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En el instante en que ella empezaba a doblarse ligeramente, Bond la asió por la muñeca con la mano derecha. Aunque sólo podía utilizar un brazo, logró tirar hacia abajo con considerable fuerza. Heather emitió un grito cuando él le rompió el brazo contra su rodilla. La pistola cayó al suelo y brincó por los peldaños.

Bond volvió a levantar la rodilla y Heather perdió el equilibrio y quedó situada de espaldas. La rodilla de Bond la alcanzó tan de lleno que se pudo oír incluso el ruido de la columna vertebral al romperse. Después, Heather cayó con leves sacudidas. Aunque debía de estar inconsciente, de su garganta aún se escapaban unos gemidos.

Debió de adivinar que era Heather. Ella fue quién cobró la pieza más codiciada: Maxim Smolin. Hubiera tenido que comprenderlo todo desde un principio. Bond tomó la Luger y no vaciló: un solo disparo directamente a la encantadora cabeza. No sintió el menor remordimiento. La muerte fue súbita y las náuseas que tuvo se debieron tan sólo al punzante dolor que experimentaba en el brazo izquierdo.

Bond se acercó lentamente al otro cuerpo: pertenecía a uno de los dos guardianes. Estaba muerto, tenía el pecho atravesado por dos balas. Bond hubiera deseado que fuera Mischa.

Volvió a consultar el reloj y contempló el cielo progresivamente más claro. El tiempo se le echaba encima. Respiró hondo y apretó los dientes. Tendría que correr como un condenado y sólo Dios sabía lo que podría hacer cuando llegara a la villa. Y, sin embargo1 parte de su misión ya estaba cumplida: la traidora había sido descubierta y eliminada. Las probabilidades de salvar a los demás eran muy escasas, pero, aun así, tenía que intentarlo.

23. El Arrebato Chino

Pensó que le iban a estallar los pulmones a causa del esfuerzo; corría con mayor rapidez que cuando abandonó la casa, seguido de cerca por los «Robinsones». El dolor que sentía en los pulmones, combinado con el que sentía en los muslos y en las piernas, le hizo olvidar en parte el tormento de su brazo herido y fracturado. Se había colocado el brazo roto en el interior del mono y sostenía la Luger en la mano derecha.

Corrió sin descanso, tropezando con las piedras y levantando el polvo de la carretera que casi le conduciría hasta el promontorio y la villa. No intentó siquiera calcular el tiempo que había transcurrido, pero estaba seguro de que era bastante. Al cabo de una eternidad, llegó a la elevación situada por encima de la villa y se arrodilló para que no le vieran. Apoyándose en el hombro derecho, se incorporó para echar un vistazo.

A pocos metros más abajo, vio una mancha amarronada y unos restos humanos esparcidos a su alrededor, como si un niño caprichoso se hubiera entretenido en descuartizar dos muñecos: era lo que quedaba de los dos «Robinsones» que había quemado la víspera.

Bond captó un movimiento en la fachada de la villa. El guardián que no había acompañado a Heather, se hallaba agazapado junto a la entrada principal con la pistola ametralladora lista para disparar, vigilante y alerta. Chernov debía de estar nervioso, pensó Bond. Ya se habría enterado de la muerte de los dos «Robinsones» en las inmediaciones de la villa y estaría preocupado por la tardanza de los otros dos. Habría allí dentro muchos dedos dispuestos a apretar un gatillo, aunque suponía que Chernov aguardaría el regreso de Heather. Nadie hubiera apostado un céntimo por la supervivencia de Bond teniendo tantas probabilidades en contra.

Chernov estaría dentro en compañía de Mischa, preparando la matanza ritual. El momento de las ejecuciones ya debía de estar muy próximo. Lenta y dolorosamente, Bond trató de situarse detrás de la casa, consciente de que la bomba de relojería estaba a punto de estallar. Bajó poco a poco y se levantó una vez más. La parte trasera de la casa se encontraba a unos cincuenta metros de distancia, que cubrió rápidamente inclinando el cuerpo hacia un lado, tal como había hecho durante el camino de vuelta desde el templo de Pak Tai. Es curioso, pensó, cómo se modificaba el sentido del equilibrio cuando uno tenía un brazo fuera de combate. Llegó al murete sin que nadie le viera y avanzó en silencio hacia la casa.

De repente, se oyó un sonido procedente del otro lado de la villa, el sonido que Bond más temía escuchar desde que iniciara el camino de vuelta a la casa: un penetrante grito de mujer, que más parecía el de un animal sometido a un doloroso suplicio. En su mente apareció la vívida imagen de Ebbie con la boca abierta a la fuerza mientras Chernov sostenía un bisturí en la mano, dispuesto a inflingirle el terrible castigo.

En aquel momento, el guardián dobló la esquina para echar un vistazo a la parte de atrás. Se detuvo en seco con la boca abierta. Levantó la pistola ametralladora, pero, antes de que pudiera disparar, la Luger de Bond vibró un par de veces y dos balas le penetraron en el pecho, derribándole al suelo como si fuera un bolo. Mientras se acercaba, Bond creyó percibir un movimiento a su derecha por el rabillo del ojo, pero, al volverse con la Luger a punto, no había nadie. Era una broma que le había gastado la luz matutina.

De pronto, se oyó un grito procedente de la parte anterior del jardín y el rumor de unos pies que corrían, pero, antes de que apareciera nadie por la esquina, Bond se abalanzó sobre el guardián y le arrancó la pistola ametralladora que, sólo por el tacto, identificó como una Uzi. Era una versión reducida, y tenía la caja plegada; se preguntó por que razón el KGB utilizaba armas israelíes.

Mischa dobló la esquina en el instante en que Bond levantaba la Uzi con una sola mano, y disparaba contra el hombre de confianza de Chernov una descarga que casi le partió por la mitad. Disparó mientras corría y se encontró en la parte anterior de la villa casi sin percatarse de ello.

– Suelte el cuchillo y no se mueva -le gritó a Chernov, que es encontraba de pie junto a la puerta sin más arma que el bisturí y con el rostro más pálido que la cera.

Chernov se encogió de hombros, soltó el bisturí y levantó las manos.

Maxim Smolin, Susanne Dietrich y Jungla Baisley aún se encontraban encadenados en un rincón, mientras que Ebbie yacía amarrada a una plancha colocada sobre tres caballetes de aserrar.

– ¡Dios mío, la cosa iba en serio! -exclamó Bond-. Usted debe de estar loco, Chernov.

– La venganza no es sólo el placer de los dioses -dijo Chernov, retrocediendo asustado; en sus ojos seguía brillando una mezcla de furia y decepción-. Un día, James Bond, todos los fantasmas de SMERSH se levantarán para aplastarle. Eso será una venganza.

Bond raras veces experimentaba el deseo de causar daño a otra persona, pero, en aquel momento, se imaginó a Chernov alcanzado por los tres dardos de acero de la pluma letaclass="underline" uno en cada ojo y uno en la garganta. Sin embargo, tenía que apresar vivo a Chernov.

– ¡Ya lo veremos! -contestó-. Las llaves, mi general. Quiero soltar estas cadenas.

Chernov vaciló un instante; luego sus manos se extendieron hacia la mesa donde se encontraban las llaves.

– Tómelas con cuidado -Bond dominaba ahora por completo la situación-. Suélteles.

Chernov volvió a dudar mientras sus ojos parpadeaban, mirando hacia un punto situado a la espalda de Bond. No, pensó éste, no caeré en esta vieja trampa.

– Haga lo que le digo, Kolya…

Bond sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca y se volvió, dejando la frase inconclusa.

– Yo que tú, Jacko, depositaría el arma con mucho cuidado sobre la mesa.

Norman Murray había penetrado en silencio por la puerta principal, empuñando en la mano derecha una PPK Walther, modelo especial de la policía.

– ¿Cómo…? -preguntó Bond sin dar crédito a lo que veían sus ojos.