Estaba casi a punto de desmayarse cuando vio la sombra de la segunda Luger en los peldaños. Se volvió haciendo un gran esfuerzo y sostuvo en la mano izquierda el arma en la que todavía le quedaban dos cartuchos. Mientras se volvía, notó que perdía el equilibrio y se tambaleaba como un borracho en medio de la angustia y el dolor. Una voz pareció susurrarle al oído: «Atrápalo. Liquídalo ahora mismo.» Apretó automáticamente el gatillo, a sabiendas de que sostenía el arma en alto y mantenía el brazo derecho extendido. «Dos disparos contra un fantasma -pensó-. Suelta el arma y toma la otra.» Lo hizo todo como un acto reflejo, de forma mecánica. Precisamente mientras se agachaba, la otra bala le pasó silbando por encima de la cabeza. Con una mano tomó la culata de la Luger, pero no pudo incorporarse.
Cayó sobre una rodilla y, levantando la cabeza, vio que su adversario le apuntaba con su arma. Estaba diciendo algo en ruso y a Bond le pareció que la Luger era muy grande.
Luego se produjo la explosión y en toda la columnata de la entrada del templo del Supremo Emperador del Paraíso Negro resonó algo que Bond identificó como su último grito en esta tierra.
22. La Muerte De Un Agente Doble
«Si estuvieras muerto -pensó Bond-, no experimentarías dolor.» Su último recuerdo era la imagen del «Robinsón», de pie a unos sesenta centímetros de distancia, apuntándole a la cabeza para darle el coup de gráce, y después, una sorda explosión. Vi y oí, debo de estar muerto. Sin embargo, tenía accesos de náuseas y experimentaba un intenso dolor en el brazo izquierdo. Sabía que podía moverse y que sus párpados lo estaban haciendo. Oyó una voz que le llamaba.
– ¿Míster Bond? ¿Míster Bond? ¿Cómo se encuentra, míster Bond?
Por fin, consiguió abrir los ojos. La negrura total cedía ya el lugar a las primeras luces del día. Se hallaba tendido de lado y podía ver las suelas de unas zapatillas negras y, a su espalda, un bulto negro y grisáceo que debía de ser un cuerpo. A su lado, vio las punteras de otras zapatillas. Volvió la cabeza y levantó la mirada.