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El silencio pareció prolongarse indefinidamente. Al final, «M» exhaló un profundo suspiro.

– Le facilitaré los nombres y los números de archivo del Registro durante el camino de vuelta a la tienda. Después, disfrutará usted de un permiso de dos semanas. Buena suerte, cero cero siete.

Bond sabía que necesitaría algo más que buena suerte.

3. Atrévete A Ser Guapa

El Registro del Cuartel General se encontraba en el segundo piso, vigilado por unas chicas que solían vestir blusas y pantalones vaqueros. Hasta hacía no muchos años, el uniforme eran conjuntos de jersey y rebeca, collares de perlas y faldas de excelente corte de Harrod's o Harvey Nichols. «M» raras veces se dejaba caer por el Registro desde que se habían suavizado las normas, pero cumplió su palabra y le facilitó a Bond toda la información que necesitaba.

En el parque, le enumeró nombres y prefijos de archivos, se los hizo repetir y le aconsejó que se diera una vuelta por el Círculo Interno antes de regresar al alto y anónimo edificio del Cuartel General del Servicio.

Una esbelta e inescrutable diosa anotó los números del archivo que Bond le indicó y le entregó el papel a la Oficial de Guardia. No hubo la menor mirada inquisitiva ni la menor pregunta por parte de la Oficial de Guardia, cuyo nombre era Rowena MacShine-Jones, familiarmente conocida como el Esplendor del Registro. A una indicación de la señorita MacShine-Jones, los ordenadores se pusieron en marcha. Al cabo de cinco minutos, la diosa regresó con una voluminosa carpeta de plástico marcada en rojo, lo cual significaba que era material Clasificado A+. En la parte anterior figuraba la fecha y las palabras Estos documentos no deben abandonar el edificio. Devolución antes de las 16.30 horas. Bond sabía que, en caso de que no obedeciera las instrucciones, uno de los guardianes del Registro iría en su busca y devolvería los documentos al Registro, donde serían rotos y quemados. De igual modo, en caso de que intentara sacarlos de la carpeta, una «tarjeta de aviso» contenida en el lomo dispararía toda una serie de alarmas.

En el escritorio de su despacho, Bond encontró una carpeta similar, marcada también en rojo, pero que debería devolver al octavo piso, es decir, directamente en manos de «M».

Una hora más tarde, Bond ya había examinado las dos carpetas, grabándose en la memoria toda la información. Dedicó otra hora a cotejar los datos aprendidos con los documentos. Después, devolvió la carpeta del Registro y subió con la segunda al despacho de «M».

– Creo que me recibirá -dijo, mirando con una sonrisa a miss Moneypenny al entrar en el despacho exterior.

– ¿Otro permiso, James? Me ha comentado que, a lo mejor, te vas a tomar unas vacaciones.

– Se trata de un inesperado asunto familiar.

Bond miró a su compañera directamente a los ojos, tal como hubiera hecho el más redomado de los hipócritas.

Moneypenny exhaló un suspiro.

– Ya me gustaría a mí formar parte de esta familia. Sé muy bien la clase de asuntos que te inventas para conseguir estos permisos.

– Penny, si lo dices en serio, nada me podría ser más grato.

Sonó el intercomunicador y se oyó con toda claridad la voz de «M» a través del micrófono:

– Si es cero cero siete, Moneypenny, enviémelo inmediatamente y deje de chismorrear. Cuando se juntan ustedes dos, parecen un par de lavanderas.

Moneypenny miró con sentimiento a Bond y elevó los ojos al cielo. Bond se limitó a sonreír ante el mal genio de su jefe y, cuando vio que se encendía la luz verde sobre la puerta de «M», saludó cortésmente a Moneypenny haciendo una reverencia y entró en el sanctasanctórum.

– He venido para devolver estos horribles documentos, señor.

Bond dejó la carpeta sobre el escritorio de «M». Contenía los informes policiales de los dos asesinatos, incluyendo unas espeluznantes fotografías. La muerte violenta es más fácil de contemplar en la realidad que en las imágenes de una cámara. A las dos muchachas les habían aplastado el cráneo por detrás. Después de morir, les habían extirpado la lengua con precisión casi quirúrgica; el funcionario de policía encargado de los casos había comentado los aparentes conocimientos médicos del asesino. No cabía la menor duda, según los informes, de que los asesinatos eran obra de la misma persona o personas.

«M» se acercó la carpeta sin hacer ningún comentario.

– Moneypenny dijo que había usted solicitado dos semanas de permiso, cero cero siete. ¿Es cierto o falso?

– Es cierto, señor.

– Muy bien. En tal caso, puede marcharse inmediatamente. Confío en que todo vaya bien.

– Gracias, señor. Creo que visitaré la Rama Q antes de irme, pero tengo que estar en Mayfair antes de las seis.

«M» asintió con un parpadeo de satisfacción en sus gélidos ojos grises. Los dos hombres se intercambiaron una tácita mirada de entendimiento. De las tres posibles víctimas que quedaban, la más cercana -Heather Dare- era propietaria de un salón de belleza situado a la vuelta de la esquina del Hotel Mayfair. Era una agradable coincidencia, puesto que Bond cenaba algunas veces en el magnífico restaurante Le Château del citado hotel no sólo por la excelente comida, sino también por la seguridad que le ofrecían su media docena de reservados y mesas privadas, lejos de los ojos y de los oídos de los demás clientes.

«M» despidió a Bond con un imperceptible movimiento de la mano derecha y éste se dirigió a las entrañas del edificio donde el Armero, el comandante Boothroyd, controlaba la Rama Q. Resultó que el comandante no estaba, por lo que la Rama se hallaba bajo la dirección de su experta ayudante, la deliciosa Ann Reilly, de largas piernas y agraciado rostro a pesar de las gafas, a quien todos en el Servicio llamaban Q'ute. Cuando ella empezó a trabajar en la Rama Q, ambos solían verse muy a menudo; pero, con el paso de los años y el imposible horario de Bond, las relaciones acabaron siendo simplemente amistosas.

– James, cuánto me alegro de verte -dijo Ann-. ¿A qué debo éste honor? No se estará cociendo ninguna novedad, ¿verdad?

– Voy a tomarme un par de semanas de permiso. Quería llevarme algunas cosas.

Bond trató deliberadamente de quitarle importancia al asunto. De haberse tratado de un permiso normal, hubiera tenido que llevarse un desmodulador telefónico CC-500. En realidad, hubiera deseado llevarse el cerebro de la chica y alguna novedad tecnológica.

– Tenemos algunas piezas a prueba. Puede que te interese llevarte una muestra. Ven a mi salón -añadió Q'ute, esbozando una seductora sonrisa.

Bond se preguntó si «M» no le habría dado alguna velada instrucción. Ambos cruzaron rápidamente una alargada sala donde unos jóvenes en mangas de camisa se hallaban sentados ante unas pantallas y otros trabajaban en unos tableros electrónicos, utilizando unas enormes lupas luminosas.

– Hoy en día -dijo Q'ute-, todo el mundo lo quiere más pequeño, con un mayor radio de acción y con más memoria.

– No pluralices.

Bond esbozó una sonrisa, pero sus ojos estaban tristes. Tenía la mente llena de espantosas fotografías de dos muchachas apaleadas hasta morir, aunque sabía que Q'ute se refería a dispositivos de captación de sonidos y movimientos, de ocultación y de muerte.

Se marchó media hora más tarde con algunos artilugios, aparte el obligatorio CC-500. Este último, según las instrucciones, no le sería de la menor utilidad, puesto que tanto «M» como el Foreign Office le negarían hasta que no hubiera completado su misión. En la puerta de su despacho, Q'ute se despidió de él, apoyando una mano en uno de sus brazos.

– Si necesitas algo de aquí, llama y yo misma te lo llevaré.

Bond la miró a los ojos y comprendió que no se había equivocado: «M» le había dado instrucciones.

«Los participantes deberían ser sacados con toda limpieza, ser sometidos a una operación de cirugía plástica y abandonados a su suerte», le había dicho «M». Bond sabía lo que eso significaba. Era como ser excluido del testamento de un pariente rico. En caso de que algo fallara, sufriría las mismas consecuencias que los agentes del Pastel de Crema.